viernes, 23 de julio de 2021

SIEMPRE PRESENTE

 Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


Me refregué los ojos, convencido de que el sueño seguía, que no me había despertado.

—¿Por qué debería ser un sueño? —Sonrió, y supe que sonreía aunque la poblada barba blanca que le cubría el rostro era una tormenta de nieve que enjaulaba el universo entero.

—Porque estás muerto. Los muertos se aparecen en los sueños, y está bien que así sea, pero cuando uno está despierto, la aparición de un amigo muerto es la prueba contundente de que estás perdiendo la razón.

—Hay más cosas en el cielo y el infierno de las que

—Muy tuyo eso —lo interrumpí—, pero no explica el punto.

Suspiró. Y el gesto, que yo conocía tan bien, me acercó otro paso a la aceptación de lo imposible.

—Sé que, después de mucho tiempo, estás a punto de escribir un cuento a dos cabezas con Javi

—¿Entonces?

—Quiero que me pongan de personaje.

—Pero tú, que has sido autor, no puedes pedirnos eso ahora. Uno no se transforma de creador en personaje así como así. Eso solo funciona con las autobiografías y los autorretratos, donde el autor es capaz de mirarse desde el otro lado.

—Pues acabas de darme la razón. Ahora me veo desde el otro lado.

La frase resonó en nuestros oídos hasta hacerlos pitar como si hubiéramos estado en el epicentro de una detonación. La mirada de cada uno se posó en la del otro, siendo conscientes por fin de la situación.

—¿Gaut? ¿Qué haces aquí? Este sueño era mío.

—No, Javi. Yo empecé a escribir “Me refregué los ojos, convencido…”

—¿Escribir? ¡Dijiste que estabas soñando!

—Eso solo fue un recurso.

—Será mejor que dejen de discutir y pongan manos a la obra. No crean en la frase manida de que dispongo de toda la eternidad. La eternidad es un engaño, tiempo muerto donde no ocurre nada. Solo los apagones nos permiten interactuar un poco, volvernos a sentir “vivos”. Y quiero leer algo interesante antes de que este termine.

—¿Apagones? —pregunté.

—Sí, amigo, apagones del generador cuántico universal. El que les hace creer que ustedes están aquí y yo no, que la realidad es lo que ven al abrir los ojos, que la humanidad lleva miles de años poblando un planeta llamado Tierra y todas esas insensateces que les han metido en la cabeza. ¡Reprográmense!

Y dicho esto, nuestro amigo cambió su barba blanca por plumas negras que empezaron a cubrirlo por completo, y echó a volar emitiendo graznidos como los de un cuervo. Sin embargo, nuestras mentes percibían en esos graznidos los secretos últimos de nuestra existencia, de todas las existencias, del universo mismo.

Por donde alcanzaba su vuelo, la realidad caía derrumbándose como una lluvia fina de papel picado de colores, que desaparecía justo antes de tocar el suelo, si es que podía llamarse suelo a ese abismo vacío que ya nada sostenía.

miércoles, 21 de julio de 2021

DE SOLEDADES QUE UN DÍA SE DESCUBREN INTERMINABLES EN TIEMPOS DE PANDEMIA

José Luis Velarde

Las horas inmediatas habían transcurrido entre el colapso de su esposa acaecido el viernes al anochecer, análisis clínicos, ir y venir por los pasillos resplandecientes del hospital sin que ella despertara del infarto que terminó por llevarlos a una agencia funeraria. El domingo por la mañana firmó las autorizaciones para la cremación del cadáver. No había dormido. En algún momento quiso informar del deceso a las personas cercanas, pero desistió al repasar los nombres y convencerse de que nunca habían gozado de un círculo de amistades consistente. Ambos eran huérfanos y carecían de familiares. Pensó que era preferible conservarla en la memoria y en el anonimato social mientras conducía sin rumbo. Se descubrió en una ciudad distante quinientos kilómetros. No detuvo la marcha de regreso hasta arribar a su hogar ya iniciado el lunes.

Insomne miró el reloj a las seis de la mañana.

Dijo "buenos días" al abordar el tercer día sin su mujer. Fue y vino por la casa tras bañarse y beber un vaso de agua por desayuno. Treinta años de convivencia serían resguardados por un contenedor de plata y próxima adjudicación junto con las cenizas. El hombre no vaciló al referir las propiedades impermeables del recipiente y las siluetas de los ángeles y flores tallados con finura. En ese momento advirtió la continuidad de los diálogos como si ella siguiera acompañándolo. Los días anteriores no habían disminuido el flujo de las ideas expuestas en voz alta, en silencio y mediante gestos que sólo ellos entendían.

Al llegar al trabajo alguien le preguntó por su pareja y apenas pudo balbucear que estaba bien. No dijo más, pues tres oficinistas brotaron del elevador con saludos y alguna indirecta relacionada con el mal aspecto del ahora viudo en secreto. Respondió sin sonreír al entrar en su cubículo destinado a un burócrata de ínfima categoría. Esa jornada, y las sucesivas, avanzaron despacio, hasta acumularse y sumar años donde se extendieron las conversaciones del matrimonio inexistente, mientras el hombre ocultaba el fallecimiento con impecable discreción.

Hablaba frente a ella instalada en alguno de los muebles oxidados del jardín o cuando le prometía la limpieza de la vivienda polvorienta, siempre en momentos atemporales para huir del presente cada vez más insoportable por los problemas físicos recrudecidos por la edad y ataques imprevistos de nostalgia.

Permaneció alejado del ámbito laboral y recibió la jubilación con gusto, pues así obtuvo más minutos para la plática sempiterna donde los aniversarios comenzaban a confundirse. A medianoche solía comentar los ruidos surgidos en el patio, el escándalo de los vecinos, la luna llena y el aire fresco del otoño.

En el 2020 sintió miedo por el avance de la pandemia y las restricciones de la movilidad que de ninguna manera afectaron sus hábitos de ermitaño. Fortaleció los muros y el aislamiento para proteger su residencia. El día de la vacunación fue hasta el recinto dispuesto por las autoridades sanitarias sin interrumpir las pláticas con su mujer. Seis horas después entregó los documentos de ambos a una enfermera tan experimentada que fue capaz de mantener la serenidad al detectar el acta de defunción de la compañera ausente. Cualquiera habría pedido aclaraciones, pero la funcionaria supuso que se trataba de un gesto simbólico y amor ejemplar. Llenó los formularios y garantizó con voz potente que bastaba uno por familia, mientras guardaba la papelería innecesaria en un sobre amarillo devuelto sin añadir palabras incómodas.

