La perla en el desierto
Jorge Baudés
Bajó el sol tras de las dunas y en tenue cono de sombras me sorprendí caminando. Sin rumbo, extenuado. Sofocado por el calor, perdí el sentido. Un ruido ensordecedor logró sobresaltarme. El viento serpenteaba dejando surcos en la fina arena creando ilusiones de montes desmoronándose y otros nuevos naciendo a su paso, de la nada.
Una enigmática cueva quedó al descubierto. Sobre las únicas rocas que tapizaban el desolado paisaje, urgido de sed, me abalance a su interior en procura de un manantial que la saciara.
Entre polvorientas huellas, eternizadas en su interior, entremezcladas con restos de furtivos viajeros que, como yo, desafiaron al desierto, encontré una bolsa de cuero roída por las alimañas y el tiempo.
La curiosidad me hizo olvidar por un momento la sequedad de mis entrañas. De su interior cayeron, al volcarla, unas relucientes perlas que parecían sonreír, burlonas, por una nueva frustración ante la codicia de los hombres la que una vez más, cobraría su lección.
Barbie
Nélida Fernández
La niña estaba
asombrada mientras miraba la gran cantidad de hermosos juguetes que llenaban
los estantes del negocio.
—Llevaremos esta —dijo
el padre mostrándole una Barbie mientras recorría las sinuosidades de la muñeca
con un dedo no tan inocente.
—No me gusta, no
la quiero —protestó la hija.
—No me importa.
Cuando crezcas, te parecerás a ella —dijo él con la mano ya desbocada
envolviendo todo el cuerpo de la Barbie.
Afuera, otra niña apoyaba su carita sucia en la vidriera envidiando la escena que estaba viendo: un padre amoroso que elegía una muñeca para su hija. No podía saber que a ambas las esperaba el mismo destino; a una la alcanzaría en su casa de barrio rico y a la otra recorriendo las calles.
Queridas
moscas
Jorge Zarco
Puso en el equipo del reproductor
de CD, un tema de aquellos míticos Golpes Bajos, “Colecciono Moscas”, pues era verano y el
sopor de agosto golpeaba todavía con fuerza. Aquel había
sido el más popular de los grupos de una efímera “Movida gallega” que no llegó
a consolidarse. Gorka era un tipo algo raro como se dice. Prefería ese pop-rock de inicios de los ochenta, al pop insalubre y creativamente muerto de
los tiempos actuales. Cortado por el patrón de programas crueles de salseo,
llenos a rebosar de juguetes rotos para usar y tirar.
—Mierda
corporativa para niñatos adictos a las redes sociales —solía decir. Oyó un
zumbido. Era una mosca que tiraba para moscardón. No la ahuyentó ni intentó
matarla. Esta correteó por su mano y le picó en el dorso de la misma. A esta se
unieron otras que entraban por la ventana, pero Gorka no hizo nada. Cogió de la
estantería de libros y novelas, una antología de relatos de horror de Horacio
Quiroga y se puso a leer el cuento: “Moscas”. Mientras dejaba a tan adorables
insectos picarle. No podía negar que el escozor de las picaduras en sí mismo le
excitaba sexualmente. Qué cosas.
Los Funes
Érica Echilley
El ruido de la cerradura hace eco en la inmensidad de una casona vieja.
Sigilosamente, salimos de nuestros escondites y nos miramos incrédulos. Casi
sin respirar. Casi sin pronunciar palabra. Ella observa por la ventana y ve
como el mayor arroja la llave. Suspiran aliviados.
De pronto, un
rugir colérico inunda la casa. Viene de arriba. Ella corre por las escaleras y
cierra la puerta que da al pasillo. Nos encerramos en la cocina. Los estrépitos
guturales se oyen cercanos.
Miramos la
ventana con cierta esperanza, mientras recuerdo al mayor tirando la llave y
escucho al tigre rasguñar la puerta.
Asimetría lunar
Mario A. Grasso
Mi escéptica mente cartesiana me impedía dimensionar, a cabalidad, la vital trascendencia del paso que, juntos, nos aprestábamos a dar…
Durante varios días alimentaríamos las voraces comidillas de nuestras esperpénticas colegas de la Sala de Profesores. “Septuagenario Doctor en Astrofísica roba módulo lunar y escapa con discípula veinteañera” titularían los amarillistas pasquines espaciales.
