José Luis Velarde
Las horas inmediatas habían
transcurrido entre el colapso de su esposa acaecido el viernes al anochecer,
análisis clínicos, ir y venir por los pasillos resplandecientes del hospital
sin que ella despertara del infarto que terminó por llevarlos a una agencia
funeraria. El domingo por la mañana firmó las autorizaciones para la cremación
del cadáver. No había dormido. En algún momento quiso informar del deceso a las
personas cercanas, pero desistió al repasar los nombres y convencerse de que
nunca habían gozado de un círculo de amistades consistente. Ambos eran
huérfanos y carecían de familiares. Pensó que era preferible conservarla en la
memoria y en el anonimato social mientras conducía sin rumbo. Se descubrió en
una ciudad distante quinientos kilómetros. No detuvo la marcha de regreso hasta
arribar a su hogar ya iniciado el lunes.
Insomne miró el reloj
a las seis de la mañana.
Dijo
"buenos días" al abordar el tercer día sin su mujer. Fue y vino por
la casa tras bañarse y beber un vaso de agua por desayuno. Treinta años de
convivencia serían resguardados por un contenedor de plata y próxima adjudicación
junto con las cenizas. El hombre no vaciló al referir las propiedades impermeables
del recipiente y las siluetas de los ángeles y flores tallados con finura. En
ese momento advirtió la continuidad de los diálogos como si ella siguiera
acompañándolo. Los días anteriores no habían disminuido el flujo de las ideas expuestas
en voz alta, en silencio y mediante gestos que sólo ellos entendían.
Al llegar al
trabajo alguien le preguntó por su pareja y apenas pudo balbucear que estaba
bien. No dijo más, pues tres oficinistas brotaron del elevador con saludos y
alguna indirecta relacionada con el mal aspecto del ahora viudo en secreto. Respondió
sin sonreír al entrar en su cubículo destinado a un burócrata de ínfima
categoría. Esa jornada, y las sucesivas, avanzaron despacio, hasta acumularse y
sumar años donde se extendieron las conversaciones del matrimonio inexistente,
mientras el hombre ocultaba el fallecimiento con impecable discreción.
Hablaba frente a
ella instalada en alguno de los muebles oxidados del jardín o cuando le
prometía la limpieza de la vivienda polvorienta, siempre en momentos
atemporales para huir del presente cada vez más insoportable por los problemas
físicos recrudecidos por la edad y ataques imprevistos de nostalgia.
Permaneció
alejado del ámbito laboral y recibió la jubilación con gusto, pues así obtuvo
más minutos para la plática sempiterna donde los aniversarios comenzaban a
confundirse. A medianoche solía comentar los ruidos surgidos en el patio, el
escándalo de los vecinos, la luna llena y el aire fresco del otoño.
En el 2020 sintió
miedo por el avance de la pandemia y las restricciones de la movilidad que de
ninguna manera afectaron sus hábitos de ermitaño. Fortaleció los muros y el
aislamiento para proteger su residencia. El día de la vacunación fue hasta el
recinto dispuesto por las autoridades sanitarias sin interrumpir las pláticas
con su mujer. Seis horas después entregó los documentos de ambos a una
enfermera tan experimentada que fue capaz de mantener la serenidad al detectar el
acta de defunción de la compañera ausente. Cualquiera habría pedido aclaraciones,
pero la funcionaria supuso que se trataba de un gesto simbólico y amor ejemplar.
Llenó los formularios y garantizó con voz potente que bastaba uno por familia,
mientras guardaba la papelería innecesaria en un sobre amarillo devuelto sin añadir
palabras incómodas.
El hombre volvió
a su domicilio para instalarse en los recuerdos y en los sitios que no podía
dejar de compartir. Hablaba con ella incluso en sueños. Tanto la refirió sin desaliento
que logró obtener la respuesta del silencio conmovido por la terquedad del
incesante platicador.
Al principio se
manifestó con ecos y murmullos desapercibidos hasta que en los oídos del tipo
solitario reaparecieron el trinar de los grillos, el aleteo de besos huidizos, la
luz de la luna menguante, el crujir de las hojas en las veredas, la marcha del
segundero en el viejo reloj de pared y el tic tac del pájaro carpintero visto por
los dos sobre el tronco seco del aguacate. Los detalles multiplicaron las comunicaciones
interminables hasta que una tarde de agosto la voz faltante regresó desde muy
lejos.
La mujer irrumpió
por la puerta principal con la fuerza de un huracán. Olía como la lluvia y el perfume
tantas veces respirado con avidez. El hombre sonrió al verla aproximarse sobre
pasos ligeros y firmes. Contrapunto del corazón que se desdibujaba arrítmico y
maltrecho sin alterar la expresión feliz del moribundo.
Me gusta mucho la manera en que narrás. Buen trabajo, sin caer en lo trillado. Solo te voy a hacer una observación: dónde decís "agencia funeraria", creo que quedaría mejor solo "funeraria"
ResponderEliminarUn texto bien escrito, llano, donde se destaca el buen uso de las imágenes auditivas, olfativas, y algunas metáforas, cito algunas: el tic tac del pájaro carpintero / olía a lluvia/ el crujir de las hojas y el aleteo de besos huidizos, etc.
ResponderEliminarMuy buen final, me gustó mucho.
Lo único que le falta son diálogos por ejemplo en la oficina, pero es solo una cuestión de gustos. Felicitaciones.
Me gustaría escribir así
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