 

El hombre volvió a su domicilio para instalarse en los recuerdos y en los sitios que no podía dejar de compartir. Hablaba con ella incluso en sueños. Tanto la refirió sin desaliento que logró obtener la respuesta del silencio conmovido por la terquedad del incesante platicador.

Al principio se manifestó con ecos y murmullos desapercibidos hasta que en los oídos del tipo solitario reaparecieron el trinar de los grillos, el aleteo de besos huidizos, la luz de la luna menguante, el crujir de las hojas en las veredas, la marcha del segundero en el viejo reloj de pared y el tic tac del pájaro carpintero visto por los dos sobre el tronco seco del aguacate. Los detalles multiplicaron las comunicaciones interminables hasta que una tarde de agosto la voz faltante regresó desde muy lejos.

La mujer irrumpió por la puerta principal con la fuerza de un huracán. Olía como la lluvia y el perfume tantas veces respirado con avidez. El hombre sonrió al verla aproximarse sobre pasos ligeros y firmes. Contrapunto del corazón que se desdibujaba arrítmico y maltrecho sin alterar la expresión feliz del moribundo.



martes, 20 de julio de 2021

CARLITOS

 Claudia Isabel Lonfat


Carlitos no fue al colegio. En otras circunstancias, no hubiésemos reparado en su ausencia; era invierno, y cada tanto alguno se resfriaba.

 López, el Pájaro, el cabezón, el Tulio y yo, que en ese tiempo era Pipita, nos mirábamos cada tanto como buscando una palabra, una respuesta que ninguno se animaba a dar.

Al Pájaro se lo notaba cabizbajo, triste. El Cabezón se sostenía el marote, como si no pudiera con tanto peso. Tulio y yo, nos destruíamos en silencio, sin gestos.

El pupitre que yo compartía con Carlitos, se sentía enorme sin su presencia, y no es que él fuera grandote como López o el Cabezón; de hecho, era el más chiquito y enclenque de los seis.

—¿Sabés algo de Carlitos? —me preguntó la señorita, ante mi mirada insistente apuntando a esa parte vacía, incompleta, del pupitre, donde debería estar Carlitos.
Me sobresalté. Quise hablar, responderle que no sabía nada, pero las palabras se me hicieron piedra en la garganta. Como culpa. Como miedo. Me quedé quieto, hasta que todos empezaron a observarme y mis mejillas se colorearon de un fuego intenso que se había apoderado de mi cara.

No sé qué esperaban de mí. Si la tarde de ayer hicimos lo de siempre. Fuimos hasta las vías, donde están los galpones con los vagones viejos. Nos trepamos y corrimos, saltando de vagón en vagón. Después nos fumamos un 43/70 que López le había robado al padre. A veces llevábamos las bolitas, otras veces, con las piedras grises del ferrocarril, improvisábamos una payana, o simplemente contábamos historias de viajes intergalácticos o viajes en globo. Pero esta vez algo falló. Carlitos se cayó del vagón y se golpeó fuerte en la cabeza.

Fue un golpe seco. Lo escuché porque había saltado antes que él, y siempre esperábamos que el otro completara el salto para seguir. Escuché el ruido, y al asomarme, lo vi despatarrado sobre las vías, en ese pequeño espacio que queda entre vagones. Se levantó después de un rato, y mientras yo a los gritos le preguntaba si estaba bien, se tocó un lateral de la cabeza y puso cara de dolor.

—No pasa nada —contestó.

Cuando no hay sangre ni huesos rotos, se deduce que nada había ocurrido. Seguimos con nuestras rutinas, hasta que nos dimos cuenta que Carlitos estaba raro, a pesar de no quejarse.

—Mejor te acompañamos a tu casa Carlitos —dijo el Cabezón y todos asentimos.
De pronto, el aula con sus dos ventanales al parque, pasó a ser una prisión, un hoyo oscuro, un mini infierno para niños malos. La señorita seguía con la clase, tratando de que pudiéramos entender la regla de tres compuesta inversamente proporcional. Los números y rayas, formaban rejas a mi alrededor. Los trenes eran mazos que golpeaban cabezas. Los rieles eran hilos que me envolvían como una presa a punto de ser destripada.

Recuerdo que grité con todo el aire y la fuerza de mis pulmones. Me contaron que después me desmayé. De eso solo quedaron imágenes difusas; de la señorita sonriendo, del Cabezón llorando, de Tulio y López con la mirada perdida, y el Pájaro sosteniendo mi mano. Por un instante hasta me pareció ver a Carlitos entre el grupo de chicos.
Me llevaron al hospital apenas llegaron mis padres, me hicieron todo tipo de estudios y análisis, mientras yo, en un estado de conciencia muy precaria, me preguntaba por Carlitos, y por qué nadie hablaba de él.  Me sentía en el aire, pero por momentos conectaba con mi entorno, y la veía a mi madre, a la abuela o a la señorita.
Los médicos concluyeron que yo no tenía ninguna enfermedad, que quizás era emocional, o nervios que a veces tienen los púberes.

Cuando me encontraron fuerte otra vez, me contaron lo que le pasó a Carlitos. Dora, su mamá, fue al colegio a comunicar que él había sido operado de urgencia. Que Carlitos se había dado un golpe fuerte en la cabeza, producto de una caída, y que gracias a eso le pudieron detectar un aneurisma, según el médico, era una bomba de tiempo.
Todos hablaban de un Milagro. Ninguno de nosotros se atrevió a contar que fuimos testigos del golpe. Pero no fue un milagro. Tampoco sé lo que fue.

Dos semanas después de la exitosa operación, y de su rápida recuperación, Carlitos quedó sumergido en un sueño eterno. 



lunes, 19 de julio de 2021

ALGO DE VOS

 Eri Echilley


Me bajo del colectivo. Saco los auriculares, agarro mi celular y pongo Camilo Sesto en Spotify. Nuestro pequeño ritual de todos los domingos. Cuando voy a verte, siempre me acompaña él. Es un viaje a mi infancia, a tu tocadiscos sonando por toda la casa, al sol bailando con las cortinas de cuadritos y a tu voz cambiándole la letra a las canciones. Juro que tengo esos veranos en la punta de la nariz, los siento cada vez que respiro. Tu sonrisa. Tu alegría humilde.

Ya son las doce del mediodía, Camilo me dice que algo de él se va muriendo, yo siento lo mismo, porque, desde que todo esto pasó, todos morimos un poco también.

