martes, 7 de diciembre de 2021

YO, NICOLÁS

 Patricio G. Bazán


“Agencia de Trabajos Temporales”, leí con inocencia en un aviso hace ya una eternidad, cuando apenas era un joven escritor sin trabajo. Pero luego de tantas misiones por el Tiempo, me sentía turista en mi propia época. “Esta será mi última comisión”, me repetía a mí mismo como un mantra protector, rogando cada vez que se cumpliera ese deseo. 

Hace demasiado frío en San Petersburgo.

Recuerdo que, desde hacía un tiempo, cada encargo me parecía peor que el anterior. Nunca una playa tropical, ni un valle tranquilo en los Alpes, y sospechaba que, quizás por ser el más bisoño del equipo, siempre me enviaban a la Europa de la Peste Negra, o a las hostiles estepas mongolas, solo para librarse del molesto novato.

Pero luego descubrí la verdad: sólo podía viajar a eventos históricos donde hubiese vivido algún ancestro mío. Nunca nos explicaron el motivo; así funcionaba el sistema, y punto. “La Vieja Martha” —el cariñoso apodo con que llamaban a la maldita máquina de saltar por la Historia— cotejaba el ADN de cada agente, y le asignaba una misión 100% compatible. La única regla de oro en este oficio consistía en evitar el encuentro personal con un retropariente. Repito, no sé cómo ni por qué, y si algo aprendí en este oficio es a no formular preguntas innecesarias. Podría ganarme un pasaje sin retorno al Jurásico…

Confirmé las coordenadas en mi crono: 1829. La misión consistía en eliminar a un sociópata anarquista que había retrocedido a la Rusia del siglo XIX, burlando nuestra vigilancia. ¡Qué ganas de complicarle la vida a la gente! Su plan era introducir el libro “Das Kapital” en el ambiente literario ruso antes de tiempo, con el propósito de acelerar el adecuado clima antizarista para una Revolución prematura. ¡A saber qué efecto dominó histórico terminaría por desencadenar!

Temblaba, y no sólo por el frío. Estaba harto de “suprimir” errores históricos. Mi pasión eran los libros, no los crímenes.

Allí estaba el revoltoso: acababa de entrar en una casa para encontrarse con un tal Nikolai Gogol, un ucraniano oportunista, poetastro, conspirador de opereta y burócrata. ¡La oveja negra de mi familia! Debía operar con extrema cautela.

Ignorando el frío que traspasaba mis ropas, esperé pacientemente al abrigo de las sombras de la calle hasta que vi salir a una figura embozada. ¡Mi presa!

Salté sobre ella sin piedad ni cuidado, y tal vez mi mano embotada por el frío no haya sido tan precisa como esperaba: manaba demasiada sangre de su cabeza por haber recibido un simple golpe. Debía interrogarle, y luego eliminarlo, pero no al revés. Grave error, pero no fue el único, porque al registrarlo noté el gran parecido que teníamos en común. El criminal jamás había abandonado la casa.

En la Agencia bromeábamos sobre la vieja paradoja temporal del viajero que mata a su abuelo y desaparecía al retornar a su época. Mientras contemplaba los copos de nieve que lentamente caían sobre nosotros, sentí que jamás volvería a reírme.

Sin detenerme a pensar en las consecuencias, hice lo que correspondía: ingresé a la vivienda para completar la misión y salvaguardar un Futuro que no vería jamás. Borré toda evidencia, tomé el lugar del muerto y, como no tenía nada mejor que hacer, me puse a escribir. Bebí como un cosaco, escribí muchas obras, quemaba otras tantas y viajé mucho, con la esperanza de perderme en el mundo o, al menos, reescribir mis recuerdos felices de un futuro inexistente.

Algunas noches, releo estas locas notas en mi diario, y me asaltan las carcajadas. “¿De qué te ríes?”, me pregunta mi amigo Pushkin? “De mí mismo me río”, le contesto, y nuestra risa me induce a creer que tal vez no haya estado tan mal, después de todo...



3 comentarios: