jueves, 23 de diciembre de 2021

EL CASO DEL HOMBRE DIVIDIDO

Patricio G. Bazán


Londres, otoño de 1885. El doctor Edison Maxwell se hallaba sólidamente plantado frente a la ventana de su moderno consultorio de la calle Baker 223. Afuera caía un fuerte aguacero, pero apenas si prestaba atención: en su cabeza rugía una feroz tormenta eléctrica de soluciones y alternativas para tratar la aflicción de su paciente.

—Querido Henry, hemos sido camaradas en la Facultad de Medicina y creo conocerte lo suficiente como para saber que no exageras. Sospecho que tu problema no es físico, sino mental.

El otro hombre, flaco y ojeroso, saltó del sillón como un resorte.

—Edison, no creo estar loco cuando afirmo que me transformo por las noches…

—No me refería a eso, amigo mío. ¿Recuerdas a nuestro compañero en Oxford, Talbot? También afirmaba lo mismo; solo que, en lugar de volverse un hombre salvaje e indecente como tú, se convertía en un lobo feroz.

—Suena a locura, Edison…

—No lo era. Creía honestamente en su metamorfosis, aunque en realidad se trataba de un mecanismo de su mente para liberar toda la lujuria reprimida. Durante el día actuaba como un científico ermitaño, tan brillante y digno de admiración como Gladstone; pero al amparo de las sombras brotaba su parte rebelde y salvaje, libre de toda presión social y profesional.

—Y supones que yo padezco algo similar, ¿verdad? —susurró Henry, abrumado por su funesto padecimiento.

—Algo así. Permíteme evaluar tus reflejos con mi célebre martillo de plata —bromeó el médico, tratando de calmar la excitación de su colega.

Henry suspiró mientras se dejaba examinar. Confiaba en el talento versátil de Maxwell, ya que no sabía a quién más acudir. Temía que su alter ego se desbocara y, en lugar del resonado y licencioso trovador del Soho, se tornara una bestia desenfrenada y peligrosa, destinada a morir por el garrote. Tragó saliva, recordando que en la casa vecina vivía un temible detective.

—¡Todo bien aquí abajo, muchacho! Insisto en que tu trastorno reside aquí arriba —concluyó Edison, remarcando con unos golpecitos sobre la cabeza del paciente—. Te daré las señas de un prestigioso médico de Viena, especialista en cuestiones mentales. Si alguien puede devolverte la unidad, es él.

Tras un breve pero emotivo abrazo, ambos amigos se despidieron. Edison esperó el inconfundible carrillón de la puerta de entrada confirmando la partida del paciente.

—¡Ya puede salir, John! —exclamó complacido, mientras se quitaba el disfraz.

El hombre aludido emergió de su escondite tras un biombo.

—Otro misterio resuelto, ¿verdad? —inquirió.

El otro bufó, despectivo.

—¡En absoluto! Desde el comienzo sospeché que el atormentado científico vespertino y el salvaje cocainómano trasnochador eran la misma persona. Creo que hemos intervenido a tiempo: mi pequeña representación teatral le ha evitado al inspector Lestrade algunos quebraderos de cabeza, y muchos ayes de dolor a nuestra ciudad.

—No parece que valga la pena consignar esta historia, ¿verdad?

—¡Elemental! No constituye un verdadero caso policial. Créame, nadie volverá a oír de Henry Jekyll. Volvamos a casa antes de que el auténtico Maxwell regrese, y la señora Hudson nos regañe, como de costumbre.




PARA SIEMPRE

Ana Cherñak



El amor es un misterio más insondable que el de la muerte.

 Oscar Wilde

 

Lucía y Juan crecieron junto al mar. Cuando Lucía empezó el primer año de la escuela primaria, sonrió a Juan ni bien lo vio y no dejó de mirarlo hasta que él se sentó junto a ella. Le contó al oído que había enterrado en la arena un papelito con sus nombres y se rieron hasta que la maestra los retó.

El amor llegó para ellos en cualquier instante, mirada o secreto. Con una ola de emociones tan intensas que se sintieron distintos, únicos.

Tomaron la costumbre de escribirse algo en un papel, doblarlo y esconderlo en la ropa del otro.

Cada uno guardaba en un sobre las palabras que habían aparecido en la media, la manga o el bolsillo. De noche soñaban el mismo sueño, se lo contaban al día siguiente seguros de que lo harían realidad. Un día le avisaron a Lucía que su prima había enfermado y Juan se presentó en su casa a consolarla. Si él hablaba lento, ella completaba la frase antes de que la terminara. Se creían unidos por algo más que sus manos.

Terminaron la secundaria y a nadie sorprendió la noticia de su casamiento.

Fueron a vivir y a trabajar a Buenos Aires. Siguieron apareciendo papelitos con promesas en la ropa: te querré toda la vida, te amaré más allá de la muerte, juntos para siempre.

Ahorraron para ir de vacaciones a Mar del Plata, visitarían a la familia y a los amigos, Paseaban solos por la playa, tomaban sol o comían en el puerto. Una tarde, nadaron muy lejos. Ella hacía la plancha, disfrutaba del peso de su pelo ondeando en el agua y del sol estirando la piel de su cara. Mientras tanto, él, se tiraba de cabeza y salía feliz, gritando y lanzando agua.