Hace cuatro años atrás, este camino se me hacía más largo, más agónico, más insoportable. Ahora me abduce la música y disfruto la sombra de los árboles. Los sauces me hacen reverencias al pasar, se ahorran las lágrimas, pues las heridas van por dentro y el mar está amainando, como amaina el dolor cuando tratamos de consolarnos creyendo que el peso del recuerdo es más grande que el agujero de gusano de la ausencia.

Me detengo en la florería. Te compro dos ramos, imposible no imaginar tu carita cada vez que te regalaba alguna flor. Me asalta tu expresión de sorpresa y tu frase de siempre: “¿para qué gastaste?”. Mamá, te tendría que comprar un ramo del tamaño de la luna para agradecerte todo lo que hiciste por mí, te decía.

 ¿El ramo es del tamaño de la culpa? Me pregunto, mientras veo como pasa la gente con las manos llenas de flores.

Lo mejor de mi vida has sido tú, dice Camilo y se me escapa el dolor por el ojo derecho y el izquierdo lo acompaña. El día está hermoso. Los verdes prados me ofrecen una paz que no tengo. El arco de entrada me abre los brazos, camino lentamente. Las galerías me palmean la espalda, como quien comprende que soy solo una mitad que camina por inercia.

Las cerámicas rojas me invitan a mirar el suelo, por respeto al dolor silente que alberga cada nombre. El mismo recorrido de cada semana. Ojalá cuando llegue me veas y sonrías, se te ilumine la mirada y me digas tímidamente que están hermosas. Ojalá me abraces como la última vez. Ojalá pudieras salir de ahí y decirme qué es lo que hice mal para merecer el desgarro de una vida a medias. Te veo y apuro el paso. Te miro y sonrío, un poco por si me estás  mirando y otro poco porque recuerdo el brillo de tus ojos.

El día que te quedaste a dormir acá, Luciano dijo que por fin ibas a tener una casa de cemento como siempre quisiste, que ya no te preocuparía el frío de la casilla ni sumergir tus manos en el agua helada para lavar la ropa.  Por fin ibas a estar calentita, teniendo lo  que siempre anhelaste: tu hogar de material.

Llego con los ramos y un recipiente circular simula tus manos. Lo saco y desprendo los pétalos marchitos, camino unos metros y una canilla amable deja caer un chorro de agua que acaricia los tallos. Lleno el florero. Los sollozos inundan un silencio sepulcral. Me grita algo dentro. Cuatro años haciendo el mismo camino. Nunca pasaste tanto tiempo lejos de casa, pienso. Ni si quiera un día.

Vuelvo a tu encuentro y te doy las flores. Recuerdo esa sonrisa de dientes grandes. Sonrío mientras las rosas adornan la herida abierta. El lugar vacío en mi mesa. Un dolor que nunca se va. Vivir sin vos es como no vivir, me recuerda Camilo mientras se desgarra las cuerdas vocales. Me siento en un banquito y te veo sonreír. Desprendo los auriculares y dejo que la música te llegue. El aroma a verano se me cuela por las fosas nasales. Las charlas de los pájaros inundan esta soledad acostumbrada. Porque eso sucede, nos tratamos de acostumbrar.

El mate y la pava preguntan cuándo vas a volver.

Tus golpes en mi puerta para decirme que ya está la comida; el “llevate abrigo que hace frío”; tus llamadas para saber cómo estoy; tu inmensidad esperándome cada vez que llego tarde; tus vigilias cada vez que me enfermaba; tus postres; tus recetas copiadas de la tele; tus tortas de cumpleaños; tu carcajada; tu sonrisa tímida; tu pelo finito; tus charlas al mediodía con una cervecita de por medio, tus consejos, tu amor desinteresado y tu amistad.  ¿Cómo puedo pagarte todo eso con dos ramitos de mierda? ¿Cómo se llenan los huecos que deja tu ausencia si están por todos lados?

Los sauces se mudan a mis ojos, me levanto del banquito y mis piernas sujetan este saco de huesos que quiere un abrazo tuyo.

Me acerco y acarició tu inmensidad que yace en una placa. Te recuerdo sonreír y se me dibuja una mueca. Mientras el dolor me sale por los ojos y la nariz, trato de buscar una anécdota graciosa para sopesar el camino a casa. ¿Te acordás cuándo te caíste de la bicicleta? Me río un poco. Te tiro un beso al viento y camino hasta la salida. Las cerámicas rojas me besan las suelas de las zapatillas, las galerías me acarician los hombros.

Una vez fuera, las veredas me observan un poco derrotada. Los pájaros siguen cantando, pero Camilo se ha callado. De pronto, miro mi reflejo en la vitrina de un almacén y te veo, me veo. Tus manos, tu mentón, tus dientes, tu sonrisa, tu boca. Y en ese instante recuerdo: te llevo conmigo. Sonrío de costado y sigo hasta la parada del colectivo.


martes, 6 de julio de 2021

FEBEMIR Y EL VIEJO AGUJERO

Sebastián Fontanarrosa 


Febemir con su bicicleta surcaba a toda prisa las crocantes callejas invernales y empedradas ceñidas por un cordón de árboles totalmente deshojados, contorneadas por una exasperante formación de monótonas edificaciones. Ventanas y más ventanas hasta fatigar la vista, salvo por los muros variopintos hasta el cielo, obra de los talentosos grafiteros.

Tras internarse en las extensas y pronunciadas barrancas fabriles abrió las piernas, los pedales giraban locamente allí abajo, y en tanto esquivaba camiones, clarks, empaques, y hasta operarios, libraba gritos de vertiginosa felicidad.

El entramado abruptamente desembocó en un pulmón de la ciudad, el grandioso parque Lessina Evenin donde frente a su lago le esperaba el domo temporozonal con aires arquitectónicos similares a los del planetario de Palermo. Febemir arrojó la bicicleta aparatosamente, llamando la atención de un par de policías y de un grupo de jovencitos que andaban de picnic. A paso ligero en zapatillas de loneta desgastada se introdujo en aquella estructura. Recorrió un pasillo impecable y circular colmado de puertas. A un cuarto de recorrido se detuvo y posó su dedo anular sobre el visor del marco pero no pudo meterse en la puerta número 20 señalizada en el dintel con números romanos.

Febemir se dio vuelta dando un respingo al escuchar la voz del viejo encargado deslizándose sobre su larga cabellera pelirroja.

—La técnica de cumplir con cualquier compromiso es que la cabeza vaya asimilando esta extraña realidad construyendo a diario un perfecto canal de dialogo consciente con esa especie de pena capital que todos sin excepción compartimos, y la qué intercaladamente gota a gota nos embebe: el tiempo y la muerte.

—Bonito sermón —contesto Febemir irreverente—. Llegué cinco minutos tarde. No es la muerte de nadie.

