sábado, 3 de julio de 2021

SOBREVIVIR NO ES LO MISMO QUE ESTAR VIVO

 Claudia Isabel Lonfat


Si hay algo que tenemos en común, es la manera de encontrarnos cara a cara con la muerte. De negarla, abuchearla, hasta escaparle. Te enfrentaste a un cáncer, una pancreatitis, tres ACV, y al final viejito, te mató la tristeza cuando gobernaba el turco.

Recuerdo ese invierno del ´76. Mamá lloraba en la cocina. Eran más de las diez de la noche y no llegabas. No existía persona más puntual que vos, algo que heredé y padezco. El tren llegaba nueve y cincuenta a la estación, y tardabas diez minutos en llegar a la puerta de casa. Ese invierno cambió tu rutina.

Cuando mamá te preguntó, hablaste de un desperfecto del tren, que los colectivos salían repletos de la terminal con los obreros de las fábricas.

Fui a mi dormitorio, salté por la ventana al patio interno y me quedé escuchando detrás de la puerta de la cocina. Le contaste la verdad. Cuando salías junto a dos compañeros que suelen viajar con vos, unos tipos los cruzaron con un auto en la esquina de la imprenta. Tus compañeros intentaron correr, pero vos te quedaste quieto. Los agarraron y les vaciaron los morrales; todo ocurrió muy rápido. Sacaron sus papeles, agendas con números de teléfono, y hasta una navaja. Uno de ellos alcanzó a meter la mano en el bolsillo del pantalón y sacó algo que se llevó a la boca. El tipo que estaba más cerca, lanzó una puteada y le dio un culatazo, luego los metieron en el auto. El otro tipo se te arrimó. Vos llevabas la carterita bajo el brazo. La abrieron. Solo tenías la cédula, un paquete de cigarrillos Particulares sin filtro, el boleto, un pañuelo, el encendedor a bencina Ronson que te regalé para tu cumpleaños; el mismo que había encontrado en la plaza, y tenía grabado una “R”. Te reíste mucho.

Te dieron dos cachetadas, te preguntaron si eras Montonero como ellos. Les dijiste que solo trabajabas en la misma fábrica, nada más. Como decía mi abuela, cuando ocurría algo que ella consideraba un milagro, esa noche “pasó un ángel”. Los tipos se fueron, y te dejaron ahí, perplejo. Le contaste a mamá que el hijo del dueño de la fábrica había desaparecido unas semanas antes, y nadie sabía nada.


Empecé a militar un poco sin rumbo político, pero entendiendo que los milicos no volverían más; corría el ’83. Meses después de la Guerra de Malvinas, muchos se empezaron a enterar que vivíamos un verdadero terrorismo de estado.

Con Chupete y Camila hacíamos pintadas, cuando aparecieron dos policías. No corrimos. Sabíamos muy bien que tenían los vicios adquiridos años anteriores con los milicos, y que iban a disparar para después inculparnos de algún delito.

Tácitamente, sin arreglo previo, nos quedamos en el lugar, decididos a enfrentar la situación, y que sea lo que el destino mande.

Cuando los miré a los ojos, uno de ellos me recordó al acosador que encontraba cada domingo en el último colectivo que salía de la línea 181, desde la plaza de Ramos Mejía; si lo perdías, tenías que esperar tres horas, por eso tratábamos de llegar bastante antes. Ahora, viejo, me tocaba a mí verle la cara al diablo, y algo aprendí; el muy hijo de puta se nos presentaba de uniforme, disfraz casual de obrero o chico de barrio, como esa vez en el colectivo, cuando iba al colegio y yo era inocente de todo. Ahí estaba sentado, siempre en el mismo lugar, último asiento de dos del lado del pasillo. Yo me acomodaba en el medio con mi amiga, también del lado del pasillo.

La primera vez, se levantó, se ubicó detrás de mí y me dijo al oído: “¿Qué hace una pendeja a esta hora en la calle?”.

