Guillermo Corte
Joel lo sabía. Sabía que algún día iba
a suceder, y sin embargo, cada mañana despertaba con la secreta esperanza de
que ese día fuese otro. Así, había logrado, por años, evitar la angustia y aquellos
molestos cuestionamientos acerca del tiempo que realmente tenían por delante. Pero,
a pesar de las tretas que jugaba a su propia mente, en el fondo era perfectamente
consciente de que no se puede tocar a las puertas del averno y pretender luego huir
corriendo.
Sin embargo,
naturalmente, un día sucedió. Su mente abrazó la aceptación tan pronto como los
divisó al otro lado de la calle. Su espíritu, que siempre había sido indómito,
pretendió en cambio, que aún tenía una minúscula esperanza. Después de todo, guardaba
un par de trucos bajo la manga. Como sea, iban a tener que hacer algún esfuerzo
para llevárselo, porque Joel no iba a entregarse como un cordero. Quería, por
lo menos, que hablen de su fallecimiento en los círculos, pasar a la posteridad,
ser una insignia que trascienda los tiempos.
Se consideraba a
sí mismo un artista. En sus ejecuciones, ponía siempre algo de sí mismo. Por
esto concebía con cariño la extraña idea de que su muerte fuera su última obra
de arte. Una obra de arte dónde su sufrida existencia debía plasmase en toda su
gravedad y virulencia.
Resignado, subió
a la habitación de su hijo y le dio un beso en la frente asegurándose de no
despertarlo. El timbre sonó en ese mismo instante. Joel se acercó a la puerta,
suspiró y la abrió.
La misteriosa
pareja ingresó lentamente, sin perderlo de vista. El hombre, que parecía de
unos ochenta años, tenía una marcada deformación en el rostro y vestía un traje
anticuado. Su mano izquierda se mantenía oculta en uno de sus bolsillos. La
mujer, que era extremadamente bella, estaba desarmada.
No se dijo una
palabra. Tan pronto como ingresaron, un aura extraña invadió su hogar y le
causó un fuerte escozor en el estómago. Desconocía sus habilidades, pero sin
dudas eran muy fuertes. No esperaba menos de Caspio.
El anciano se
sentó en el sillón y se cruzó de piernas mientras sacaba del bolsillo una
pequeña esfera negra.
—No es necesario
—dijo calmadamente, procurando no aumentar el nivel de tensión— que esto sea
algo desagradable. La suerte está echada. Te hemos estudiado y nos han
informado.
—Sabemos lo que
puedes hacer —agregó la mujer.
—La llaman Trhig —prosiguió el hombre, exhibiendo el
artefacto—. Al principio no causa dolor, pero no es instantánea…
—Mi hijo… —interrumpió
Joel.
—Te doy mi
palabra que no le haremos daño.
—Te doy mi
palabra —ratificó su compañera.
—No me refiero a
eso... Es que, no puedo dejarlo solo.
—Las deudas
deben ser saldadas, Joel. No se puede huir del karma.
Joel los
observó. Pensó que, si iba a defenderse, era mucho mejor hacerlo pronto.
—Se puede
intentar… —afirmó, desafiante.
La frase alertó inmediatamente
a la pareja, que no esperaba resistencia. Pero fue demasiado tarde: el hilo
invisible se había enredado en el dedo meñique derecho del sicario. La mujer intentó
echarse hacia atrás, y casi logró escapar. No obstante, Joel alcanzó a enredarlo en su pierna
izquierda. Ambos sintieron la tensión del hilo inmediatamente, y aunque no
pudieran notarlo a simple vista, pudieron percibir un tenue brillo que iba extendiéndose
hasta una de las manos de Joel.
—Eres un ser
traicionero —exclamó la mujer visiblemente ofuscada—. Quítalo o retiraré mi
promesa sobre el niño.
—¡Shhh! No
hables —aconsejó Joel, casi con un tono burlón, colocando su dedo índice sobre
su boca—, en unos minutos níma habrá
drenado toda la energía de tu cuerpo. Te sentirás cansada hasta para hablar. Si
se van ahora, retiraré el hilo en cinco días. Necesito ese tiempo.
Pero ninguno de
ellos se inmutó. La mujer comenzó a aproximarse a Joel, mientras este comenzaba
a percibir un fuerte ardor en el pecho y una leve sensación de mareo. El hombre
exclamó riendo:
—Nadie que haya
unido su energía a ella ha sobrevivido jamás, yo que tu lo haría ahora mismo.
Entonces la
sensación se agudizó: los ojos de Joel comenzaron a ponerse rojos, las venas de
su cabeza se inflaron más y más. Casi sin poder respirar, no tuvo más remedio
que desprender el hilo que los unía.
—Veneno
energético —siguió el anciano—, un aura tan putrefacta que nadie ha podido
jamás tocarla por más de unos segundos. Un desperdicio, ¿has notado lo hermosa
que es?
Joel intentó
recomponerse y llegar a algún tipo de negociación:
—Si muero con mi
Níma activa el que este en contacto
conmigo morirá también —dijo señalando al sicario.
El hombre
suspiró y exclamó:
—Un desperdicio…
—¡Vaya! Esta
pequeña rata te ha costado un dedo —dijo ella.