—Joven, ignaro e insolente. Su trabajo es cumplir con la función del segundo número 20 del reloj. Ocho horas diarias. Se le paga muy bien. Finalizada su jornada vendrá un relevo. Lo mismo sucede con sus cincuenta y nueve compañeros. Nadie llega tarde, esto no puede detenerse, ni retrasarse. Ahora el pueblo, gracias a usted, tiene cinco minutos menos de vida. Demasiado tiempo para seres en agonía o para esperanzados con muchas ansias. Habrá todo tipo de consecuencias por su impuntualidad, que espero no se convierta en una falta de respeto crónica. Cansancio repentino, arboles caídos o las calles con más hojas muertas de lo habitual, son algunos síntomas clásicos.

—¿Qué está pasando?

—Nadie sabe qué sucedió con el tiempo. Como tampoco nadie recuerda cómo se descubrió este método de supervivencia. Afortunadamente el extraño proceso fue dándose gradualmente, y simplemente algún iluminado lo dedujo. El tiempo solo transcurre si un conjunto de sesenta y una personas se reúne en un círculo, recrea un reloj y trabajan como una gran empresa en ello. De lo contrario no habría tiempo en un radio de sesenta kilómetros a la redonda. Cómo ocurrió en la ciudad de Yenelé Mergot donde su gente se quedó sin tiempo y murió. Ningún formato de reloj funciona, el tiempo al parecer no quiere ser medido por estos aparatos. Se dice que el tiempo mata a todos los relojes. Pruebe con un reloj de arena. Los granos no se precipitan.

—Tendrían que realizar relojes que no tengan forma de reloj.

—No se trata de la forma, muchacho, se trata del concepto de la práctica y de la dependencia. Nadie mínimamente estructurado puede vivir sin medir el paso del tiempo. Nadie le encuentra una explicación satisfactoria más que la de una caprichosa anomalía espacio-temporal. La comodidad de medir el paso del tiempo se acabó, muchacho. Ahora tenemos que producirlo con nuestra tracción a sangre si queremos vivir.

—Eso es muy injusto.

—Tal vez sí, o tal vez lo injusto sea derrochar el tiempo, y esta disfunción pase a ser un cambio aleccionador. —Febemir se rascó la nariz analizando lo escuchado—. Todo lo que haga fuera de esta empresa es posible porque otro está produciendo tiempo para usted, y usted lo harás por ese, por un hijo, un familiar, incluso por mí mañana, y así sucesivamente.

—¿Qué pasaría si yo renunciara a éste trabajo?

—Su corazón dejará de latir, muchacho.

—¿Por qué?

Febemir fingía no entender, indicio de la inminente revelación.

—A pesar de ser joven conserva la vieja mentalidad. Los tiempos cambian, uno recuerda el valor de las cosas cuando ya no las tiene. Ese caudal increíble de tiempo dispensado, libre sin otra contraprestación que la del fluir, se terminó. Yo soy el agujero, es decir dirijo y mantengo el eje de ambas agujas siempre aceitado y libre de suciedades.

Febemir experimentó un mareo, luego un intenso escalofrío que aflojó todo su cuerpo. Aún así sacó algo de sus jeans y se lo entregó al agujero. Era una fotografía.

—Es nuestra ciudad de noche. Ayer la tomé desde el monte Rois, para que integre el calendario del año venidero. Nunca imaginé que vivíamos de semejante manera. Descubrí tormentas atrapadas en ventanas fosforescentes. Sombras que congelan, quitan el aliento y atemorizan. Nuestros hogares son mucho más que condominios. No me siento muy bien…

El viejo sonrió tiernamente pidiendo la palabra.

—El excéntrico pintor y arquitecto Drodig Shubell, ebrio con vino de sangre de camaleón, inspirado en Marquet, Utrillo y De Pisis ideó está ciudad. Él trabajaba de segundo número en esta misma usina temporozonal. Toda luz representa la energía vital, los agujeros y hacedores del tiempo. Hasta ahora usted, hasta ahora yo. Toda sombra es la masa atemporal integrada por los abúlicos o por los seres con su ciclo consumado. La luz de la muerte.

Febemir se desplomó y al unísono, antes de romperse la cara contra el piso, abrió los ojos y apareció totalmente desnudo sobre una camilla, reincorporándose frente al anciano vestido de ambo y delantal verde.

—Tranquilo, solo ha sido una pesadilla. Según mi reloj su tiempo se ha terminado. Recuéstese que necesito rellenarle la boca con estos algodones. —Los ojos muertos de Febemir desesperados buscaron la mirada del viejo tanatopracta—. Está muerto, muchacho. Ayer sucedió. Salió con tu bicicleta muy apurado. Según se dijo llegaba tarde a su primer trabajo. Prefirió pasar la noche y luchar contra la resaca en lo de un amigo, al otro lado de la ciudad.

—Quiero ver a mis padres, a mi novia. ¡Quiero vivir!

El viejo negó con la cabeza pariendo una lágrima, arrastrando por reflejo a Febemir.

De pronto el viejo sonrió. Rápidamente tomó una cucharilla de la bandeja atestada de instrumentos, botellitas y demás insumos. La acercó a la cara del muchacho y extrajo aquel tesoro de lágrima con infinita delicadeza siguiendo el trazo de abajo hacia arriba sobre aquella mejilla nívea esculpida por la muerte. El viejo hizo lo mismo con su lágrima.

—Ahí está —dijo entusiasmado. Con la otra mano buscó algo en el delantal, era un antiguo y reluciente reloj de bolsillo. La tapa se abrió con un clic metálico. El viejo acercó la cucharilla y arrojó ambas lágrimas ya mezcladas dentro del oscuro aparato.

