jueves, 23 de diciembre de 2021

EL CASO DEL HOMBRE DIVIDIDO

Patricio G. Bazán


Londres, otoño de 1885. El doctor Edison Maxwell se hallaba sólidamente plantado frente a la ventana de su moderno consultorio de la calle Baker 223. Afuera caía un fuerte aguacero, pero apenas si prestaba atención: en su cabeza rugía una feroz tormenta eléctrica de soluciones y alternativas para tratar la aflicción de su paciente.

—Querido Henry, hemos sido camaradas en la Facultad de Medicina y creo conocerte lo suficiente como para saber que no exageras. Sospecho que tu problema no es físico, sino mental.

El otro hombre, flaco y ojeroso, saltó del sillón como un resorte.

—Edison, no creo estar loco cuando afirmo que me transformo por las noches…

—No me refería a eso, amigo mío. ¿Recuerdas a nuestro compañero en Oxford, Talbot? También afirmaba lo mismo; solo que, en lugar de volverse un hombre salvaje e indecente como tú, se convertía en un lobo feroz.

—Suena a locura, Edison…

—No lo era. Creía honestamente en su metamorfosis, aunque en realidad se trataba de un mecanismo de su mente para liberar toda la lujuria reprimida. Durante el día actuaba como un científico ermitaño, tan brillante y digno de admiración como Gladstone; pero al amparo de las sombras brotaba su parte rebelde y salvaje, libre de toda presión social y profesional.

—Y supones que yo padezco algo similar, ¿verdad? —susurró Henry, abrumado por su funesto padecimiento.

—Algo así. Permíteme evaluar tus reflejos con mi célebre martillo de plata —bromeó el médico, tratando de calmar la excitación de su colega.

Henry suspiró mientras se dejaba examinar. Confiaba en el talento versátil de Maxwell, ya que no sabía a quién más acudir. Temía que su alter ego se desbocara y, en lugar del resonado y licencioso trovador del Soho, se tornara una bestia desenfrenada y peligrosa, destinada a morir por el garrote. Tragó saliva, recordando que en la casa vecina vivía un temible detective.

—¡Todo bien aquí abajo, muchacho! Insisto en que tu trastorno reside aquí arriba —concluyó Edison, remarcando con unos golpecitos sobre la cabeza del paciente—. Te daré las señas de un prestigioso médico de Viena, especialista en cuestiones mentales. Si alguien puede devolverte la unidad, es él.

Tras un breve pero emotivo abrazo, ambos amigos se despidieron. Edison esperó el inconfundible carrillón de la puerta de entrada confirmando la partida del paciente.

—¡Ya puede salir, John! —exclamó complacido, mientras se quitaba el disfraz.

El hombre aludido emergió de su escondite tras un biombo.

—Otro misterio resuelto, ¿verdad? —inquirió.

El otro bufó, despectivo.

—¡En absoluto! Desde el comienzo sospeché que el atormentado científico vespertino y el salvaje cocainómano trasnochador eran la misma persona. Creo que hemos intervenido a tiempo: mi pequeña representación teatral le ha evitado al inspector Lestrade algunos quebraderos de cabeza, y muchos ayes de dolor a nuestra ciudad.

—No parece que valga la pena consignar esta historia, ¿verdad?

—¡Elemental! No constituye un verdadero caso policial. Créame, nadie volverá a oír de Henry Jekyll. Volvamos a casa antes de que el auténtico Maxwell regrese, y la señora Hudson nos regañe, como de costumbre.




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