Alex Padrón
Cantaba ella en voz queda:
Hoy he vuelto a pasar /
por aquel camino verde que por el valle se pierde / Con mi triste soledad / Hoy
he vuelto a rezar / a la puerta de la ermita / y pedí a tu virgencita / Que yo
te vuelva a encontrar…
Vi por el retrovisor
como hacía caracolas con sus dedos. Lloraba y de repente no pude ver nada más.
Privado de la vista por
un velo rojo y con la carretera cubierta de escarcha por la tormenta de la
noche anterior, no pude adivinar la curva que se me echaba encima y el coche
derrapó fuera de la vía. Lo adiviné por el golpazo contra el costado, al tiempo
que un chirrido de dos metales rechinando anunciaba que habíamos roto la valla
de contención. Luego vino la sensación de que el techo se convertía en suelo y
de reversa, mientras mi cuerpo colgaba como un yoyo infantil sujeto al cinturón
de seguridad.
En algún punto perdí el
sentido, no puedo precisar por cuánto tiempo. Cuando lo recuperé, lo primero
que traté de ver fue mis manos, sin recordar que momentos antes estaba ciego.
Despegar los párpados fue todo un acto de valentía en ese punto, así que
suspiré de alegría al ver mis palmas llenas de cristales y sangre.
Al menos, ya podía ver.
La puerta del chofer se
había desprendido: por el agujero entraba una neblina fría y amorfa que ya casi
llenaba el interior del coche. Había olor a gasolina mezclada con aceite, pero
ningún resplandor rojizo anunciaba el peligro inminente de volar por los aires
en la madeja retorcida que era ahora mi Renault.
Entre dientes, maldije
la hora en que había montado aquella chica extraña en medio de la carretera.
Luego grité una palabrota: mudo no estaba, pero una esquirla de acero me había
atravesado el muslo.
Con mucho trabajo logré
soltar la cincha del cinturón y me arrastré por el hueco de la portezuela
ausente. Afuera me esperaba la niebla, densa y helada, sumida en un silencio
apenas roto por el chirriar de alguna pieza del coche que aún se balanceaba por
el impacto.
Estos momentos tan
duros son aquellos en que me alegro de no haberle hecho caso a María, firme en
su cantinela para que dejase de fumar. Mi fiel Zippo se encendió a la primera,
y en cuanto saltó la chispa me recriminé por gilipollas. Por fortuna, no estaba
ni rodeado ni empapado de combustible luego del accidente, porque hubiese
ardido como muñeco de paja en pleno festival.
—¿Chica?
Pregunté con timidez,
sin demasiadas esperanzas de escuchar una respuesta. Ella había insistido en
sentarse en el asiento trasero y no llevaba cinturón de seguridad. Luego de
tamaña voltereta, bien pudiera haberse roto el cuello o haber salido despedida
del coche.
Muy a desgano levanté
el encendedor para mirar dentro, mientras el muslo se dedicaba a darme cien
dentelladas de dolor en mis intentos de erguirme apoyado en la carrocería. En
el asiento trasero no había nadie, pero era una noticia mejor que toparme con
un cadáver destrozado.
Traté en vano de
orientarme con la pobre luz que apenas rompía la continuidad lechosa de la
bruma. Lejos y arriba oí el pasar de un camión por la carretera, y creí
distinguir el resplandor plateado de sus focos… pero nada más. Me senté en el
capó para darle un descanso a mi pierna herida y retiré como pude los cristales
de las manos usando solo el tacto, mientras reservaba la Zippo para una mejor
ocasión.
A mi alrededor solo
había un silencio denso, matizado por algún crujido del encinar en que me
hallaba o creía hallarme. La caída del Renault había sido detenida de golpe por
dos troncos fibrosos, que ahora rezumaban resina de las heridas en la corteza:
conociendo algo sobre la zona, estas dos esbeltas encinas no debían estar
solas, aunque no pudiese ver a sus hermanas.
Grité dos veces a pleno
pulmón, una para ver si la chica me respondía y otra para pedir socorro. Ambas,
en vano. Sopesando mis pocas opciones, mi mejor baza era esperar a la llegada
del sol junto al pecio de mi coche y rogar que no me desangrase por la herida
en el muslo o no entrara en hipotermia, por la conjunción del frío y la pérdida
de sangre.
Una hora transcurrió,
dos acaso. Arrebujado en mi chaqueta, luego de improvisar un torniquete por
encima de la herida del muslo, apenas sentía el paso del tiempo hasta que un
chirrido de patinazos en lo alto llamó mi atención. Luego, un golpe sordo de
metales chocando y un estallido de llamas disipó la niebla, en tanto una gran
bola de fuego pasaba a escasos metros de mi coche siniestrado. Un sedán de
marca imposible de determinar terminó estrellándose contra un grupo de árboles
un poco más abajo, iluminando un área amplia ante mis atónitos ojos.
Todo lo que alcanzo a
ver son los restos retorcidos de decenas de coches.
Ahora estoy convencido
que nunca saldré de este valle. Ni siquiera estoy seguro si estoy vivo o
muerto, mientras contemplo cómo de la parte trasera del sedán en llamas
desciende aquella misma muchacha que recogí horas atrás en la carretera. Su
vestido ignora las llamaradas que lo lamen, mientras ella canta con voz muy
queda, pero que extrañamente resuena clara en mi cabeza.
Hoy he vuelto a grabar
nuestros nombres en la encina / he subido la colina y allí me he puesto a
llorar…
Ella avanza en pos de
la carretera allá arriba, pasando cerca pero sin reparar en mi presencia.
Cuando se pierde en la niebla que reclama otra vez los rincones del encinar, el
sedán lanza el último estertor de gasolina e ilumina vívidamente el tronco del
árbol donde yace mi auto. La savia resplandece ámbar, y sus hilos han tejido
mis iniciales.
Mientras, la voz de la
chica se va apagando en la distancia:
… por el camino verde /
camino verde / que va a la ermita/ desde que tú te fuiste / lloran de pena /
las margaritas…
Muy bueno. Podría decirse que es una leyenda.
ResponderEliminarMe alegra que te gustase. Esa canción me perseguía en mi infancia, así que la exorcicé transformándola en historia.
Eliminar