El mar se agitó desordenando las olas, el cielo hizo algo similar arremolinando nubes oscuras. Lucía no lo vio más, desesperada lo buscó por abajo, respiró, volvió a hundirse; una ola la golpeó en la nuca y la tiró hasta el fondo. Cuando Juan pudo asomar la cabeza, ella no estaba. La buscó casi sin aire, atormentado nadaba hacia cualquier lado sin encontrarla. El cielo estaba cerca, oscuro y amenazante. En la playa, el viento levantaba la arena, algunos cerraban sus sombrillas, otros corrían con toallas y bolsos, alzaban a los chicos. Todos corrían. Miró hacia la orilla para pedir ayuda, su voz le sonó distinta, se ahogaba.

Alguien lo vio y con otros hombres fueron a rescatarlo. Sacaron sin vida a Juan y horas más tarde, a Lucía.

El padre de la joven tenía un mausoleo en La Loma. Ahí depositaron el cuerpo de la hija y luego el de Juan. Las familias fueron al cementerio llevando flores y los sobres abultados con el rejunte de sus palabras de amor. Los cajones eran iguales pero en el de ella una prima había puesto una cinta blanca. Lo abrieron para darle el último adiós. No había nada, ni la mortaja. La madre de Lucía se desmayó. Trajeron al guardia, la reanimaron y abrieron el segundo cajón. Adentro estaban los dos, Juan y Lucía, apretaditos, tomados de las manos, unidos como siempre y para siempre.

ADIVINA ADIVINADOR

 Guillermo Corte


Joel lo sabía. Sabía que algún día iba a suceder, y sin embargo, cada mañana despertaba con la secreta esperanza de que ese día fuese otro. Así, había logrado, por años, evitar la angustia y aquellos molestos cuestionamientos acerca del tiempo que realmente tenían por delante. Pero, a pesar de las tretas que jugaba a su propia mente, en el fondo era perfectamente consciente de que no se puede tocar a las puertas del averno y pretender luego huir corriendo.

Sin embargo, naturalmente, un día sucedió. Su mente abrazó la aceptación tan pronto como los divisó al otro lado de la calle. Su espíritu, que siempre había sido indómito, pretendió en cambio, que aún tenía una minúscula esperanza. Después de todo, guardaba un par de trucos bajo la manga. Como sea, iban a tener que hacer algún esfuerzo para llevárselo, porque Joel no iba a entregarse como un cordero. Quería, por lo menos, que hablen de su fallecimiento en los círculos, pasar a la posteridad, ser una insignia que trascienda los tiempos.

Se consideraba a sí mismo un artista. En sus ejecuciones, ponía siempre algo de sí mismo. Por esto concebía con cariño la extraña idea de que su muerte fuera su última obra de arte. Una obra de arte dónde su sufrida existencia debía plasmase en toda su gravedad y virulencia.

Resignado, subió a la habitación de su hijo y le dio un beso en la frente asegurándose de no despertarlo. El timbre sonó en ese mismo instante. Joel se acercó a la puerta, suspiró y la abrió.

La misteriosa pareja ingresó lentamente, sin perderlo de vista. El hombre, que parecía de unos ochenta años, tenía una marcada deformación en el rostro y vestía un traje anticuado. Su mano izquierda se mantenía oculta en uno de sus bolsillos. La mujer, que era extremadamente bella, estaba desarmada.

No se dijo una palabra. Tan pronto como ingresaron, un aura extraña invadió su hogar y le causó un fuerte escozor en el estómago. Desconocía sus habilidades, pero sin dudas eran muy fuertes. No esperaba menos de Caspio.

El anciano se sentó en el sillón y se cruzó de piernas mientras sacaba del bolsillo una pequeña esfera negra.

—No es necesario —dijo calmadamente, procurando no aumentar el nivel de tensión— que esto sea algo desagradable. La suerte está echada. Te hemos estudiado y nos han informado.

—Sabemos lo que puedes hacer —agregó la mujer.

—La llaman Trhig —prosiguió el hombre, exhibiendo el artefacto—. Al principio no causa dolor, pero no es instantánea…

—Mi hijo… —interrumpió Joel.

—Te doy mi palabra que no le haremos daño.

—Te doy mi palabra —ratificó su compañera.

—No me refiero a eso... Es que, no puedo dejarlo solo.

—Las deudas deben ser saldadas, Joel. No se puede huir del karma.

Joel los observó. Pensó que, si iba a defenderse, era mucho mejor hacerlo pronto.

—Se puede intentar… —afirmó, desafiante.

La frase alertó inmediatamente a la pareja, que no esperaba resistencia. Pero fue demasiado tarde: el hilo invisible se había enredado en el dedo meñique derecho del sicario. La mujer intentó echarse hacia atrás, y casi logró escapar. No obstante,  Joel alcanzó a enredarlo en su pierna izquierda. Ambos sintieron la tensión del hilo inmediatamente, y aunque no pudieran notarlo a simple vista, pudieron percibir un tenue brillo que iba extendiéndose hasta una de las manos de Joel.

—Eres un ser traicionero —exclamó la mujer visiblemente ofuscada—. Quítalo o retiraré mi promesa sobre el niño.