—Es un reloj que diseñé para despertar un ratito a los muertos, para no sentirme tan solo. Usted es el habitante número cuatro mil quinientos de la ciudad en la cual yo soy el agujero responsable. Ahora cierre los ojos, Febemir, descanse en paz para que tiempo y muerte, gota a gota, intercaladamente, nos embeban. 



lunes, 5 de julio de 2021

INSOMNIO COLECTIVO

 Oscar De Los Ríos


De niño, el señor K había sufrido pesadillas, para ser más exactos siete, una por cada día de la semana. Una cita impostergable con el miedo. Los demonios lo visitaban en sus sueños, torturándolo. Tuvo una infancia dura, difícil, su padre era muy estricto; a las seis de la tarde se servía la cena, a las siete todos a la cama; esto hacía sus noches más largas. Durante años buscó la manera de librarse de los demonios, hasta llegó a pasar tres noches sin dormir; fue inútil, a la cuarta el cansancio lo venció, y los demonios de las tres noches anteriores lo atormentaron juntos. Al llegar a la adolescencia comenzó a leer cuanto libro de hechicería, magia negra y mitología cayó en sus manos, se hizo un experto y llegó a la conclusión de que Epiales, y seis de sus mil hermanos, lo inducían al sueño negro. Aún sabiendo la causa, no descubrió la forma de expulsarlos. Cada noche sufría una pesadilla distinta, despertando siempre a la misma hora, antes del amanecer. En ese instante el demonio de turno lo abandonaba. Este último dato le dio la clave para deshacerse de ellos. Eran seres tenebrosos, que le temían a la llegada del sol, entonces debía sacarlos del mundo de los sueños. Se dispuso a dormir cada noche en siete habitaciones distintas. Había notado que cuanto más los resistía, más tiempo se quedaban; tal vez si lograba retenerlos hasta el alba… si el día los sorprendiera… estarían en el mundo real y los podría atrapar. Y así ocurrió. Repitió el acto siete veces y al fin pudo tener su primera noche en paz. Durmió durante siete noches y siete días seguidos y, al despertar al octavo, se sintió bien. Durante cuarenta y nueve años fue el hombre más feliz del pueblo; no volvió a tener una sola pesadilla.

Sin embargo, los demonios esperaban pacientemente su hora. Cierta noche entraron ladrones buscando algo de valor que pudieran vender. Abrieron todas las puertas, especialmente aquellas que estaban celosamente cerradas, y los demonios del señor K fueron liberados. Esa misma noche atormentaron su sueño.

Al otro día lo encontraron tal vez vivo, tal vez muerto. Nadie se atrevió a comprobarlo, nadie se acercó a su cuerpo. Era tal la mueca de espanto que contraía y deformaba su rostro, desencajando sus facciones, alterándolo de tal manera, que en él se reflejaban cada uno de los siete demonios que poblaron sus sueños. Ningún habitante del pueblo se atrevió a entrar a la habitación donde el cuerpo del señor K permaneció sin recibir ningún socorro, sin ser velado ni sepultado.

Pero… algo debían hacer con él, no podían continuar dejándolo allí. Por fin y, luego de mucho buscar, encontraron un sacerdote ciego en un pueblo vecino que, ayudado por seis personas del pueblo del señor K, ciegos estos también, colocaron el cuerpo dentro de un ataúd y lo sellaron. Sin velatorio, sin misa ni otra ceremonia religiosa lo cremaron en un descampado a las siete de la tarde.

Aún hoy, en las ventosas noches de invierno, a las siete de la tarde, se forman en el cielo extrañas figuras con el humo negro y blanco de las chimeneas. Los que conocen la historia afirman, sin dar lugar a dudas, que las extrañas figuras son los demonios del señor K en busca de una nueva víctima.

En las ventosas noches de invierno, a las siete de la tarde, en el pueblo del señor K nadie duerme.



domingo, 4 de julio de 2021

EL PESO

 Eri Echilley




La organización Mundial de la Salud declara que la segunda ola de la pandemia por coronavirus se está cobrando más vidas. Desde el Ministerio de Salud piden concientización por parte de los ciudadanos”. El murmullo del televisor inunda toda la casa. Es un placebo para mi soledad acostumbrada. Alguien habla. Hay ruido. Mientras, afuera un grupo de adolescentes pasa por la acera con una felicidad que desconozco. Abro las cortinas y observo. Ríen estrepitosamente como si no sucediera nada. Cierro las cortinas y paseo por la casa. Tu cama está tendida. Tu ropa pulcra en los cajones. Te veo sonreír desde la pared.

Me siento a la mesa y acaricio una taza. El café me mira con compasión. No prendo más que la luz de la cocina. Ya no sé si pasaron seis días o seis meses. No lo lograste y es todo lo que sé.

Me levanto rumbo al baño y paso por tu pieza. Goku me mira desde la puerta de tu ropero y tus juguetes hacen huelga desde el baúl. Tus botines se asoman por debajo de la cama. Aún conservan un poco de pasto de la última vez que fuimos a la plaza. La luz tenue se posa sobre tu escritorio, no quiero tocar nada. Y se me hace verte de refilón. Algo se me rompe en el pecho y mis ojos estallan por los aires. Me llueve la vista y la vida. De pronto, el viento generoso hace bailar el atrapasueños de la ventana. Sonrío pensando que sos vos, aferrándome a lo místico para guardar la esperanza intacta y pensar que existe algo más que está vida corpórea y efímera. Qué sos vos diciendo que todo va a estar bien.

Vuelvo a la cocina y miro la televisión como quien mira sin mirar. Los conteos suben y suben al ritmo de la incertidumbre. “¿Desde cuándo el peso de tu vida se convirtió en un decimal con escarcha dentro de una estadística?”, pienso mientras viajo de la cocina al sofá y me vuelves a sonreír, pero esta vez desde la mesita ratona. Y sin querer recuerdo que te extraño, me asaltan tus ojos entreabiertos. Un tubo insolente lastimándote los labios. Un oxigeno compartido. Los pasillos del hospital atestados de gente. Paseos eternos con la angustia desgarrándome la boca del estómago y la muerte anudada en la garganta. Días interminables de un final sin anunciar.

Me estoy durmiendo. Se me hace escuchar tu risa que viene de la cocina. Siento el tacto de tu mano pequeña en la mía, como cuando aprendiste a caminar, como cuando te ayudaba a cruzar la calle. Tu primer diente. Tu primer día en el jardín. Tu primer añito, feliz con tu bonete. Tu sonrisa Los flashbacks de una vida inalcanzable me sorprenden, al igual que el anochecer, quedándome dormida en el sillón. Me agacho hasta la mesita ratona, te doy un beso y me voy a la cama, porque en estos tiempos para encontrarnos con la gente que amamos tenemos que dormir.



sábado, 3 de julio de 2021

SOBREVIVIR NO ES LO MISMO QUE ESTAR VIVO

 Claudia Isabel Lonfat


Si hay algo que tenemos en común, es la manera de encontrarnos cara a cara con la muerte. De negarla, abuchearla, hasta escaparle. Te enfrentaste a un cáncer, una pancreatitis, tres ACV, y al final viejito, te mató la tristeza cuando gobernaba el turco.

Recuerdo ese invierno del ´76. Mamá lloraba en la cocina. Eran más de las diez de la noche y no llegabas. No existía persona más puntual que vos, algo que heredé y padezco. El tren llegaba nueve y cincuenta a la estación, y tardabas diez minutos en llegar a la puerta de casa. Ese invierno cambió tu rutina.

