Sebastián Fontanarrosa
Febemir
con su bicicleta surcaba a toda prisa las crocantes callejas invernales y empedradas
ceñidas por un cordón de árboles totalmente deshojados, contorneadas por una
exasperante formación de monótonas edificaciones. Ventanas y más ventanas hasta
fatigar la vista, salvo por los muros variopintos hasta el cielo, obra de los talentosos
grafiteros.
Tras
internarse en las extensas y pronunciadas barrancas fabriles abrió las piernas,
los pedales giraban locamente allí abajo, y en tanto esquivaba camiones, clarks, empaques, y hasta operarios,
libraba gritos de vertiginosa felicidad.
El
entramado abruptamente desembocó en un pulmón de la ciudad, el grandioso parque
Lessina Evenin donde frente a su lago le esperaba el domo temporozonal con
aires arquitectónicos similares a los del planetario de Palermo. Febemir arrojó
la bicicleta aparatosamente, llamando la atención de un par de policías y de un
grupo de jovencitos que andaban de picnic. A paso ligero en zapatillas de
loneta desgastada se introdujo en aquella estructura. Recorrió un pasillo impecable
y circular colmado de puertas. A un cuarto de recorrido se detuvo y posó su dedo
anular sobre el visor del marco pero no pudo meterse en la puerta número 20
señalizada en el dintel con números romanos.
Febemir
se dio vuelta dando un respingo al escuchar la voz del viejo encargado deslizándose
sobre su larga cabellera pelirroja.
—La
técnica de cumplir con cualquier compromiso es que la cabeza vaya asimilando esta
extraña realidad construyendo a diario un perfecto canal de dialogo consciente
con esa especie de pena capital que todos sin excepción compartimos, y la qué
intercaladamente gota a gota nos embebe: el tiempo y la muerte.
—Bonito sermón —contesto Febemir
irreverente—. Llegué cinco minutos tarde. No es la muerte de nadie.
—Joven, ignaro e insolente. Su
trabajo es cumplir con la función del segundo número 20 del reloj. Ocho
horas diarias. Se le paga muy bien. Finalizada su jornada vendrá un relevo. Lo
mismo sucede con sus cincuenta y nueve compañeros. Nadie llega tarde, esto no
puede detenerse, ni retrasarse. Ahora el pueblo, gracias a usted, tiene cinco
minutos menos de vida. Demasiado tiempo para seres en agonía o para
esperanzados con muchas ansias. Habrá todo tipo de consecuencias por su
impuntualidad, que espero no se convierta en una falta de respeto crónica.
Cansancio repentino, arboles caídos o las calles con más hojas muertas de lo habitual,
son algunos síntomas clásicos.
—¿Qué está pasando?
—Nadie
sabe qué sucedió con el tiempo. Como tampoco nadie recuerda cómo se descubrió
este método de supervivencia. Afortunadamente el extraño proceso fue dándose
gradualmente, y simplemente algún iluminado lo dedujo. El tiempo solo
transcurre si un conjunto de sesenta y una personas se reúne en un círculo,
recrea un reloj y trabajan como una gran empresa en ello. De lo contrario no
habría tiempo en un radio de sesenta kilómetros a la redonda. Cómo ocurrió en la
ciudad de Yenelé Mergot donde su gente se quedó sin tiempo y murió. Ningún
formato de reloj funciona, el tiempo al parecer no quiere ser medido por estos aparatos.
Se dice que el tiempo mata a todos los relojes.
Pruebe con un reloj de arena. Los granos no se precipitan.
—Tendrían
que realizar relojes que no tengan forma de reloj.
—No
se trata de la forma, muchacho, se trata del concepto de la práctica y de la dependencia.
Nadie mínimamente estructurado puede vivir sin medir el paso del tiempo. Nadie
le encuentra una explicación satisfactoria más que la de una caprichosa
anomalía espacio-temporal. La comodidad de medir el
paso del tiempo se acabó, muchacho. Ahora tenemos que producirlo con nuestra
tracción a sangre si queremos vivir.
—Eso
es muy injusto.
—Tal
vez sí, o tal vez lo injusto sea derrochar el tiempo, y esta disfunción pase a
ser un cambio aleccionador. —Febemir se rascó la nariz analizando lo escuchado—.