No fue una pregunta, sino una especie de acusación, y solo iba dirigida a mí, como si mi amiga no existiera. Ese fue el primero de tantos otros encuentros similares y en el mismo escenario.

Cuatro años después, ya siendo mayor, me encontraba con una lata de pintura, pinceles, algún esténcil, y dos policías mirándonos serios. Me reconoció, viejo.

La situación era clara. Nadie iba a creer que estábamos ahí para pintar un mural artístico. Nos patearon las latas. Miraron los esténciles que tenían una R y una A. empezaron a hacer bromas entre ellos, a reírse de nosotros por ser militantes, usando sus códigos de cobani y tratándonos de zurdos.

Él, cada tanto me miraba a los ojos, con la misma mirada lasciva que le conocí hace unos años, en el colectivo 181.

—Sos muy linda y muy pendeja —me dijo una vez—. Deberías estar en tu casa, durmiendo, como las chicas decentes.

—Las chicas decentes también nos divertimos —contesté.

—Vamos progresando, el domingo pasado me mandaste al carajo.

—¿Por qué me molestás?

—En mi tiempo libre ayudo a los adolescentes torcidos, a la vieja usanza, no como ahora, que los padres hablan y permiten…

—Pero yo no soy una adolescente descarriada —interrumpí enojada—. Yo estudio, hago deportes, ayudo en mi casa.

—¿Y qué hacés en los boliches? —Me dejó perpleja—. ¿Acaso no chapás con esos pendejos calenturientos que quieren debutar con vos? —dijo riéndose, mientras yo me ruborizaba.

Viejo, yo tenía dieciséis años, era menor, pero salía con tu permiso. ¿Te acordás el día que se apareció por casa? Era él. Yo nunca le había dado nuestra dirección, y mucho menos lo había invitado. Vos me miraste como buscando una respuesta, y yo te dije que era el primo de una amiga. Le tenía miedo, para qué negarlo, pero mucho más miedo le tenía a tu reacción si te enterabas de la verdad.

—Las vueltas de la vida —dijo cuatro años después, mientras la pintura que había volcado, me arruinaba las zapatillas All Star rojas.

—La vida te golpeó bastante —le dije mientras observaba sus incipientes canas y calvicie pronunciada.

Le dolió. Lo vi en su mirada.

—Fui malherido en un enfrentamiento —contraatacó—. Y vos ¿te seguís revolcando en los reservados de Juan de los Palotes?

—Nosotros no buscamos esta guerra…

Me agarró del brazo y apretó fuerte. Lo hizo para no descargar su ira y su odio. No dije nada. Chupete y Camila estaban soportando las preguntas de su compañero. No quería que las cosas se complicaran más. Le sostuve la mirada todo el tiempo, a pesar del miedo.    
—Andate pendeja, váyanse todos —dijo, y me soltó—. Me debés la vida otra vez.

Vos viejo, te fuiste de este mundo mal hecho, hace muchos años. Dios, el Big Bang, los extraterrestres, o lo que sea, se volvieron a equivocar.

Se llamaba Néstor; un día vi su foto en los diarios. Alguien le había vaciado el cargador completo en la cabeza. Y yo sigo acá, no sé muy bien por qué o para qué.

En las noticias del día leí que un animal resucitó, después de haber estado congelado durante veinticuatro mil años en las tierras heladas de Siberia. Los científicos no pueden explicarse como ese organismo multicelular pudo sobrevivir congelado tanto tiempo.
Dios se ríe de nosotros viejo. Un virus nos hace jugar a la ruleta rusa, y un organismo despierta de una noche que duró veinticuatro mil años.



2 comentarios:

  1. Un texto interesante que llama a una reflexión profunda sobre la vida y la muerte. Una historia contada desde una perspectiva distinta quizás personal. Muy lograda Claudia! Me gusta.

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    1. Gracias Deby, siempre hay un poco de la experiencia personal, ;)

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