Cuando mamá te preguntó, hablaste de un desperfecto del tren, que los colectivos salían repletos de la terminal con los obreros de las fábricas.

Fui a mi dormitorio, salté por la ventana al patio interno y me quedé escuchando detrás de la puerta de la cocina. Le contaste la verdad. Cuando salías junto a dos compañeros que suelen viajar con vos, unos tipos los cruzaron con un auto en la esquina de la imprenta. Tus compañeros intentaron correr, pero vos te quedaste quieto. Los agarraron y les vaciaron los morrales; todo ocurrió muy rápido. Sacaron sus papeles, agendas con números de teléfono, y hasta una navaja. Uno de ellos alcanzó a meter la mano en el bolsillo del pantalón y sacó algo que se llevó a la boca. El tipo que estaba más cerca, lanzó una puteada y le dio un culatazo, luego los metieron en el auto. El otro tipo se te arrimó. Vos llevabas la carterita bajo el brazo. La abrieron. Solo tenías la cédula, un paquete de cigarrillos Particulares sin filtro, el boleto, un pañuelo, el encendedor a bencina Ronson que te regalé para tu cumpleaños; el mismo que había encontrado en la plaza, y tenía grabado una “R”. Te reíste mucho.

Te dieron dos cachetadas, te preguntaron si eras Montonero como ellos. Les dijiste que solo trabajabas en la misma fábrica, nada más. Como decía mi abuela, cuando ocurría algo que ella consideraba un milagro, esa noche “pasó un ángel”. Los tipos se fueron, y te dejaron ahí, perplejo. Le contaste a mamá que el hijo del dueño de la fábrica había desaparecido unas semanas antes, y nadie sabía nada.


Empecé a militar un poco sin rumbo político, pero entendiendo que los milicos no volverían más; corría el ’83. Meses después de la Guerra de Malvinas, muchos se empezaron a enterar que vivíamos un verdadero terrorismo de estado.

Con Chupete y Camila hacíamos pintadas, cuando aparecieron dos policías. No corrimos. Sabíamos muy bien que tenían los vicios adquiridos años anteriores con los milicos, y que iban a disparar para después inculparnos de algún delito.

Tácitamente, sin arreglo previo, nos quedamos en el lugar, decididos a enfrentar la situación, y que sea lo que el destino mande.

Cuando los miré a los ojos, uno de ellos me recordó al acosador que encontraba cada domingo en el último colectivo que salía de la línea 181, desde la plaza de Ramos Mejía; si lo perdías, tenías que esperar tres horas, por eso tratábamos de llegar bastante antes. Ahora, viejo, me tocaba a mí verle la cara al diablo, y algo aprendí; el muy hijo de puta se nos presentaba de uniforme, disfraz casual de obrero o chico de barrio, como esa vez en el colectivo, cuando iba al colegio y yo era inocente de todo. Ahí estaba sentado, siempre en el mismo lugar, último asiento de dos del lado del pasillo. Yo me acomodaba en el medio con mi amiga, también del lado del pasillo.

La primera vez, se levantó, se ubicó detrás de mí y me dijo al oído: “¿Qué hace una pendeja a esta hora en la calle?”.

No fue una pregunta, sino una especie de acusación, y solo iba dirigida a mí, como si mi amiga no existiera. Ese fue el primero de tantos otros encuentros similares y en el mismo escenario.

Cuatro años después, ya siendo mayor, me encontraba con una lata de pintura, pinceles, algún esténcil, y dos policías mirándonos serios. Me reconoció, viejo.

La situación era clara. Nadie iba a creer que estábamos ahí para pintar un mural artístico. Nos patearon las latas. Miraron los esténciles que tenían una R y una A. empezaron a hacer bromas entre ellos, a reírse de nosotros por ser militantes, usando sus códigos de cobani y tratándonos de zurdos.

Él, cada tanto me miraba a los ojos, con la misma mirada lasciva que le conocí hace unos años, en el colectivo 181.

—Sos muy linda y muy pendeja —me dijo una vez—. Deberías estar en tu casa, durmiendo, como las chicas decentes.

—Las chicas decentes también nos divertimos —contesté.

—Vamos progresando, el domingo pasado me mandaste al carajo.

—¿Por qué me molestás?

—En mi tiempo libre ayudo a los adolescentes torcidos, a la vieja usanza, no como ahora, que los padres hablan y permiten…

—Pero yo no soy una adolescente descarriada —interrumpí enojada—. Yo estudio, hago deportes, ayudo en mi casa.

—¿Y qué hacés en los boliches? —Me dejó perpleja—. ¿Acaso no chapás con esos pendejos calenturientos que quieren debutar con vos? —dijo riéndose, mientras yo me ruborizaba.

Viejo, yo tenía dieciséis años, era menor, pero salía con tu permiso. ¿Te acordás el día que se apareció por casa? Era él. Yo nunca le había dado nuestra dirección, y mucho menos lo había invitado. Vos me miraste como buscando una respuesta, y yo te dije que era el primo de una amiga. Le tenía miedo, para qué negarlo, pero mucho más miedo le tenía a tu reacción si te enterabas de la verdad.

—Las vueltas de la vida —dijo cuatro años después, mientras la pintura que había volcado, me arruinaba las zapatillas All Star rojas.

—La vida te golpeó bastante —le dije mientras observaba sus incipientes canas y calvicie pronunciada.

Le dolió. Lo vi en su mirada.

—Fui malherido en un enfrentamiento —contraatacó—. Y vos ¿te seguís revolcando en los reservados de Juan de los Palotes?

—Nosotros no buscamos esta guerra…

Me agarró del brazo y apretó fuerte. Lo hizo para no descargar su ira y su odio. No dije nada. Chupete y Camila estaban soportando las preguntas de su compañero. No quería que las cosas se complicaran más. Le sostuve la mirada todo el tiempo, a pesar del miedo.    
—Andate pendeja, váyanse todos —dijo, y me soltó—. Me debés la vida otra vez.

Vos viejo, te fuiste de este mundo mal hecho, hace muchos años. Dios, el Big Bang, los extraterrestres, o lo que sea, se volvieron a equivocar.

Se llamaba Néstor; un día vi su foto en los diarios. Alguien le había vaciado el cargador completo en la cabeza. Y yo sigo acá, no sé muy bien por qué o para qué.

