Claudia Isabel Lonfat
Carlitos no fue al colegio. En otras circunstancias, no hubiésemos reparado en su ausencia; era invierno, y cada tanto alguno se resfriaba.
López, el Pájaro, el cabezón, el Tulio y yo, que en ese tiempo era Pipita, nos mirábamos cada tanto como buscando una palabra, una respuesta que ninguno se animaba a dar.
Al Pájaro se lo notaba cabizbajo, triste. El Cabezón se sostenía el marote, como si no pudiera con tanto peso. Tulio y yo, nos destruíamos en silencio, sin gestos.
El pupitre que yo compartía con Carlitos, se sentía enorme sin su presencia, y no es que él fuera grandote como López o el Cabezón; de hecho, era el más chiquito y enclenque de los seis.
—¿Sabés algo de
Carlitos? —me preguntó la señorita, ante mi mirada insistente apuntando a esa
parte vacía, incompleta, del pupitre, donde debería estar Carlitos.
Me sobresalté. Quise hablar, responderle que no sabía nada, pero las palabras
se me hicieron piedra en la garganta. Como culpa. Como miedo. Me quedé quieto,
hasta que todos empezaron a observarme y mis mejillas se colorearon de un fuego
intenso que se había apoderado de mi cara.
No sé qué esperaban de mí. Si la tarde de ayer hicimos lo de siempre. Fuimos hasta las vías, donde están los galpones con los vagones viejos. Nos trepamos y corrimos, saltando de vagón en vagón. Después nos fumamos un 43/70 que López le había robado al padre. A veces llevábamos las bolitas, otras veces, con las piedras grises del ferrocarril, improvisábamos una payana, o simplemente contábamos historias de viajes intergalácticos o viajes en globo. Pero esta vez algo falló. Carlitos se cayó del vagón y se golpeó fuerte en la cabeza.
Fue un golpe seco. Lo escuché porque había saltado antes que él, y siempre esperábamos que el otro completara el salto para seguir. Escuché el ruido, y al asomarme, lo vi despatarrado sobre las vías, en ese pequeño espacio que queda entre vagones. Se levantó después de un rato, y mientras yo a los gritos le preguntaba si estaba bien, se tocó un lateral de la cabeza y puso cara de dolor.
—No pasa nada —contestó.
Cuando no hay sangre ni huesos rotos, se deduce que nada había ocurrido. Seguimos con nuestras rutinas, hasta que nos dimos cuenta que Carlitos estaba raro, a pesar de no quejarse.
—Mejor te acompañamos
a tu casa Carlitos —dijo el Cabezón y todos asentimos.
De pronto, el aula con sus dos ventanales al parque, pasó a ser una prisión, un
hoyo oscuro, un mini infierno para niños malos. La señorita seguía con la
clase, tratando de que pudiéramos entender la regla de tres compuesta
inversamente proporcional. Los números y rayas, formaban rejas a mi alrededor.
Los trenes eran mazos que golpeaban cabezas. Los rieles eran hilos que me
envolvían como una presa a punto de ser destripada.
Recuerdo que grité
con todo el aire y la fuerza de mis pulmones. Me contaron que después me
desmayé. De eso solo quedaron imágenes difusas; de la señorita sonriendo, del
Cabezón llorando, de Tulio y López con la mirada perdida, y el Pájaro
sosteniendo mi mano. Por un instante hasta me pareció ver a Carlitos entre el
grupo de chicos.
Me llevaron al hospital apenas llegaron mis padres, me hicieron todo tipo de
estudios y análisis, mientras yo, en un estado de conciencia muy precaria, me
preguntaba por Carlitos, y por qué nadie hablaba de él. Me sentía en el aire, pero por momentos
conectaba con mi entorno, y la veía a mi madre, a la abuela o a la señorita.
Los médicos concluyeron que yo no tenía ninguna enfermedad, que quizás era
emocional, o nervios que a veces tienen los púberes.
Cuando me
encontraron fuerte otra vez, me contaron lo que le pasó a Carlitos. Dora, su
mamá, fue al colegio a comunicar que él había sido operado de urgencia. Que
Carlitos se había dado un golpe fuerte en la cabeza, producto de una caída, y
que gracias a eso le pudieron detectar un aneurisma, según el médico, era una
bomba de tiempo.
Todos hablaban de un Milagro. Ninguno de nosotros se atrevió a contar que
fuimos testigos del golpe. Pero no fue un milagro. Tampoco sé lo que fue.
Dos semanas después de la exitosa operación, y de su rápida recuperación, Carlitos quedó sumergido en un sueño eterno.
Fiel a tu estilo narrativo, con remembranzas del pasado es un texto prolijo. Hay una elipsis en la parte final que le da un toque especial. Me gustó leerte Claudia.
ResponderEliminarMuchas gracias Deby, por leer y comentar
ResponderEliminarAbrazo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
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ResponderEliminarHola, Claudia. Tu texto logró sumergirme en una atmósfera con sabor a pretérito, la verdad es que me fui al pasado. La atmósfera que generás desde el principio está muy bien lograda. Sólo una observación: si bien el final concluye el relato desde una forma muy poetica, me hubiera encantado que el cuento siguiera, es decir, me quedé con ganas de más.
ResponderEliminarLa atmósfera que conseguiste plasmar me hizo acordar mucho a Tomates Verdes Fritos, lo cual es totalmente en plan "halago". Te felicito. Abrazo.
Eri, muchas gracias por el comentario y la observación: yo me quedé con ganas de seguir, es posible que al final le falte más, de hecho le recorté una parte ;)
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