Gabriela Vilardo
“Soy Amelia. Estoy acá” parece gritarme esta mujer
de pelo largo y canoso que sale a mi encuentro. Usa delantal de internado. Mi
propio escepticismo en la oscuridad de esta cueva, no me asusta. Entro solo a
ciertos lugares para que nadie, desde su compasión silenciosa, interfiera en mi
búsqueda. Y acá estoy frente a Amelia, tal vez escapada de un hospicio. La
mujer ha perdido todo tipo de contacto con el mundo exterior. Amelia, un ser
sin ninguna cualidad vital que la haga atractiva; alguien taciturno que camina
por este espacio. Amelia, con la mirada perdida. Amelia, muda. Amelia, pasando
por delante de Antonio. ¿Antonio? Sí, Antonio que, sentado en un rincón,
acomoda sus tiradores de inmigrante italiano. El hombre, mudo y mezquino,
entonces, en la tenebrosidad de la caverna, solo con su alma. Antonio, ahora,
mira a Amelia pero no le habla. Ella se aleja permanentemente y corre hacia la
oscuridad. Me apuro y la sigo; y en la corrida me topo con un álter ego supongo
que de Hildstrut, una criada húngara, tal como me la imaginé en un cuento de
Denevi. Seguramente ésta, que bien podría llamarse Ingrid para simplificar el
asunto, es un poco sorda como aquélla, pero además, muda, y pasa detrás de
Amelia. Arrastra los pies. Me mira con desconfianza. Tal vez Ingrid sea la
responsable del encierro de Amelia y ahora la custodia. Van una detrás de la
otra. La criada apática, aunque no menos temperamental, me vuelve a insultar
con la mirada, pero yo alcanzo a Amelia y le muestro la salida aunque me
ignore; se acostumbró a su condición de cautiva. Amelia, muda. Igual que
Antonio. Igual que Ingrid. La salida está al descubierto y todos se quedan. Los
mudos, ahí, sin intenciones de huir. Tal vez, ellos hayan entrado un viernes;
como yo, que estoy acá, buscando musas para mis textos. Sin miedos. Antonio no
escapa cuando intento un acercamiento a él, pero se acurruca en el piso,
metiendo la cabeza entre sus piernas. Me agacho. Le digo que podría salvarlo.
No me mira. No me habla. No lo odio aunque podría; creo que por su falta de
valentía. No es capaz de defender a Amelia de la custodia de Ingrid. Ingrid me
hace evocar a aquella Carmen de mi infancia. Una analogía bastante creíble. Tal
como están las cosas, bien podría ser Antonio, entonces, el hombre frustrado
que espera, en vano, a una Amelia agobiada. Me resulta inevitable la
comparación en este ensordecedor silencio: mi abuela, ni siquiera había
intentado una fuga para salir de aquel encierro en el que se desmoronó. Nunca
obtuve respuestas de esa historia. Yo sólo veía pasar a Carmen que, con
insolencia, trataba a la anciana como si fuera de su posesión. Al menos, si
estos hablaran. No me iré sin resoluciones esta vez. Nunca supe, con certeza,
por qué Carmen cuidaba de mi abuela, pero puedo averiguar hoy la razón por la
que Ingrid atormenta a Amelia con su persecución en este lugar. Podría
animarme, también, a avasallar a ese escritor que, sentado sobre el piso
áspero, no levanta la vista del papel. Está narrando una historia. Creo que se
bate a duelo entre un final feliz o uno abierto; no debería obsesionarme tanto
con esto. Tal vez el hombre esté tratando de saber los motivos por los cuales
Amelia enloqueció. Tal vez intente explicar, sí, que Antonio la espera hasta
que ella salga de ese letargo mental en el que la han sumergido. Antonio sigue
mudo. Esta Hildstrut o Ingrid, tal vez, Carmen, me vuelve a desafiar con la
mirada. ¿Creerá que no estoy dispuesto a dejarla al descubierto, así como se la
ve de tosca? Pasa y cree espantarme, como lo hacía Carmen. La maldita Carmen,
cómplice del abuelo Luis, capaz de sumergir a alguien en un martirio. Una
abuela encerrada, -entonces, en mi evocación-, penando por otro amor, supongo,
y agobiada por Carmen que interceptaba, tal vez, cartas de un italiano. Le
tironeo el papel al escritor que sigue reacio. Me atormenta la duda con
respecto a lo que escribe con tanto empecinamiento. ¿Creerá que puede encontrar
un nudo para su historia sin consultarme? Yo podría contarle quién es Amelia. O
al menos, algo. Podría advertirle que Antonio es un hombre preocupado por una
Amelia que enloqueció por el maltrato de un esposo y, entonces, la espera desde
la clandestinidad, a instancias de quitarse de encima a Ingrid en el momento
justo y con el arma precisa. Intento apropiarme del desenlace de esta historia
y el escritor, también mudo como los otros, odia mis contradicciones y no me
quiere escuchar. Trato de persuadirlo de que Ingrid pronto morirá bajo el arma
sostenida por un italiano. Aunque él finja ignorarme, sé que me escucha. Y
tiene la certeza de mis dudas. No debería mediar un homicidio para salvar la
dignidad de dos personas. La cueva se oscureció. ¿Quién entra? Hoy no debería
ingresar nadie. Viernes de brujas que ya no están pero que, misteriosamente,
atrapan cuerpos sólo por invadir este lugar. Sus almas, con el tiempo, serían
materializadas al antojo de las hechiceras. Una leyenda como tantas. Se viene
la noche. Amelia me sigue; detrás de sí, Antonio. El escritor me ignora porque
mis indecisiones lo atormentan. Sé dónde está la salida. Alguien clava un arma
blanca en el estómago de Ingrid. Alguien ¿Quién? En realidad, tendría que ser
Antonio. Mi huida es inminente, no sin antes escribir mi nombre en estas rocas,
como lo hicieron los que entraron alguna vez... ¿Dónde escribo? ¿Al lado de:
“Soy Amelia. Estoy acá”? Debería tachar “Ingrid”, que se interpone entre el
“Soy Amelia. Estoy acá”, y el “Antonio, 1871”. Me doy vuelta y ellos ya no
están. Los llamo. No contestan. Siguen mudos. Desaparecieron. Ahora,
inesperadamente, escucho sus voces, pero no los veo. El eco de sus gritos
mezcla las historias y me confunde. Salgo de la caverna con mi página en
blanco. Mi esposa me esperaba afuera. Ya no está.
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