—¡Shhh! No hables —aconsejó Joel, casi con un tono burlón, colocando su dedo índice sobre su boca—, en unos minutos níma habrá drenado toda la energía de tu cuerpo. Te sentirás cansada hasta para hablar. Si se van ahora, retiraré el hilo en cinco días. Necesito ese tiempo.

Pero ninguno de ellos se inmutó. La mujer comenzó a aproximarse a Joel, mientras este comenzaba a percibir un fuerte ardor en el pecho y una leve sensación de mareo. El hombre exclamó riendo:

—Nadie que haya unido su energía a ella ha sobrevivido jamás, yo que tu lo haría ahora mismo.

Entonces la sensación se agudizó: los ojos de Joel comenzaron a ponerse rojos, las venas de su cabeza se inflaron más y más. Casi sin poder respirar, no tuvo más remedio que desprender el hilo que los unía.

—Veneno energético —siguió el anciano—, un aura tan putrefacta que nadie ha podido jamás tocarla por más de unos segundos. Un desperdicio, ¿has notado lo hermosa que es?

Joel intentó recomponerse y llegar a algún tipo de negociación:

—Si muero con mi Níma activa el que este en contacto conmigo morirá también —dijo señalando al sicario.

El hombre suspiró y exclamó:

—Un desperdicio…

—¡Vaya! Esta pequeña rata te ha costado un dedo —dijo ella.

De repente, con un movimiento velocísimo, el hombre cercenó el dedo  anudado con la mano izquierda. No se derramó ni una sola gota de sangre, como si su cuerpo pudiera suturarse de manera instantánea.

—¿Tienes algún otro truco? ¿No? ¿Puedo seguir?

Joel estaba anonadado. Eran dos seres monstruosos, tan inhumanos como él mismo.

—Como te decía, una vez que Trhig se activa, en la habitación se crea una jaula de la cual no puedes salir jamás. Es imposible. Solo se desactiva cuando el prisionero perece. A medida que pasa el tiempo, el dolor dentro se hace tan insoportable que generalmente el prisionero se suicida o simplemente fallece a causa del dolor. El nivel de tormento depende exclusivamente de la maldad de tu aura. Por lo que veo, será extremadamente doloroso.

Dicho esto, el sujeto profirió algunas enunciaciones en un idioma extraño y volvió a sentarse.

—Tu destino ya estaba esta sellado, Joel. Te explicaré como funciona, llámalo cortesía profesional. Antes de entrar, he marcado ocho puntos fuera de la casa. Estos conforman las aristas de una figura tridimensional. Son los límites de tu presidio. Ahora, hay algunas cosas que Caspio quería saber antes de terminar contigo. Si nos las comentas y eres sincero, seré clemente con el niño.

La mujer tomó asiento.

—Pregunta —dijo Joel, cortante.

—Caspio quiere saber quien le traicionó y si fueron más de uno. ¿Quién te proporcionó acceso a la bóveda?

Antes de que pudiera responder, la mujer decidió añadir otra pregunta:

—Ya que vas a morir, me muero de ganas por saber qué pasaba por tu cabeza cuando decidiste liarte con Julia. ¿Quieres saber lo que él le hizo?

Joel la ignoró y se dirigió al anciano.

—Nadie le traicionó. Obtuve la clave de acceso del propio Caspio.

—¿Cómo? —preguntó el hombre.

—Aparte de traicionero, eres despiadado. —Ella se ofuscó por haber sido ignorada—. Sabias que liarte con ella le causaría la muerte, ¿cierto?

 Joel solo miraba al hombre.

—Una de mis habilidades menos conocidas, Julia la llamaba marcos mentales.

Una pequeña bruma roja comenzó a formarse alrededor de las muñecas de la visitante. Estaba determinada a obtener una respuesta, aunque no formara parte de la misión encomendada y no tenía intenciones de soltar el tema.

—¿Sabes acaso lo que sufrió?

Al percibir la bruma, que se extendía por la habitación, Joel giró hacia ella, satisfaciendo su deseo:

—Sí, yo la maté. Lo sé. Sabía que enamorarme de ella la ponía en riesgo y no pude controlarme. Pero jamás pensé que Caspio podría tocarle un pelo. Creí que lo conocía, pero no. ¿Satisfecha?

—¿Marcos mentales? —interrogó el hombre, cortando la conversación. Solo quería saber lo que su jefe le había mandado a preguntar. La impertinencia de su inexperta compañera estaba complicando innecesariamente las cosas. Ya había perdido un dedo y no quería que nada más pudiera salirse de control.

—Así es. Tendemos a pensar que la realidad está compuesta por un conjunto de hechos —explicó Joel—, que nuestras interpretaciones no pueden tocarlos, no los pueden alcanzar de ninguna forma. Pero en realidad, los hechos no existen, solo existe lo que acontece, lo que nos acontece. Hay algo de nosotros que imprimimos en ellos. Por ejemplo, tú marcaste ocho puntos en esta habitación, hiciste una enunciación y la designaste como una prisión. Pero, ¿cuáles son los hechos realmente? Yo imprimí también algo de mí en ese evento.

El niño, que se había despertado, descendió y contempló la extraña escena. Joel lo observó de reojo, pero mantuvo la vista fija en el anciano.

