Oscar De Los Ríos
Hoy es la
noche en que, después de tres años, estaremos otra vez juntos: Luis, el flaco
Abel y yo.
Me encontré con el flaco en la calle de los espíritus ―la llaman así porque
el viento, al pasar entre los árboles, semeja el lamento de las almas en pena― y
sin prisa, pero sin pausas, nos encaminamos a la casa de Luis. Hacía tres años
que nuestro amigo se había radicado en Brasil por un tema laboral y solo
regresó a la Argentina en una oportunidad, quedándose un par de días. A tres cuadras
de la casa se me ocurrió preguntarle al flaco por don Carlos, el padre de Luis.
Su respuesta me sorprendió.
—¡Pobre don Carlos, ya no está entre nosotros! ¡Partió!
Estaban a punto de saltarme las lágrimas cuando lo increpé:
―Pero… Abel, si sabías que el viejo murió ¿cómo no me avisaste?
—¿Quién dijo que murió? —me contestó el flaco con una misteriosa sonrisa.
―¡Ah, bueno! Me quedo más tranquilo, ¿cuándo se fue a Brasil para reunirse con
Luis?
―¡Aflojá, Jorge! ¿Acaso vos creés que la única forma de partir es morir o
viajar?
Iba a preguntarle extrañado de qué hablaba, cuando llegamos a la casa de Luis.
—¡Mirá! —dijo Abel—. Parece que Luis sacó al viejo y lo puso en el patio.
Sentado en una reposera de lona, con los ojos cerrados y las piernas
colgando hacia un lado, don Carlos parecía dormitar. En la radio sonaba el
tango “Volver”.
Me dirigía a saludarlo cuando el flaco me detuvo.
―¿Qué hacés? Te dije que el viejo ya no está entre nosotros.
Amagué igual un saludo, pero nunca llegué a terminarlo porque justo en ese
momento apareció Luis y los tres nos fundimos en un fuerte abrazo.
Charlamos durante un par de horas y nos pusimos al tanto de la vida de Luis
en Brasil, antes que el tema recayese en don Carlos. Fue Luis quien, con los
ojos a punto de estallar en lágrimas, dio comienzo al siguiente relato.
―Cuando la empresa en la que trabajo decidió cerrar su sucursal en la
Argentina y trasladarse a Brasil, fue un golpe muy duro para mí. Me ofrecieron
el mismo puesto en el país vecino, pero debía optar entre los viejos, la barra,
todo lo que constituía mi vida hasta entonces o quedarme sin trabajo. Comenzar
de cero a los treinta años y tirar por la borda diez años de carrera no era lo
que tenía planeado para mi futuro. Traté que al menos los viejos fueran conmigo,
pero ellos se negaron.
»Si bien al principio fue duro, logré acostumbrarme al idioma y la cultura bahiana.
Además, la vieja me escribía cartas regularmente y me mantenía al tanto de
todo. Las cartas de mi madre llegaban con regularidad, una todos los viernes,
hasta que murió.
»Regresé al país para el velorio y de nuevo la disyuntiva, volver a la
Argentina o quedarme en Bahía. Luego del entierro tuve una charla con el viejo
y me dijo:
»―No seas tonto hijo. Ni hablar de que vuelvas. Te acaban de dar un ascenso
y, según me contaste, estás saliendo con una chica brasileña. Yo no me voy con
vos por ahora, pero más adelante… quién sabe.
»Volví a Brasil y por un tiempo no tuve noticias de mi viejo; él no era de
escribir cartas como mamá. Por eso, cuando recibí la primera misiva me
sorprendió.
»Querido hijo, seguramente te sorprenda
recibir esta carta mía. Es más: hasta ayer no pensaba en escribirte. Sucedió
que anoche me visitó tu madre y me preguntó por vos. Como no tenía noticias
tuyas recientes, me reprochó la falta de amor que este acto supone en ella y me
pidió te escribiera. Yo sigo bien. Si es posible, quiere estar al tanto de tus
asuntos. Si esto no te trae inconvenientes.
»Al leer la carta me puse contento; supuse que se estaba ablandando y en cualquier
momento se venía conmigo. Le contesté contándole algunos detalles de mi vida y
la correspondencia fue fluida. Una carta todos los viernes. Todo parecía
normal, pero con el correr del tiempo, el contenido llegó a estremecerme: la
letra era la de mi viejo, pero la redacción se parecía a la de mi madre. Un viernes llegó una carta que me hizo temer
lo peor.
»… y tu padre insiste, pero no te
preocupes, no dejaré que te abandone. Además, si lo hiciera dejaría de tener
noticias tuyas.
»Una carta todos los viernes, hasta que llegó la última.
»…Tuve que llegar a un acuerdo con tu
padre, pasará un año conmigo y luego volverá para traerme noticias tuyas. No te
preocupes hijo, todo va a estar bien.”
»Lo primero que pensé fue lo peor, luego en llamar a tía Margarita. Cuando
me pude comunicar con ella me tranquilizó a medias.
»—Carlos está bien, Luis. Lo único extraño es que se acostó a dormir hace
tres días y aun no despertó. Yo me instalé en tu casa. Desde que murió Mabel
quise mudarme con él, al fin y al cabo, somos dos viejos solos, pero él siempre
se opuso. Ahora tampoco dijo que sí, aunque ya no se opone. Los médicos que lo
revisaron dicen que va a despertar en cualquier momento.
»―Apenas pude, como imaginarán, volví a la Argentina y encontré a mi viejo
en el estado en que está ahora. He consultado a muchos especialistas, y nadie
lo logra despertar. Cuando regresé a Brasil, Laura me convenció de ver a un brujo.
Sí, ya sé que ustedes no creen, pero si vivieran en Bahía pensarían distinto. Me
dijo que al viejo lo atrapó un demonio de los que habitan en el mundo de los
sueños, que se hace pasar por mi madre y lo tiene engañado. Me aconsejó volver a
Rosario, cuando se cumpliera el año, y colocarle en el cuello este amuleto que
me dio. A las doce de la noche en punto.»
Tras decir esto, sacó un collar muy antiguo. Tenía un medallón con una
calavera de plata engarzada y, en otro dije, un Cristo.
―Por eso es que les pedí que vinieran, no me animo a estar solo con el
viejo. El brujo me dijo, además, que si despierta antes de que le coloquemos el
amuleto el demonio que lo posee se lo llevará a él, y a todos los que lo
acompañen en ese momento.
—¿Cuándo se cumple se cumple el año? ―Me estremecí intuyendo la respuesta.
—¡Hoy, Jorge, hoy mismo!
Me di vuelta hacia el lugar donde descansaba don Carlos, con un temblor
incipiente en las piernas, y lo vi levantarse del sillón en el que estaba descansando.
No tenía puesto el amuleto. Me miró fijo y estiró los brazos terminados en garras;
su rostro se distorsionó en una mueca pavorosa y, abriendo las fauces, me llamó.
—¡Jorge! ¡Cuánto hacía que no te veía! Venga un abrazo, muchacho.
Mientras huía despavorido, no pude percatarme del hecho de que Luis y Abel
reían a carcajadas. Reía también la tía Margarita escondida detrás de un árbol,
esa arpía amante de las burlas que ató las garras y la máscara al viejo
dormido. El viejo se libró el disfraz improvisado, pestañeó los últimos
rescoldos de su siesta y bramó.
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