En las noticias del día leí que un animal resucitó, después de haber estado congelado durante veinticuatro mil años en las tierras heladas de Siberia. Los científicos no pueden explicarse como ese organismo multicelular pudo sobrevivir congelado tanto tiempo.
Dios se ríe de nosotros viejo. Un virus nos hace jugar a la ruleta rusa, y un organismo despierta de una noche que duró veinticuatro mil años.



viernes, 2 de julio de 2021

POR EL CAMINO VERDE

 Alex Padrón

Cantaba ella en voz queda:

Hoy he vuelto a pasar / por aquel camino verde que por el valle se pierde / Con mi triste soledad / Hoy he vuelto a rezar / a la puerta de la ermita / y pedí a tu virgencita / Que yo te vuelva a encontrar…

Vi por el retrovisor como hacía caracolas con sus dedos. Lloraba y de repente no pude ver nada más.

Privado de la vista por un velo rojo y con la carretera cubierta de escarcha por la tormenta de la noche anterior, no pude adivinar la curva que se me echaba encima y el coche derrapó fuera de la vía. Lo adiviné por el golpazo contra el costado, al tiempo que un chirrido de dos metales rechinando anunciaba que habíamos roto la valla de contención. Luego vino la sensación de que el techo se convertía en suelo y de reversa, mientras mi cuerpo colgaba como un yoyo infantil sujeto al cinturón de seguridad.

En algún punto perdí el sentido, no puedo precisar por cuánto tiempo. Cuando lo recuperé, lo primero que traté de ver fue mis manos, sin recordar que momentos antes estaba ciego. Despegar los párpados fue todo un acto de valentía en ese punto, así que suspiré de alegría al ver mis palmas llenas de cristales y sangre.

Al menos, ya podía ver.

La puerta del chofer se había desprendido: por el agujero entraba una neblina fría y amorfa que ya casi llenaba el interior del coche. Había olor a gasolina mezclada con aceite, pero ningún resplandor rojizo anunciaba el peligro inminente de volar por los aires en la madeja retorcida que era ahora mi Renault.

Entre dientes, maldije la hora en que había montado aquella chica extraña en medio de la carretera. Luego grité una palabrota: mudo no estaba, pero una esquirla de acero me había atravesado el muslo.

Con mucho trabajo logré soltar la cincha del cinturón y me arrastré por el hueco de la portezuela ausente. Afuera me esperaba la niebla, densa y helada, sumida en un silencio apenas roto por el chirriar de alguna pieza del coche que aún se balanceaba por el impacto.

Estos momentos tan duros son aquellos en que me alegro de no haberle hecho caso a María, firme en su cantinela para que dejase de fumar. Mi fiel Zippo se encendió a la primera, y en cuanto saltó la chispa me recriminé por gilipollas. Por fortuna, no estaba ni rodeado ni empapado de combustible luego del accidente, porque hubiese ardido como muñeco de paja en pleno festival.

—¿Chica?

Pregunté con timidez, sin demasiadas esperanzas de escuchar una respuesta. Ella había insistido en sentarse en el asiento trasero y no llevaba cinturón de seguridad. Luego de tamaña voltereta, bien pudiera haberse roto el cuello o haber salido despedida del coche.

Muy a desgano levanté el encendedor para mirar dentro, mientras el muslo se dedicaba a darme cien dentelladas de dolor en mis intentos de erguirme apoyado en la carrocería. En el asiento trasero no había nadie, pero era una noticia mejor que toparme con un cadáver destrozado.

Traté en vano de orientarme con la pobre luz que apenas rompía la continuidad lechosa de la bruma. Lejos y arriba oí el pasar de un camión por la carretera, y creí distinguir el resplandor plateado de sus focos… pero nada más. Me senté en el capó para darle un descanso a mi pierna herida y retiré como pude los cristales de las manos usando solo el tacto, mientras reservaba la Zippo para una mejor ocasión.

A mi alrededor solo había un silencio denso, matizado por algún crujido del encinar en que me hallaba o creía hallarme. La caída del Renault había sido detenida de golpe por dos troncos fibrosos, que ahora rezumaban resina de las heridas en la corteza: conociendo algo sobre la zona, estas dos esbeltas encinas no debían estar solas, aunque no pudiese ver a sus hermanas.

Grité dos veces a pleno pulmón, una para ver si la chica me respondía y otra para pedir socorro. Ambas, en vano. Sopesando mis pocas opciones, mi mejor baza era esperar a la llegada del sol junto al pecio de mi coche y rogar que no me desangrase por la herida en el muslo o no entrara en hipotermia, por la conjunción del frío y la pérdida de sangre.

Una hora transcurrió, dos acaso. Arrebujado en mi chaqueta, luego de improvisar un torniquete por encima de la herida del muslo, apenas sentía el paso del tiempo hasta que un chirrido de patinazos en lo alto llamó mi atención. Luego, un golpe sordo de metales chocando y un estallido de llamas disipó la niebla, en tanto una gran bola de fuego pasaba a escasos metros de mi coche siniestrado. Un sedán de marca imposible de determinar terminó estrellándose contra un grupo de árboles un poco más abajo, iluminando un área amplia ante mis atónitos ojos.

Todo lo que alcanzo a ver son los restos retorcidos de decenas de coches.

Ahora estoy convencido que nunca saldré de este valle. Ni siquiera estoy seguro si estoy vivo o muerto, mientras contemplo cómo de la parte trasera del sedán en llamas desciende aquella misma muchacha que recogí horas atrás en la carretera. Su vestido ignora las llamaradas que lo lamen, mientras ella canta con voz muy queda, pero que extrañamente resuena clara en mi cabeza.

Hoy he vuelto a grabar nuestros nombres en la encina / he subido la colina y allí me he puesto a llorar…

Ella avanza en pos de la carretera allá arriba, pasando cerca pero sin reparar en mi presencia. Cuando se pierde en la niebla que reclama otra vez los rincones del encinar, el sedán lanza el último estertor de gasolina e ilumina vívidamente el tronco del árbol donde yace mi auto. La savia resplandece ámbar, y sus hilos han tejido mis iniciales.

Mientras, la voz de la chica se va apagando en la distancia:

… por el camino verde / camino verde / que va a la ermita/ desde que tú te fuiste / lloran de pena / las margaritas…



jueves, 1 de julio de 2021

ENTRE CALCÁREAS ANATOMÍAS AGARROTADAS

 Jorge Zarco Rodríguez


La funeraria está silenciosa y fría. Los horarios nocturnos huelen a formol y apestan a ginebra y whisky barato para combatir el sopor de las horas muertas. Aquí se apila a los difuntos, los palmados y a todos aquellos que estiraron la pata, en contra de sus intereses a corto plazo, o de sus anhelos e ilusiones. Obligados a la fuerza por el azar o con la impresión resentida de haber sido estafados, antes de encomendarse a dudosos paraísos y presuntas deidades salvadoras que no les habían quitado el amargo sabor a decepción por una existencia llena de sueños incumplidos.