—¿Qué dices? —preguntó el sicario, confundido sin hacer caso a la presencia del niño.

—Verás —replicó Joel—, cuando delimitas un espacio siempre hay un adentro y un afuera. ¿No? Pero tú nunca dijiste cual era cual. Me atrapaste sin dudas, pero ¿me has atrapado fuera de tu jaula? ¿O dentro?

El anciano comprendió todo al instante.

—Por eso siempre se sale con la suya —explicó el niño con una sonrisa malévola.

—¡Es imposible! —gritó el anciano mientras le invadía el temor.

—Es posible, si tú lo crees. Ahora, intenta no creerlo… porque el marco ya está fijado en ti.

—Es muy difícil no creer algo que uno cree. —El niño parecía disfrutar la situación.

—¿Cómo? ¿Solo con palabras?

—Solo palabras —afirmó Joel—; no hay nada más poderoso.

El anciano aceptó estoicamente su destino. Por suerte traía su dosis de cianuro, escondida en la dentadura. La mujer, en cambio, intentó salir rápidamente de la casa, pero advirtió que no le era posible. Aterrada, preguntó:

—¿Cuál? ¿Cuál es el adentro?

Fue el niño quien respondió, burlón:

—Adivinador adivina, adivina adivinador.

LOS MUDOS

 Gabriela Vilardo


“Soy Amelia. Estoy acá” parece gritarme esta mujer de pelo largo y canoso que sale a mi encuentro. Usa delantal de internado. Mi propio escepticismo en la oscuridad de esta cueva, no me asusta. Entro solo a ciertos lugares para que nadie, desde su compasión silenciosa, interfiera en mi búsqueda. Y acá estoy frente a Amelia, tal vez escapada de un hospicio. La mujer ha perdido todo tipo de contacto con el mundo exterior. Amelia, un ser sin ninguna cualidad vital que la haga atractiva; alguien taciturno que camina por este espacio. Amelia, con la mirada perdida. Amelia, muda. Amelia, pasando por delante de Antonio. ¿Antonio? Sí, Antonio que, sentado en un rincón, acomoda sus tiradores de inmigrante italiano. El hombre, mudo y mezquino, entonces, en la tenebrosidad de la caverna, solo con su alma. Antonio, ahora, mira a Amelia pero no le habla. Ella se aleja permanentemente y corre hacia la oscuridad. Me apuro y la sigo; y en la corrida me topo con un álter ego supongo que de Hildstrut, una criada húngara, tal como me la imaginé en un cuento de Denevi. Seguramente ésta, que bien podría llamarse Ingrid para simplificar el asunto, es un poco sorda como aquélla, pero además, muda, y pasa detrás de Amelia. Arrastra los pies. Me mira con desconfianza. Tal vez Ingrid sea la responsable del encierro de Amelia y ahora la custodia. Van una detrás de la otra. La criada apática, aunque no menos temperamental, me vuelve a insultar con la mirada, pero yo alcanzo a Amelia y le muestro la salida aunque me ignore; se acostumbró a su condición de cautiva. Amelia, muda. Igual que Antonio. Igual que Ingrid. La salida está al descubierto y todos se quedan. Los mudos, ahí, sin intenciones de huir. Tal vez, ellos hayan entrado un viernes; como yo, que estoy acá, buscando musas para mis textos. Sin miedos. Antonio no escapa cuando intento un acercamiento a él, pero se acurruca en el piso, metiendo la cabeza entre sus piernas. Me agacho. Le digo que podría salvarlo. No me mira. No me habla. No lo odio aunque podría; creo que por su falta de valentía. No es capaz de defender a Amelia de la custodia de Ingrid. Ingrid me hace evocar a aquella Carmen de mi infancia. Una analogía bastante creíble. Tal como están las cosas, bien podría ser Antonio, entonces, el hombre frustrado que espera, en vano, a una Amelia agobiada. Me resulta inevitable la comparación en este ensordecedor silencio: mi abuela, ni siquiera había intentado una fuga para salir de aquel encierro en el que se desmoronó. Nunca obtuve respuestas de esa historia. Yo sólo veía pasar a Carmen que, con insolencia, trataba a la anciana como si fuera de su posesión. Al menos, si estos hablaran. No me iré sin resoluciones esta vez. Nunca supe, con certeza, por qué Carmen cuidaba de mi abuela, pero puedo averiguar hoy la razón por la que Ingrid atormenta a Amelia con su persecución en este lugar. Podría animarme, también, a avasallar a ese escritor que, sentado sobre el piso áspero, no levanta la vista del papel. Está narrando una historia. Creo que se bate a duelo entre un final feliz o uno abierto; no debería obsesionarme tanto con esto. Tal vez el hombre esté tratando de saber los motivos por los cuales Amelia enloqueció. Tal vez intente explicar, sí, que Antonio la espera hasta que ella salga de ese letargo mental en el que la han sumergido. Antonio sigue mudo. Esta Hildstrut o Ingrid, tal vez, Carmen, me vuelve a desafiar con la mirada. ¿Creerá que no estoy dispuesto a dejarla al descubierto, así como se la ve de tosca? Pasa y cree espantarme, como lo hacía Carmen. La maldita Carmen, cómplice del abuelo Luis, capaz de sumergir a alguien en un martirio. Una abuela encerrada, -entonces, en mi evocación-, penando por otro amor, supongo, y agobiada por Carmen que interceptaba, tal vez, cartas de un italiano. Le tironeo el papel al escritor que sigue reacio. Me atormenta la duda con respecto a lo que escribe con tanto empecinamiento. ¿Creerá que puede encontrar un nudo para su historia sin consultarme? Yo podría contarle quién es Amelia. O al menos, algo. Podría advertirle que Antonio es un hombre preocupado por una Amelia que enloqueció por el maltrato de un esposo y, entonces, la espera desde la clandestinidad, a instancias de quitarse de encima a Ingrid en el momento justo y con el arma precisa. Intento apropiarme del desenlace de esta historia y el escritor, también mudo como los otros, odia mis contradicciones y no me quiere escuchar. Trato de persuadirlo de que Ingrid pronto morirá bajo el arma sostenida por un italiano. Aunque él finja ignorarme, sé que me escucha. Y tiene la certeza de mis dudas. No debería mediar un homicidio para salvar la dignidad de dos personas. La cueva se oscureció. ¿Quién entra? Hoy no debería ingresar nadie. Viernes de brujas que ya no están pero que, misteriosamente, atrapan cuerpos sólo por invadir este lugar. Sus almas, con el tiempo, serían materializadas al antojo de las hechiceras. Una leyenda como tantas. Se viene la noche. Amelia me sigue; detrás de sí, Antonio. El escritor me ignora porque mis indecisiones lo atormentan. Sé dónde está la salida. Alguien clava un arma blanca en el estómago de Ingrid. Alguien ¿Quién? En realidad, tendría que ser Antonio. Mi huida es inminente, no sin antes escribir mi nombre en estas rocas, como lo hicieron los que entraron alguna vez... ¿Dónde escribo? ¿Al lado de: “Soy Amelia. Estoy acá”? Debería tachar “Ingrid”, que se interpone entre el “Soy Amelia. Estoy acá”, y el “Antonio, 1871”. Me doy vuelta y ellos ya no están. Los llamo. No contestan. Siguen mudos. Desaparecieron. Ahora, inesperadamente, escucho sus voces, pero no los veo. El eco de sus gritos mezcla las historias y me confunde. Salgo de la caverna con mi página en blanco. Mi esposa me esperaba afuera. Ya no está.



