Patricio G. Bazán
“Agencia de Trabajos Temporales”, leí con inocencia en un
aviso hace ya una eternidad, cuando apenas era un joven escritor sin trabajo.
Pero luego de tantas misiones por el Tiempo, me sentía turista en mi propia
época. “Esta será mi última comisión”, me repetía a mí mismo como un mantra protector,
rogando cada vez que se cumpliera ese deseo.
Hace
demasiado frío en San Petersburgo.
Recuerdo
que, desde hacía un tiempo, cada encargo me parecía peor que el anterior. Nunca
una playa tropical, ni un valle tranquilo en los Alpes, y sospechaba que,
quizás por ser el más bisoño del equipo, siempre me enviaban a la Europa de la
Peste Negra, o a las hostiles estepas mongolas, solo para librarse del molesto
novato.
Pero
luego descubrí la verdad: sólo podía viajar a eventos históricos donde hubiese
vivido algún ancestro mío. Nunca nos explicaron el motivo; así funcionaba el
sistema, y punto. “La Vieja Martha” —el cariñoso apodo con que llamaban a la
maldita máquina de saltar por la Historia— cotejaba el ADN de cada agente, y le
asignaba una misión 100% compatible. La única regla de oro en este oficio
consistía en evitar el encuentro personal con un retropariente. Repito, no sé
cómo ni por qué, y si algo aprendí en este oficio es a no formular preguntas
innecesarias. Podría ganarme un pasaje sin retorno al Jurásico…
Confirmé
las coordenadas en mi crono: 1829. La misión consistía en eliminar a un
sociópata anarquista que había retrocedido a la Rusia del siglo XIX, burlando
nuestra vigilancia. ¡Qué ganas de complicarle la vida a la gente! Su plan era
introducir el libro “Das Kapital” en el ambiente literario ruso antes de
tiempo, con el propósito de acelerar el adecuado clima antizarista para una
Revolución prematura. ¡A saber qué efecto dominó histórico terminaría por
desencadenar!
Temblaba,
y no sólo por el frío. Estaba harto de “suprimir” errores históricos. Mi pasión
eran los libros, no los crímenes.
Allí
estaba el revoltoso: acababa de entrar en una casa para encontrarse con un tal
Nikolai Gogol, un ucraniano oportunista, poetastro, conspirador de opereta y
burócrata. ¡La oveja negra de mi familia! Debía operar con extrema cautela.
Ignorando
el frío que traspasaba mis ropas, esperé pacientemente al abrigo de las sombras
de la calle hasta que vi salir a una figura embozada. ¡Mi presa!
Salté
sobre ella sin piedad ni cuidado, y tal vez mi mano embotada por el frío no
haya sido tan precisa como esperaba: manaba demasiada sangre de su cabeza por
haber recibido un simple golpe. Debía interrogarle, y luego eliminarlo, pero no
al revés. Grave error, pero no fue el único, porque al registrarlo noté el gran
parecido que teníamos en común. El criminal jamás había abandonado la casa.
En la
Agencia bromeábamos sobre la vieja paradoja temporal del viajero que mata a su
abuelo y desaparecía al retornar a su época. Mientras contemplaba los copos de
nieve que lentamente caían sobre nosotros, sentí que jamás volvería a reírme.
Sin
detenerme a pensar en las consecuencias, hice lo que correspondía: ingresé a la
vivienda para completar la misión y salvaguardar un Futuro que no vería jamás.
Borré toda evidencia, tomé el lugar del muerto y, como no tenía nada mejor que
hacer, me puse a escribir. Bebí como un cosaco, escribí muchas obras, quemaba
otras tantas y viajé mucho, con la esperanza de perderme en el mundo o, al
menos, reescribir mis recuerdos felices de un futuro inexistente.
Algunas
noches, releo estas locas notas en mi diario, y me asaltan las carcajadas. “¿De qué te ríes?”, me pregunta mi amigo
Pushkin? “De mí mismo me río”, le contesto, y nuestra risa me induce a creer
que tal vez no haya estado tan mal, después de todo...
Estupendo. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUna historia original, inteligente, bien escrita.
ResponderEliminarUna historia uy original, inteligente, bien escrita, buen ritmo.
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