Todo lo que haga fuera de esta empresa es posible porque otro está produciendo
tiempo para usted, y usted lo harás por ese, por un hijo, un familiar, incluso
por mí mañana, y así sucesivamente.
—¿Qué pasaría si yo renunciara a éste trabajo?
—Su
corazón dejará de latir, muchacho.
—¿Por qué?
Febemir fingía no entender, indicio
de la inminente revelación.
—A pesar de ser joven conserva la vieja
mentalidad. Los tiempos cambian, uno recuerda el valor de las cosas cuando ya
no las tiene. Ese caudal increíble de tiempo dispensado, libre sin otra
contraprestación que la del fluir, se terminó. Yo soy el agujero, es decir dirijo y
mantengo el eje de ambas agujas siempre aceitado y libre de suciedades.
Febemir
experimentó un mareo, luego un intenso escalofrío que aflojó todo su cuerpo. Aún
así sacó algo de sus jeans y se lo entregó al agujero. Era una fotografía.
—Es nuestra ciudad de noche. Ayer la
tomé desde el monte Rois, para que integre el calendario del año venidero.
Nunca imaginé que vivíamos de semejante manera. Descubrí tormentas atrapadas en
ventanas fosforescentes. Sombras que congelan, quitan el aliento y atemorizan. Nuestros
hogares son mucho más que condominios. No me siento muy bien…
El
viejo sonrió tiernamente pidiendo la palabra.
—El excéntrico pintor y arquitecto
Drodig Shubell, ebrio con vino de sangre de camaleón, inspirado en Marquet,
Utrillo y De Pisis ideó está ciudad. Él trabajaba de segundo número en esta
misma usina temporozonal. Toda luz representa la energía vital, los agujeros y hacedores del tiempo.
Hasta ahora usted, hasta ahora yo. Toda sombra es la masa atemporal integrada
por los abúlicos o por los seres con su ciclo consumado. La luz de la muerte.
Febemir
se desplomó y al unísono, antes de romperse la cara contra el piso, abrió los
ojos y apareció totalmente desnudo sobre una camilla, reincorporándose frente
al anciano vestido de ambo y delantal verde.
—Tranquilo,
solo ha sido una pesadilla. Según mi reloj su tiempo se ha terminado. Recuéstese
que necesito rellenarle la boca con estos algodones. —Los ojos muertos de
Febemir desesperados buscaron la mirada del viejo tanatopracta—. Está muerto, muchacho. Ayer sucedió. Salió con tu
bicicleta muy apurado. Según se dijo llegaba tarde a su primer trabajo. Prefirió
pasar la noche y luchar contra la resaca en lo de un amigo, al otro lado de la
ciudad.
—Quiero
ver a mis padres, a mi novia. ¡Quiero vivir!
El
viejo negó con la cabeza pariendo una lágrima, arrastrando por reflejo a Febemir.
De
pronto el viejo sonrió. Rápidamente tomó una cucharilla de la bandeja atestada
de instrumentos, botellitas y demás insumos. La acercó a la cara del muchacho y
extrajo aquel tesoro de lágrima con infinita delicadeza siguiendo el trazo de
abajo hacia arriba sobre aquella mejilla nívea esculpida por la muerte. El
viejo hizo lo mismo con su lágrima.
—Ahí
está —dijo entusiasmado. Con la otra mano buscó algo en el delantal, era un
antiguo y reluciente reloj de bolsillo. La tapa se abrió con un clic metálico. El
viejo acercó la cucharilla y arrojó ambas lágrimas ya mezcladas dentro del
oscuro aparato.
—Es
un reloj que diseñé para despertar un ratito a los muertos, para no sentirme
tan solo. Usted es el habitante número cuatro mil quinientos de la ciudad en la
cual yo soy el agujero responsable.
Ahora cierre los ojos, Febemir, descanse en paz para que tiempo y muerte, gota
a gota, intercaladamente, nos embeban.
Excelente trabajo Sebastián!
ResponderEliminarSebastián, fue uno de mis preferidos ;)
ResponderEliminarBuen trabajo
Muchísimas gracias, Deby, Claudia,compañeras. Es un estímulo muy importante para mí. Y estaría genial que escribamos algo los tres juntos.
ResponderEliminarDale! Cómo en los viejos tiempos ;)
EliminarMe gusta la idea. Conta conmigo, empezamos cuando Claudia de el Ok.
ResponderEliminarOk!!!
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