ACERCA DE LA VERDADERA FORMA DE LA TIERRA

 Gustavo Bessolo


Seremos concretos y claros, pues nuestra lucha también es por tales valores: la simpleza, el lenguaje de todo hombre honesto, las cosas como son.

Nos oponemos a la falsa idea de que la Tierra sea una esfera. Esta y no otra es la razón de nuestra cruzada, de la lucha que hemos emprendido contra el sofisma y el engaño. Nos da igual la forma exacta del mundo; plano, rectangular, semiesférico o incluso, si así fuese, cóncavo esférico (y nosotros viviendo en su interior). Lo que cuenta es que no pactemos con la impostura, que rechacemos la vana pretensión de la ciencia.  

De esto es de lo que se trata.

No es una disputa por la forma del orbe, no nos interesan los argumentos, falaces, de nuestros oponentes, porque esta es una lucha por la Libertad.

De hecho, mientras más oponentes tengamos, más cerca estaremos de lograr nuestro cometido. No nos convencen sus razones, aunque sean irrefutables, y tanto si nos atacan como si nos ignoran, sabemos que cumplimos con creces nuestro propósito. Todas sus pruebas son difíciles de comprender para la mente moderna, que la ciencia ha domesticado. Todas ellas pueden ser rebatidas con jerga y números, como la ciencia ha hecho desde sus madrigueras. Así, quien los oye, queda convencido por un momento, pero basta que hablemos nosotros, y nombremos implausibles experimentos o complicados dispositivos, en los cuales no creemos, para que vuelvan a nuestro lado. El silogismo de oro: “si piensas como la mayoría, estás siendo engañado”, remacha su adhesión a nuestra causa. ¿Qué tonto no prefiere parecer incomprendido? ¿Quién no anhela una Cruz que lo convierta, ante los arrepentidos verdugos, en su generoso Salvador?

Algunos de nuestros oponentes optan por ignorarnos. ¡Benditos sean! Cada palabra que no dicen es una prueba en favor de cada palabra que nosotros decimos.

Hagan lo que hagan; trabajan para nosotros.

La ciencia, el objeto de nuestro aborrecimiento, nos ha provisto de las armas con las cuales la destruiremos. Se sabe condenada y nada puede hacer para sobrevivir a nuestro embate.

Ella comenzó esta guerra, desde que existe el mundo, seis mil años atrás. Soberbia, quiso respuestas cuando solamente se requería obediencia. Ella, mujer al cabo, tomó el fruto del árbol prohibido. Ese árbol que proveía conocimientos, sin duda, pero también sufrimientos. Ese árbol que nos despertó de la inconsciencia y la calma en brazos del Único, para arrojarnos a la duda y la desazón. ¿Y acaso no es eso lo que nos promete la ciencia? Cambiar, desconfiar siempre, dudar como método. No estar satisfecho, indagar, preguntar, sufrir, desobedecer, moverse, en un anhelo sin fin.

Contra tal inquietud luchamos.

No necesitamos razones, la felicidad del Hombre sería suficiente, pero también las tenemos.

En efecto, este movimiento perpetuo, esta carencia de Verdad absoluta, de Valores indudables, de certezas inconmovibles, genera el cambio y destruye la estabilidad. La incertidumbre instaura la anarquía, el odio de todos contra todos. Cuando el odio se agota en sí mismo, los hombres desean la paz. Sin embargo, como han sido domesticados por la ciencia, no vuelven a la paz de los viejos tiempos, la paz de la casa paterna, de las familias, del orden. Al contrario, escogen, creen que escogen, una paz fingida, opuesta a la paz de la tradición, porque se basa en la ciencia. Esta paz pronto se revela como lo que es; una dictadura, bien de los políticos corruptos o bien de los militares seducidos por la hija bastarda de la ciencia, la tecnología. Tal dictadura, fruto del mal, tiene un único nombre: colectivismo, sea que se disfrace de socialista, nazi o comunista. Por ello, luchar por la verdadera forma de la Tierra, cualquiera sea esta, es luchar por la Libertad.

No estamos solos, por ello, saludamos a quienes nos acompañan en la cruzada.

A los creacionistas, porque no dudan, de ellos será el mundo que anhelamos.

A los que descubren una conspiración tras otra, porque iluminan a nuestros seguidores en la única cuestión que importa, negar la dictadura de la razón.

A los que usan la duda que inventó la ciencia, esa maldición, para que los demás duden de todo lo que ella afirme, porque de ellos es el reino de la certeza revelada.

A los que predican la palabra del Señor, cualquiera sea, porque enseñan el odio al mal, que es siempre ajeno.

A los que se oponen a las vacunas, transfusiones, ingeniería genética, inteligencia artificial, máquinas, fertilización asistida y todo lo que no se pueda comprender, porque el miedo reúne a las ovejas en el redil.

A la industria farmacéutica, a los médicos vendidos a ella, a los ejecutivos de las corporaciones, a los gobiernos en las sombras, porque sin sus miserias, nos sería difícil probar que todo está mal y que la ciencia es la culpable.

A nuestros enemigos, defensores de (supuestos) derechos, luchadores por la (falsa) libertad, partidarios de la cultura de la cancelación, organizadores de provocaciones y escándalos, beneficiarios de la moda de lo políticamente (in)correcto y furibundos opositores a la Tradición. Son nuestros rivales, pero trabajan para nosotros cada vez que sus actos, que solamente convencen a sus acólitos, provocan disgustos en nuestros prosélitos. Su imbecilidad, que no es sino narcisismo, y su falta de tacto nos encantan, sigan así para que podamos sepultarlos con una carcajada.

A todos ustedes, usuarios de las redes sociales, por su patológica necesidad de aprobación, de mostrar que saben, de no callar un comentario a pesar de su ignorancia, que suele ser osada, su cacofonía asustará a las gentes que, corriendo, volverán a creer en la palabra monocorde y unánime de la obediencia, la certeza, la tranquilidad.

Sin embargo, nuestros mayores benefactores son quienes se quejan, se enojan, añoran un tiempo pasado, cualquiera sea, y desconfían siempre, de lo que sea. Gracias por difundir nuestro mensaje más arcano: la desesperanza, porque nosotros tendremos lista la única respuesta cuando todos sean como ustedes.

Hace pocos años éramos un puñado; quienes sabían de nuestra existencia se reían y nos describían en monografías de reducida circulación.

Hoy somos conocidos, no importa si creen o no en nosotros (eso es irrelevante) y nuestro nombre aparece en estudios y canales de video, en memes y refutaciones, en artículos de enciclopedia y charlas de sobremesa. Estamos, es lo que cuenta.

Mañana, nos apoyen o nos combatan, seremos más que ustedes, dictaremos las normas, seremos libres y volveremos al redil que nunca debimos haber abandonado.

Entonces, por fin, a nadie le importará la verdadera forma de la Tierra.

martes, 21 de diciembre de 2021

ESPECIAL 60 > 150 - (DOS) DIECIOCHO AUTORES

 


Vergüenza

Irma Cristina Cardona

 

Me habló suavemente al oído y erizó mi piel. Rozó mi cuerpo y me sedujo. Levantó tímidamente mi falda, sin poner en evidencia sus deseos. Y cuando me convenció de su nobleza, me lanzó contra la pared, recogió con fuerza mi falda, se metió entre mis piernas. El frío penetró mi cuerpo y el sudor invadió mi frente. El dolor fue profundo.

Hasta ahora no conocía el invierno, ni contaría a nadie la vergüenza de permitir que me violara el viento.

 

La media

Maru Alzugaray

 

Un mate a medio tomar. Una rodaja de pan a medio morder.

Un pucho a medio fumar.

Mientras se viste, se acomoda el pelo, se pone las botas, las chatitas, las sandalias (según sea la estación), se pinta los labios y renuncia al delineador y al rímel y a las sombras.

Recuerda a su mamá, tan pendiente del maquillaje y piensa en ella misma, la hija, tan a cara lavada y se sonríe sin mirarse en el espejo.