De repente, con
un movimiento velocísimo, el hombre cercenó el dedo anudado con la mano izquierda. No se derramó
ni una sola gota de sangre, como si su cuerpo pudiera suturarse de manera
instantánea.
—¿Tienes algún
otro truco? ¿No? ¿Puedo seguir?
Joel estaba
anonadado. Eran dos seres monstruosos, tan inhumanos como él mismo.
—Como te decía,
una vez que Trhig se activa, en la
habitación se crea una jaula de la cual no puedes salir jamás. Es imposible. Solo
se desactiva cuando el prisionero perece. A medida que pasa el tiempo, el dolor
dentro se hace tan insoportable que generalmente el prisionero se suicida o
simplemente fallece a causa del dolor. El nivel de tormento depende
exclusivamente de la maldad de tu aura. Por lo que veo, será extremadamente
doloroso.
Dicho esto, el
sujeto profirió algunas enunciaciones en un idioma extraño y volvió a sentarse.
—Tu destino ya
estaba esta sellado, Joel. Te explicaré como funciona, llámalo cortesía
profesional. Antes de entrar, he marcado ocho puntos fuera de la casa. Estos conforman
las aristas de una figura tridimensional. Son los límites de tu presidio. Ahora, hay algunas cosas que
Caspio quería saber antes de terminar contigo. Si nos las comentas y eres
sincero, seré clemente con el niño.
La mujer tomó
asiento.
—Pregunta —dijo
Joel, cortante.
—Caspio quiere
saber quien le traicionó y si fueron más de uno. ¿Quién te proporcionó acceso a
la bóveda?
Antes de que
pudiera responder, la mujer decidió añadir otra pregunta:
—Ya que vas a
morir, me muero de ganas por saber qué pasaba por tu cabeza cuando decidiste
liarte con Julia. ¿Quieres saber lo que él le hizo?
Joel la ignoró y
se dirigió al anciano.
—Nadie le
traicionó. Obtuve la clave de acceso del propio Caspio.
—¿Cómo?
—preguntó el hombre.
—Aparte de
traicionero, eres despiadado. —Ella se ofuscó por haber sido ignorada—. Sabias
que liarte con ella le causaría la muerte, ¿cierto?
Joel solo miraba al hombre.
—Una de mis
habilidades menos conocidas, Julia la llamaba marcos mentales.
Una pequeña
bruma roja comenzó a formarse alrededor de las muñecas de la visitante. Estaba
determinada a obtener una respuesta, aunque no formara parte de la misión
encomendada y no tenía intenciones de soltar el tema.
—¿Sabes acaso lo
que sufrió?
Al percibir la
bruma, que se extendía por la habitación, Joel giró hacia ella, satisfaciendo
su deseo:
—Sí, yo la maté.
Lo sé. Sabía que enamorarme de ella la ponía en riesgo y no pude controlarme.
Pero jamás pensé que Caspio podría tocarle un pelo. Creí que lo conocía, pero
no. ¿Satisfecha?
—¿Marcos
mentales? —interrogó el hombre, cortando la conversación. Solo quería saber lo
que su jefe le había mandado a preguntar. La impertinencia de su inexperta compañera
estaba complicando innecesariamente las cosas. Ya había perdido un dedo y no
quería que nada más pudiera salirse de control.
—Así es. Tendemos
a pensar que la realidad está compuesta por un conjunto de hechos —explicó
Joel—, que nuestras interpretaciones no pueden tocarlos, no los pueden alcanzar
de ninguna forma. Pero en realidad, los hechos no existen, solo existe lo que
acontece, lo que nos acontece. Hay algo de nosotros que imprimimos en ellos.
Por ejemplo, tú marcaste ocho puntos en esta habitación, hiciste una
enunciación y la designaste como una prisión. Pero, ¿cuáles son los hechos
realmente? Yo imprimí también algo de mí en ese evento.
El niño, que se
había despertado, descendió y contempló la extraña escena. Joel lo observó de
reojo, pero mantuvo la vista fija en el anciano.
—¿Qué dices? —preguntó
el sicario, confundido sin hacer caso a la presencia del niño.
—Verás —replicó
Joel—, cuando delimitas un espacio siempre hay un adentro y un afuera. ¿No? Pero
tú nunca dijiste cual era cual. Me atrapaste sin dudas, pero ¿me has atrapado
fuera de tu jaula? ¿O dentro?
El anciano
comprendió todo al instante.
—Por eso siempre
se sale con la suya —explicó el niño con una sonrisa malévola.
—¡Es imposible!
—gritó el anciano mientras le invadía el temor.
—Es posible, si
tú lo crees. Ahora, intenta no creerlo… porque el marco ya está fijado en ti.
—Es muy difícil
no creer algo que uno cree. —El niño parecía disfrutar la situación.
—¿Cómo? ¿Solo
con palabras?
—Solo palabras
—afirmó Joel—; no hay nada más poderoso.
El anciano
aceptó estoicamente su destino. Por suerte traía su dosis de cianuro, escondida
en la dentadura. La mujer, en cambio, intentó salir rápidamente de la casa, pero
advirtió que no le era posible. Aterrada, preguntó:
—¿Cuál? ¿Cuál es
el adentro?
Fue el niño
quien respondió, burlón:
—Adivinador
adivina, adivina adivinador.
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