jueves, 1 de julio de 2021

ENTRE CALCÁREAS ANATOMÍAS AGARROTADAS

 Jorge Zarco Rodríguez


La funeraria está silenciosa y fría. Los horarios nocturnos huelen a formol y apestan a ginebra y whisky barato para combatir el sopor de las horas muertas. Aquí se apila a los difuntos, los palmados y a todos aquellos que estiraron la pata, en contra de sus intereses a corto plazo, o de sus anhelos e ilusiones. Obligados a la fuerza por el azar o con la impresión resentida de haber sido estafados, antes de encomendarse a dudosos paraísos y presuntas deidades salvadoras que no les habían quitado el amargo sabor a decepción por una existencia llena de sueños incumplidos.

Hoy son pocos los fiambres en la nevera, a pesar de que ya están limpios y dispuestos para ser expuestos al dolor de sus parientes cercanos. A corto plazo, todas las carcasas huelen igual una vez que se limpian. El hedor a formol no se quita fácilmente del ambiente y tampoco de la conciencia. Y pasado poco tiempo, el propio cadáver iniciará el proceso de la descomposición, primero con el cambio de color de la piel y la acumulación de gases intestinales, que escaparán del cuerpo una vez que aparezcan las primeras heridas, tras la inevitable putrefacción que tarde o temprano alcanza a todas las carcasas. Bellas u horrendas, grandes o pequeñas, maltratadas o respetadas por el destino. Pues ninguna se librará de la descomposición, a no ser que elementos externos lo impidan, como la momificación.

Pero la mayoría de veces hay un parásito, o quizá una mosca u otro insecto, que dejará sus larvas en el fiambre, y en el plazo de unos pocos días el sujeto, por mucho amor que dejase a su paso, empezará a apestar con una horda de gusanos de regalo que empezarán a devorar sus entrañas desde dentro. Y uno de los primeros órganos en caer es el encéfalo o cerebro. De ahí que no crea en zombis ni resucitados de otra calaña. Y bajo un sol abrasador, el cuerpo puede quedar reducido a los huesos en unas dos semanas más o menos, pero el frío es más piadoso y el proceso tiende a ralentizarse. Todo el mundo lo sabe.

Ya de entrada, mi madre a pesar de su devoción cristiana, era alérgica a la idea de la resurrección de los muertos, incluso bajo mandamiento divino. A no ser que se tratase del mismo Lázaro. Yo, por mi parte, siempre he tenido una relación ambivalente con la fe, a pesar de no dejar nunca de practicarla. Pero siempre está ese sentimiento de temor, ante la posibilidad de atravesar las puertas de la muerte y encontrarte súbitamente con algo que no te esperabas. De ahí que siempre haya huido de los dogmas absolutos como de un apestado, pues la posibilidad de acabar decepcionándote ante el umbral del más allá y darte de morros con una sorpresa inoportuna, será probablemente mayor.

Hoy hubo tres velatorios sobre el cuerpo presente del difunto. Un anciano con cerca de nueve décadas a sus espaldas, cuyo cuerpo dijo basta, como un mecanismo de cuerda oxidado por dentro. Una mujer de sesenta años a la que una triste casualidad provocada por el azar, puso un camión en su camino. Y una adolescente de solo diecisiete otoños. Qué tuvo la tragedia de enrollarse con el tipo equivocado, el cual la estranguló en un ataque de ira cuando ella pretendía dejarle, harta de sus manías y pequeñas crueldades, entre incontables excesos, abusos y humillaciones diarias. El niñato acababa de ser degollado por los hermanos de la muchacha y no tardará en venir aquí. Pocos lamentarán su muerte. Quizá su madre u otros familiares aparte.

Sonia era solo una cría de diecisiete años. Demasiado pronto como se dice. Los dos primeros cuerpos exigieron entierro y santa sepultura. El tercero y el más hermoso del conjunto con diferencia, incineración. No cariño, no te comerán los gusanos. No sufrirás ese calvario. Mejor un bonito puñado de cenizas arrojadas al viento o al mar, que una carcasa que se pudre lentamente. Anoche, preparando los cadáveres, limpié personalmente a Sonia. Era tan joven y bonita, que no evité estremecerme ante un pensamiento pasajero.

 En mi trabajo siempre circularon leyendas urbanas sobre depravados adictos a la carne muerta, que aprovechando la soledad de los horarios nocturnos, y envalentonados por sustancias etílicas, se desfogaban sobre los cadáveres (sobre todo los femeninos). Con la típica falta de entrañas de quien no tiene nada que responder ante nadie, y que aprovechando la soledad de las morgues, da rienda suelta a sus secretas depravaciones. Primero no has de tener estómago, y segundo quizá has de carecer de conciencia. Chistes aparte, de los que casi todo el mundo cuenta durante una borrachera para hacerse el “sobrao”. Pero el asunto, pensado fríamente, no tiene ni puta gracia.

Quizá existe una versión más respetable y educada. Como la de aquellos viejos babosos japoneses, qué llegan al extremo de casarse con una muñeca de placer con piel de silicona tras descartar a su esposa real. Suelen ser abuelos o pringados solitarios, sin miedo a hacer el ridículo en un sitio público, y a sufrir una evidente soledad, falsamente acompañada, En la que en realidad ya están sumidos. Porque esas mujeres de goma y silicona perfumada nunca se quejan, ni lloran cuando les pegan e insultan, y siempre sonríen. Como un autómata que solo existe y se mueve en la imaginación del sujeto que se acuesta a su lado. Apestando él solo como un cadáver, incluso antes de la muerte.

Las compañeras de Sonia lloran, mientras entrego sus cenizas metidas en una urna para difuntos. Han pedido de paso una canción por todo lo alto, una de esas irritantes y empalagosas baladas pop a las que nunca he sido aficionado y que nunca me molestaría en escuchar, salvo que esta vez la situación lo requería. El jefe se me acerca:

—¿Has visto a Isma?, ni qué se lo hubiese tragado la tierra. —Niego con la cabeza. No, no he visto a Isma. Solo le rompí la nuca de un martillazo, tras volver del servicio después de asear el cuerpo de Sonia y descubrir a mi colega de trabajo, practicar sin pudor alguno cierta depravación sobre la indefensa carcasa de la muchacha. Dejó de forzar a Sonia al sentir crujir su espinazo como una nuez triturada por efecto de mi golpe, y su cuerpo cayó a plomo al suelo a peso muerto. Como un cadáver en apariencia. Ya nada me sorprende. Arrojé su anatomía al crematorio y un chillido estalló en mis oídos, como el gruñir de un cerdo qué se fríe en su propia grasa. El que matara su cuerpo no significa que lo hubiese ejecutado completamente. Pero qué importa a estas alturas. Mamá me inculcó valores y con ciertas cosas no se juega, entre ellas la muerte.

Limpié a Sonia lo mejor que pude de los restos de ese puerco pestilente, y vi una expresión en su rostro; algo insólito qué transcendía su condición de simple carcasa y que superaba más allá de la simple quietud de un cadáver. Es como si un alma encerrada todavía en aquel cuerpo muerto chillase:

—¡Cualquier cosa, menos esto!... 



2 comentarios:

  1. Es una rara mezcla de humor negro, necrofilia, etc. La muerte vista desde otro punto de vista. FELICITACIONES JORGE, por tu texto.

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