Sale a la calle, por enésima vez en su vida. Sube al colectivo.

Se baja. Camina más de cuadra y media.

Pisa la baldosa con la llave en la mano.

Y sabe que su media vida (o lo que quede de su media vida y de ella) dejarán de existir en el momento en el que pise el escalón.

 

El hacha adormecida

Jorge Alberto Baudés

 

Durmió larga siesta hasta que escuchó voces en el establo. El patrón dejó el motor en marcha como con ganas de salir carpiendo. Entró pisando fuerte mientras dejaba deslizar palabras sueltas que escapaban de los labios resecos poniendo al descubierto sus pensamientos.

—Hoy talaré tantos pinos que no alcanzarán las manos para fabricar los cajones para la fruta. Ya viene la vendimia y no quedaré sin palenque ande ir a rascarme.

La tomó con firmeza y la llevó al monte. Tres y cuatro golpes asestados sin suerte.

—¿Justo ahora quedas desafilada?

Ella rio con picardía.

 

Algo irresistible

Joyce Barker

 

—Cuando era chica, me gustaba ver La isla de la fantasía.

—¡A mí también! Me encantaban esos lugares. ¿Por eso fuiste después, a buscar “tu fantasía”?

—No, al enano. Pero claro, ya no estaba. ¿No le encontrabas “algo”?

—¿A Tatoo? ¡No! —La conversación estaba empezando a parecerle rara, y detestaba eso—. Bueno… claro… era simpático; pero más que eso, obvio que no. ¿Tú le encontrabas "ese" algo, loca? —su amiga no contestó—. No lo puedo creer.

—¡Oye! Yo nunca he criticado tu gusto por los…

—¡Para! —le tapó los oídos al maniquí—. Te dije que esa palabra está prohibida en esta casa. Y se llama Billy.

—¡Qué me importa!

—Si no te importa, ¿a qué viniste?

—Bueno. Tú mandaste un mensaje invitándome.

—No fui yo…—respondió molesta mirando al maniquí—. ¿Debería ponerme celosa por esto, Billy?

—Mejor me voy—dijo la amiga, apresurándose a salir.

 

Con la Yanina no

Ana Chernak

 

Yo sé que es de gusto si le digo que esta vez no tuve la culpa, igual me va a pegar con el cinto, y si el Beto me quiere defender, le va a pegar a él también, que encima hasta sangre tose. El viejo lo lleva a afanar de noche aunque haga frío. ¡Cómo voy a tener yo la culpa! Si lo único que hice fue darle un palazo para sacarle a la Yanina, que es muy chica para que me la coja ese borracho con el que se juntó, mamá.

 

Sin palabras

Guillermo Corte

 

Andrés Rigarti era el mejor escritor de su generación. Su propia esencia, camaleónica, le permitía ser sus propios personajes, por lo cual, todos sus textos eran en el fondo, autobiografías. Esto suponía una gran ventaja: sus obras eran genuinamente autenticas. Una noche decidió experimentar con Casimiro, un personaje inefable; a la mañana siguiente, Andrés se había esfumado en la nada.

 

Ley de seguridad en China

Oscar De Los Ríos

 

Caminando por la calle, Huan Chung encontró una nada y la guardó en un bolsillo del pantalón. Unos metros más adelante lo paró la PSB y lo requisó: como es lógico, no hallaron nada. Pasaron los años y Huan Chung siguió encontrando nadas y guardándolas en el bolsillo del pantalón. Un día la PSB lo volvió a parar y, esta vez, no tuvo escapatoria.

Una nada se puede ocultar, mil no.

Lo acusaron de secesión e incitar al terrorismo. Lo encarcelaron y condenaron a veinte años de cárcel.

 

La criatura

Ada Inés Lerner

 

Atravesando miedos, la criatura comienza su juego vital, recorre el cuerpo de su víctima, casi desnuda, en su obsesión por descansar al sol. No sabemos qué espacio busca en la piel tibia para introducir su probóscide, sorber y satisfacer su apetito. No le preocupa la perfección del cuerpo de la víctima, se desplaza por todos los espacios, casi morbosa, con su memoria instintiva… profecías, sortilegios oscuros que dominan los diluvios y las sequías.

 

En el tren

Alberto Macadar

 

El nene corría feliz. Iba y venía por el pasillo atrás de su pelota de goma. Sus padres se aprestaban a echar una siesta.

—Déjalo que se divierta mientras descansamos un poco. Aquí no hay peligro; no tiene dónde ir.

Cuando se despertaron, el nene no estaba. Preguntaron a los otros pasajeros, pero nadie lo había visto. El tren continuaba parado en el medio del puente, sobre la límpida superficie del lago, con los conductos de ventilación abiertos.

  

Las pesadillas de Nahir

Felipe Armando González

 

Nahir es una niña muy traviesa que tiene pesadillas todas las noches. Ve a un hombre sin cabeza a caballo, vestido de negro, que la persigue y no puede escapar de él. Se despierta agitada y ve al Hada de los Dientes al pie de la cama.

—Lleva mis dientes y deja las monedas —dice el hada—. Acomoda la almohada y vuelve a dormir.

Pero dormir significa despertar en otra pesadilla en la que un hombre alto sin rostro la persigue y no puede correr.

Nahir se despierta  confundida  y ve a una bruja volando en una escoba que le dice:

—No podrás escapar del mundo de las pesadillas.

  

Ley pareja

Nélida Fernández

 

Como lo ordenó el Inquisidor, sumergieron en el río a la acusada de brujería.

Cuando la sacaron, el cura se agachó y gritó:

—¡Está viva, está viva! Es una bruja, vuélvanla a meter.

Pero se había acercado demasiado. En su desesperación por poder respirar ella alzó los brazos y se prendió de él.

Nadie pudo impedir que los dos cayeran al agua.

Cuando los sacaron, ambos seguían vivos.

—¡Brujería! —gritó el pueblo.

Y los quemaron a los dos.

 

¿Corinto o Tebas?

Maximiliano González Jewkes

 

Palo, golpe, click. Uno se aleja. ¿Dónde estaba entonces? Sombra de sospecha en los ojos de la esfinge.  Necesito un plus de grrr para seguir andando. Golpe. Padre cae mientras madre piensa en mí rodeada de sedas. ¿Camino a dónde encontraré mis huellas? Ceniza en las pupilas. Algo se adivina. Soberanía de sombras. Mamá, ¿con qué cielo pasan estas cosas?

 

Ciudad Madero

Iñaki Garzia Furia

 

No tenía nada que hacer, salvo concentrarme en mi propia miseria. Y, tal vez, encontrar un sitio donde dormir y algo para comer y algo con lo que colocarme y dejar así de concentrarme en mi propia miseria.

Joder, ¿qué me había pasado? Yo era un tipo de buena planta, inspiraba respeto. Y tal y como me encontraba, daba más bien pena. Intentaba desentrañar la maraña de golpes de mala suerte que me habían dejado así.

Estaba bien jodido. Ciudad Madero no era un buen sitio para andar sin un puto clavo en el bolsillo.

 

Una mañana en Ulm

Nicolás Micha

 

Hermann Einstein estaba dispuesto a salir de su casa cinco minutos antes de lo usual. Por ese motivo terminaría pasando por debajo de un edificio en construcción en el momento en que una viga de ciento veintidós kilos se precipitara al vacío y cayera sobre su cabeza. Tan solo por culpa de un obrero borracho y una diferencia ínfima de tiempo, se habría llevado a la tumba la teoría de relatividad. Pero, fruto del mal presentimiento, terminará saliendo a horario.

 

El día después

Claudia Isabel Lonfat

 

El día después quedarán las calles silentes. Un montón de piedras. Un montón de cadáveres. Todos apilados, como pequeños monumentos de lo que no pudo ser.

La morguera se llevará los despojos, y los municipales, la basura; ambos con la misma indiferencia.

Un hilo de humo dibujará la madrugada. Pronto todo se disipará para volver a la normalidad y naturalizar la herida.

Los oficinistas, obreros, maestros, comerciantes, y hasta los siniestros, regresarán a sus puestos. Se cambiarán las vidrieras rotas. Despintarán las paredes de reclamos. Se borrará todo vestigio.

Las calles, ahora limpias, escribirán otra página en blanco.

 

El sueño

Milton Echeverría

 

Estuve tan cerca de hacerlo que no debería haber despertado. No quería haber despertado. Pero los sueños son así, se terminan. Se terminan justo en el mejor momento. La secuencia se desarrollaba en su esplendor perfecto pero de la nada se esfumó con los rayos del amanecer.

Abrir mis ojos y despertar fue el sacrilegio peor, cometido por mí.

Ya no había vuelta atrás. Intenté, debo decirlo, dormirme de nuevo para que todo volviera a donde quedó, pero con esa convicción de que nada sería como fue. Mi despertar me marcó en los parámetros en los que realmente vivía, solo, apesadumbrado y muchas veces triste, por lo que deseaba, la mayoría de las veces, vivir soñando pero no para despertar, pues era lo que hoy me había pasado y lo que yo no quería…

 

Homero minimalista

Cristian Mitelman

Una grulla se ha posado sobre el muro que parece infranqueable. En uno de sus ojos se reflejan  los hombres que preparan la defensa de la ciudad, las arengas eólicas, los templos frecuentados por los sacerdotes. En el otro, las barcas, los escudos que reposan en la arena, el bronce de las lorigas, la imagen de Ulises que juega a los dados...

 

Ojos que no ven

Sergio Gaut vel Hartman

 

Milton Erickson, el famoso médico estadounidense que revolucionó su especialidad al cambiar las técnicas del hipnotismo aplicadas a la psicoterapia, nació en 1901 en Aurum, una pequeña ciudad de Nevada ya desaparecida. ¿Desaparecida? ¿Desaparecen las ciudades? Me inclino a pensar que Erickson pergeñó una alucinación colectiva que ha puesto a Aurum fuera del alcance de los sentidos ordinarios y que en ella, desde hace medio siglo, viven y trabajan multitudes de científicos de todas las áreas que diseñan el futuro de la Tierra y preparan el salto desde la cuna al universo, tal como previó Arthur C. Clarke. Tengan en cuenta que, como señaló el autor de El fin de la infancia, la ciencia más avanzada es indistinguible de la magia.