miércoles, 21 de julio de 2021

DE SOLEDADES QUE UN DÍA SE DESCUBREN INTERMINABLES EN TIEMPOS DE PANDEMIA

José Luis Velarde

Las horas inmediatas habían transcurrido entre el colapso de su esposa acaecido el viernes al anochecer, análisis clínicos, ir y venir por los pasillos resplandecientes del hospital sin que ella despertara del infarto que terminó por llevarlos a una agencia funeraria. El domingo por la mañana firmó las autorizaciones para la cremación del cadáver. No había dormido. En algún momento quiso informar del deceso a las personas cercanas, pero desistió al repasar los nombres y convencerse de que nunca habían gozado de un círculo de amistades consistente. Ambos eran huérfanos y carecían de familiares. Pensó que era preferible conservarla en la memoria y en el anonimato social mientras conducía sin rumbo. Se descubrió en una ciudad distante quinientos kilómetros. No detuvo la marcha de regreso hasta arribar a su hogar ya iniciado el lunes.

Insomne miró el reloj a las seis de la mañana.

Dijo "buenos días" al abordar el tercer día sin su mujer. Fue y vino por la casa tras bañarse y beber un vaso de agua por desayuno. Treinta años de convivencia serían resguardados por un contenedor de plata y próxima adjudicación junto con las cenizas. El hombre no vaciló al referir las propiedades impermeables del recipiente y las siluetas de los ángeles y flores tallados con finura. En ese momento advirtió la continuidad de los diálogos como si ella siguiera acompañándolo. Los días anteriores no habían disminuido el flujo de las ideas expuestas en voz alta, en silencio y mediante gestos que sólo ellos entendían.

Al llegar al trabajo alguien le preguntó por su pareja y apenas pudo balbucear que estaba bien. No dijo más, pues tres oficinistas brotaron del elevador con saludos y alguna indirecta relacionada con el mal aspecto del ahora viudo en secreto. Respondió sin sonreír al entrar en su cubículo destinado a un burócrata de ínfima categoría. Esa jornada, y las sucesivas, avanzaron despacio, hasta acumularse y sumar años donde se extendieron las conversaciones del matrimonio inexistente, mientras el hombre ocultaba el fallecimiento con impecable discreción.

Hablaba frente a ella instalada en alguno de los muebles oxidados del jardín o cuando le prometía la limpieza de la vivienda polvorienta, siempre en momentos atemporales para huir del presente cada vez más insoportable por los problemas físicos recrudecidos por la edad y ataques imprevistos de nostalgia.

Permaneció alejado del ámbito laboral y recibió la jubilación con gusto, pues así obtuvo más minutos para la plática sempiterna donde los aniversarios comenzaban a confundirse. A medianoche solía comentar los ruidos surgidos en el patio, el escándalo de los vecinos, la luna llena y el aire fresco del otoño.

En el 2020 sintió miedo por el avance de la pandemia y las restricciones de la movilidad que de ninguna manera afectaron sus hábitos de ermitaño. Fortaleció los muros y el aislamiento para proteger su residencia. El día de la vacunación fue hasta el recinto dispuesto por las autoridades sanitarias sin interrumpir las pláticas con su mujer. Seis horas después entregó los documentos de ambos a una enfermera tan experimentada que fue capaz de mantener la serenidad al detectar el acta de defunción de la compañera ausente. Cualquiera habría pedido aclaraciones, pero la funcionaria supuso que se trataba de un gesto simbólico y amor ejemplar. Llenó los formularios y garantizó con voz potente que bastaba uno por familia, mientras guardaba la papelería innecesaria en un sobre amarillo devuelto sin añadir palabras incómodas.

 

El hombre volvió a su domicilio para instalarse en los recuerdos y en los sitios que no podía dejar de compartir. Hablaba con ella incluso en sueños. Tanto la refirió sin desaliento que logró obtener la respuesta del silencio conmovido por la terquedad del incesante platicador.

Al principio se manifestó con ecos y murmullos desapercibidos hasta que en los oídos del tipo solitario reaparecieron el trinar de los grillos, el aleteo de besos huidizos, la luz de la luna menguante, el crujir de las hojas en las veredas, la marcha del segundero en el viejo reloj de pared y el tic tac del pájaro carpintero visto por los dos sobre el tronco seco del aguacate. Los detalles multiplicaron las comunicaciones interminables hasta que una tarde de agosto la voz faltante regresó desde muy lejos.

La mujer irrumpió por la puerta principal con la fuerza de un huracán. Olía como la lluvia y el perfume tantas veces respirado con avidez. El hombre sonrió al verla aproximarse sobre pasos ligeros y firmes. Contrapunto del corazón que se desdibujaba arrítmico y maltrecho sin alterar la expresión feliz del moribundo.



3 comentarios:

  1. Me gusta mucho la manera en que narrás. Buen trabajo, sin caer en lo trillado. Solo te voy a hacer una observación: dónde decís "agencia funeraria", creo que quedaría mejor solo "funeraria"

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  2. Un texto bien escrito, llano, donde se destaca el buen uso de las imágenes auditivas, olfativas, y algunas metáforas, cito algunas: el tic tac del pájaro carpintero / olía a lluvia/ el crujir de las hojas y el aleteo de besos huidizos, etc.
    Muy buen final, me gustó mucho.
    Lo único que le falta son diálogos por ejemplo en la oficina, pero es solo una cuestión de gustos. Felicitaciones.

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