Jorge Zarco Rodríguez
La funeraria está silenciosa y
fría. Los horarios nocturnos huelen a formol y apestan a ginebra y whisky
barato para combatir el sopor de las horas muertas. Aquí se apila a los
difuntos, los palmados y a todos aquellos que estiraron la pata, en contra de
sus intereses a corto plazo, o de sus anhelos e ilusiones. Obligados a la
fuerza por el azar o con la impresión resentida de haber sido estafados, antes
de encomendarse a dudosos paraísos y presuntas deidades salvadoras que no les
habían quitado el amargo sabor a decepción por una existencia llena de sueños
incumplidos.
Hoy son pocos
los fiambres en la nevera, a pesar de que ya están limpios y dispuestos para
ser expuestos al dolor de sus parientes cercanos. A corto plazo, todas las
carcasas huelen igual una vez que se limpian. El hedor a formol no se quita
fácilmente del ambiente y tampoco de la conciencia. Y pasado poco tiempo, el
propio cadáver iniciará el proceso de la descomposición, primero con el cambio
de color de la piel y la acumulación de gases intestinales, que escaparán del
cuerpo una vez que aparezcan las primeras heridas, tras la inevitable
putrefacción que tarde o temprano alcanza a todas las carcasas. Bellas u
horrendas, grandes o pequeñas, maltratadas o respetadas por el destino. Pues
ninguna se librará de la descomposición, a no ser que elementos externos lo
impidan, como la momificación.
Pero la mayoría
de veces hay un parásito, o quizá una mosca u otro insecto, que dejará sus
larvas en el fiambre, y en el plazo de unos pocos días el sujeto, por mucho
amor que dejase a su paso, empezará a apestar con una horda de gusanos de
regalo que empezarán a devorar sus entrañas desde dentro. Y uno de los primeros
órganos en caer es el encéfalo o cerebro. De ahí que no crea en zombis ni
resucitados de otra calaña. Y bajo un sol abrasador, el cuerpo puede quedar
reducido a los huesos en unas dos semanas más o menos, pero el frío es más
piadoso y el proceso tiende a ralentizarse. Todo el mundo lo sabe.
Ya de entrada,
mi madre a pesar de su devoción cristiana, era alérgica a la idea de la
resurrección de los muertos, incluso bajo mandamiento divino. A no ser que se
tratase del mismo Lázaro. Yo, por mi parte, siempre he tenido una relación
ambivalente con la fe, a pesar de no dejar nunca de practicarla. Pero siempre
está ese sentimiento de temor, ante la posibilidad de atravesar las puertas de
la muerte y encontrarte súbitamente con algo que no te esperabas. De ahí que
siempre haya huido de los dogmas absolutos como de un apestado, pues la
posibilidad de acabar decepcionándote ante el umbral del más allá y darte de
morros con una sorpresa inoportuna, será probablemente mayor.
Hoy hubo tres
velatorios sobre el cuerpo presente del difunto. Un anciano con cerca de nueve
décadas a sus espaldas, cuyo cuerpo dijo basta, como un mecanismo de cuerda
oxidado por dentro. Una mujer de sesenta años a la que una triste casualidad
provocada por el azar, puso un camión en su camino. Y una adolescente de solo
diecisiete otoños. Qué tuvo la tragedia de enrollarse con el tipo equivocado,
el cual la estranguló en un ataque de ira cuando ella pretendía dejarle, harta
de sus manías y pequeñas crueldades, entre incontables excesos, abusos y
humillaciones diarias. El niñato acababa de ser degollado por los hermanos de
la muchacha y no tardará en venir aquí. Pocos lamentarán su muerte. Quizá su
madre u otros familiares aparte.
Sonia era solo
una cría de diecisiete años. Demasiado pronto como se dice. Los dos primeros
cuerpos exigieron entierro y santa sepultura. El tercero y el más hermoso del
conjunto con diferencia, incineración. No cariño, no te comerán los gusanos. No
sufrirás ese calvario. Mejor un bonito puñado de cenizas arrojadas al viento o
al mar, que una carcasa que se pudre lentamente. Anoche, preparando los
cadáveres, limpié personalmente a Sonia. Era tan joven y bonita, que no evité
estremecerme ante un pensamiento pasajero.
En mi trabajo siempre circularon leyendas
urbanas sobre depravados adictos a la carne muerta, que aprovechando la soledad
de los horarios nocturnos, y envalentonados por sustancias etílicas, se
desfogaban sobre los cadáveres (sobre todo los femeninos). Con la típica falta
de entrañas de quien no tiene nada que responder ante nadie, y que aprovechando
la soledad de las morgues, da rienda suelta a sus secretas depravaciones. Primero
no has de tener estómago, y segundo quizá has de carecer de conciencia. Chistes
aparte, de los que casi todo el mundo cuenta durante una borrachera para
hacerse el “sobrao”. Pero el asunto, pensado fríamente, no tiene ni puta
gracia.
Quizá existe una
versión más respetable y educada. Como la de aquellos viejos babosos japoneses,
qué llegan al extremo de casarse con una muñeca de placer con piel de silicona
tras descartar a su esposa real. Suelen ser abuelos o pringados solitarios, sin
miedo a hacer el ridículo en un sitio público, y a sufrir una evidente soledad,
falsamente acompañada, En la que en realidad ya están sumidos. Porque esas
mujeres de goma y silicona perfumada nunca se quejan, ni lloran cuando les
pegan e insultan, y siempre sonríen. Como un autómata que solo existe y se
mueve en la imaginación del sujeto que se acuesta a su lado. Apestando él solo
como un cadáver, incluso antes de la muerte.
Las compañeras
de Sonia lloran, mientras entrego sus cenizas metidas en una urna para
difuntos. Han pedido de paso una canción por todo lo alto, una de esas
irritantes y empalagosas baladas pop a las que nunca he sido aficionado y que nunca
me molestaría en escuchar, salvo que esta vez la situación lo requería. El jefe
se me acerca:
—¿Has visto a
Isma?, ni qué se lo hubiese tragado la tierra. —Niego con la cabeza. No, no he
visto a Isma. Solo le rompí la nuca de un martillazo, tras volver del servicio
después de asear el cuerpo de Sonia y descubrir a mi colega de trabajo,
practicar sin pudor alguno cierta depravación sobre la indefensa carcasa de la
muchacha. Dejó de forzar a Sonia al sentir crujir su espinazo como una nuez
triturada por efecto de mi golpe, y su cuerpo cayó a plomo al suelo a peso
muerto. Como un cadáver en apariencia. Ya nada me sorprende. Arrojé su anatomía
al crematorio y un chillido estalló en mis oídos, como el gruñir de un cerdo
qué se fríe en su propia grasa. El que matara su cuerpo no significa que lo
hubiese ejecutado completamente. Pero qué importa a estas alturas. Mamá me
inculcó valores y con ciertas cosas no se juega, entre ellas la muerte.
Limpié a Sonia lo
mejor que pude de los restos de ese puerco pestilente, y vi una expresión en su
rostro; algo insólito qué transcendía su condición de simple carcasa y que
superaba más allá de la simple quietud de un cadáver. Es como si un alma
encerrada todavía en aquel cuerpo muerto chillase:
—¡Cualquier
cosa, menos esto!...
Es una rara mezcla de humor negro, necrofilia, etc. La muerte vista desde otro punto de vista. FELICITACIONES JORGE, por tu texto.
ResponderEliminarGracias a las dos
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