Hoy son pocos los fiambres en la nevera, a pesar de que ya están limpios y dispuestos para ser expuestos al dolor de sus parientes cercanos. A corto plazo, todas las carcasas huelen igual una vez que se limpian. El hedor a formol no se quita fácilmente del ambiente y tampoco de la conciencia. Y pasado poco tiempo, el propio cadáver iniciará el proceso de la descomposición, primero con el cambio de color de la piel y la acumulación de gases intestinales, que escaparán del cuerpo una vez que aparezcan las primeras heridas, tras la inevitable putrefacción que tarde o temprano alcanza a todas las carcasas. Bellas u horrendas, grandes o pequeñas, maltratadas o respetadas por el destino. Pues ninguna se librará de la descomposición, a no ser que elementos externos lo impidan, como la momificación.

Pero la mayoría de veces hay un parásito, o quizá una mosca u otro insecto, que dejará sus larvas en el fiambre, y en el plazo de unos pocos días el sujeto, por mucho amor que dejase a su paso, empezará a apestar con una horda de gusanos de regalo que empezarán a devorar sus entrañas desde dentro. Y uno de los primeros órganos en caer es el encéfalo o cerebro. De ahí que no crea en zombis ni resucitados de otra calaña. Y bajo un sol abrasador, el cuerpo puede quedar reducido a los huesos en unas dos semanas más o menos, pero el frío es más piadoso y el proceso tiende a ralentizarse. Todo el mundo lo sabe.

Ya de entrada, mi madre a pesar de su devoción cristiana, era alérgica a la idea de la resurrección de los muertos, incluso bajo mandamiento divino. A no ser que se tratase del mismo Lázaro. Yo, por mi parte, siempre he tenido una relación ambivalente con la fe, a pesar de no dejar nunca de practicarla. Pero siempre está ese sentimiento de temor, ante la posibilidad de atravesar las puertas de la muerte y encontrarte súbitamente con algo que no te esperabas. De ahí que siempre haya huido de los dogmas absolutos como de un apestado, pues la posibilidad de acabar decepcionándote ante el umbral del más allá y darte de morros con una sorpresa inoportuna, será probablemente mayor.

Hoy hubo tres velatorios sobre el cuerpo presente del difunto. Un anciano con cerca de nueve décadas a sus espaldas, cuyo cuerpo dijo basta, como un mecanismo de cuerda oxidado por dentro. Una mujer de sesenta años a la que una triste casualidad provocada por el azar, puso un camión en su camino. Y una adolescente de solo diecisiete otoños. Qué tuvo la tragedia de enrollarse con el tipo equivocado, el cual la estranguló en un ataque de ira cuando ella pretendía dejarle, harta de sus manías y pequeñas crueldades, entre incontables excesos, abusos y humillaciones diarias. El niñato acababa de ser degollado por los hermanos de la muchacha y no tardará en venir aquí. Pocos lamentarán su muerte. Quizá su madre u otros familiares aparte.

Sonia era solo una cría de diecisiete años. Demasiado pronto como se dice. Los dos primeros cuerpos exigieron entierro y santa sepultura. El tercero y el más hermoso del conjunto con diferencia, incineración. No cariño, no te comerán los gusanos. No sufrirás ese calvario. Mejor un bonito puñado de cenizas arrojadas al viento o al mar, que una carcasa que se pudre lentamente. Anoche, preparando los cadáveres, limpié personalmente a Sonia. Era tan joven y bonita, que no evité estremecerme ante un pensamiento pasajero.

 En mi trabajo siempre circularon leyendas urbanas sobre depravados adictos a la carne muerta, que aprovechando la soledad de los horarios nocturnos, y envalentonados por sustancias etílicas, se desfogaban sobre los cadáveres (sobre todo los femeninos). Con la típica falta de entrañas de quien no tiene nada que responder ante nadie, y que aprovechando la soledad de las morgues, da rienda suelta a sus secretas depravaciones. Primero no has de tener estómago, y segundo quizá has de carecer de conciencia. Chistes aparte, de los que casi todo el mundo cuenta durante una borrachera para hacerse el “sobrao”. Pero el asunto, pensado fríamente, no tiene ni puta gracia.

Quizá existe una versión más respetable y educada. Como la de aquellos viejos babosos japoneses, qué llegan al extremo de casarse con una muñeca de placer con piel de silicona tras descartar a su esposa real. Suelen ser abuelos o pringados solitarios, sin miedo a hacer el ridículo en un sitio público, y a sufrir una evidente soledad, falsamente acompañada, En la que en realidad ya están sumidos. Porque esas mujeres de goma y silicona perfumada nunca se quejan, ni lloran cuando les pegan e insultan, y siempre sonríen. Como un autómata que solo existe y se mueve en la imaginación del sujeto que se acuesta a su lado. Apestando él solo como un cadáver, incluso antes de la muerte.

Las compañeras de Sonia lloran, mientras entrego sus cenizas metidas en una urna para difuntos. Han pedido de paso una canción por todo lo alto, una de esas irritantes y empalagosas baladas pop a las que nunca he sido aficionado y que nunca me molestaría en escuchar, salvo que esta vez la situación lo requería. El jefe se me acerca:

—¿Has visto a Isma?, ni qué se lo hubiese tragado la tierra. —Niego con la cabeza. No, no he visto a Isma. Solo le rompí la nuca de un martillazo, tras volver del servicio después de asear el cuerpo de Sonia y descubrir a mi colega de trabajo, practicar sin pudor alguno cierta depravación sobre la indefensa carcasa de la muchacha. Dejó de forzar a Sonia al sentir crujir su espinazo como una nuez triturada por efecto de mi golpe, y su cuerpo cayó a plomo al suelo a peso muerto. Como un cadáver en apariencia. Ya nada me sorprende. Arrojé su anatomía al crematorio y un chillido estalló en mis oídos, como el gruñir de un cerdo qué se fríe en su propia grasa. El que matara su cuerpo no significa que lo hubiese ejecutado completamente. Pero qué importa a estas alturas. Mamá me inculcó valores y con ciertas cosas no se juega, entre ellas la muerte.

Limpié a Sonia lo mejor que pude de los restos de ese puerco pestilente, y vi una expresión en su rostro; algo insólito qué transcendía su condición de simple carcasa y que superaba más allá de la simple quietud de un cadáver. Es como si un alma encerrada todavía en aquel cuerpo muerto chillase:

—¡Cualquier cosa, menos esto!...