No entendía qué me ocurrió. No alcanzaba a discernir qué asincrónico impulso bioeléctrico había disparado la alocada sinapsis que hizo tambalear mi habitual académica postura.
Fue en aquella soporífera siesta de abril… Tratábamos de descifrar la alotrópica estructura cristalográfica de esa roca que, dura e imperturbable cual mi abatanado corazón, esperaba pacientemente el dictamen categórico del aparatejo electrónico que sellaría su nuevo destino: envidiada joya engarzada en dúctiles hebras de terrenal platino u oro blanco, o el acostumbrado de seguir acompañando a sus desdeñadas camaradas allá, en lo más oscuro del socavón; en el oscuro cráter de la cara oscura de la Luna.
Con la fugacidad de un rayo y la sutileza de una mariposa, lo entendí: la distancia asimétrica de su mirada conturbó mi silencio selenita.
El
enemigo implacable
Cristian Mitelman
¿Crees que los muros de esta
celda son lo suficientemente poderosos como para ocultarme? ¿Crees que los
tormentos que me imponen tus carceleros sin rostro pueden vejarme? ¿Crees que
con el terror lograrás perpetuar tu imperio?
Hoy has cometido un error fatal,
porque en la estatua que te has erigido, en el interior de esa estatua de un
blanco atroz como el de miles de cráneos pulidos, vive un pequeño gusano que
sabe horadar pequeñas galerías en el mármol que parece invencible. Es tan
ínfimo, que bien podría caber bajo cualquier uña, pero desparrama cientos de
nuevas larvas que también ramificarán nuevos caminos.
Y con el tiempo (créeme, tengo una
paciencia de ojos quemados) todo el mármol se desplomará, vencido por una
infinidad de resquicios.
Aquí, hundido en la celda de los
ratones, me consolaré noche a noche sintiendo los hondos crujidos de la estatua
y el temblor de tu espíritu.
China
(VI d.C.)
Casi
Guillermo Corte
Ya sintiendo la muerte muy próxima, Kira repasó mentalmente
los acontecimientos más importantes de su existencia. Tomó lápiz y papel, trazó
tres columnas y listó parsimoniosamente sus logros, fracasos y oportunidades
perdidas. Sentía un profundo orgullo por los primeros. Sonrío al releer los
segundos. Sin embargo, la tercera columna le causaba una profunda melancolía.
—No se
puede tener todo, mi querido Kira —se dijo a sí mismo cariñosamente, mientras
encendía un cigarro.
Ya casi
sin lucidez, le pareció ver a la vida consolándolo desde el borde de su lecho.
Quiso decirle algo trascendente, pero, su mente, cansada, carecía del poder de
la elocuencia. Solo pudo hilar sus sentimientos con algunas imágenes,
reproduciendo, curiosamente, el dialogo de una vieja película absurda:
—Casi
te gano —exclamó con tono burlón mientras miraba al cuaderno.
—Eso no
existe —habría respondido ella, tajante, recordándole el límite entre lo divino
y lo humano—; ganar es ganar.
Ana
Chernak
Creamé oficial,
esa cartera no la robó, la encontró en la calle. Yo no lo dejo meterse en
problemas a mi hermano, pasa que le gusta una minita. Antes de perder la
pierna, culpa del puto tren, esa le daba bola, era fachero, el loco. Si pudiera
correr como antes, no lo enganchaba oliendo pegamento. No quiero gatillarla
¿sabe?, pero si me quedo escondido, seguro que usted le rompe las costillas
¡Con el envión que trae y las ganas que le tiene! Cuando mi vieja lo vio salir
me dijo: Corré Walter, seguilo de cerca al Lucho que anda medio perdido,
pobrecito. Si me enganchaba a mí, me la comía, pero al Lucho no me lo va a
tocar.
Embrujo fatal
Ada
Inés Lerner
Entre las paredes de barro, los búfalos y el polvo de los establos vive la mosca de la arena, mi niña. Cederás a un sueño. Descubrirás el descenso de la sombra sobre tus células agonizantes. Sucumbirás y te llamaré por tu nombre, mi niña, como predijo el espíritu.
Oiré tu grito en las sombras y los ecos de tu dolor se grabaran en mí. La enfermera iluminará la cueva en la espesura de tu mal y te veré perderte por un sendero que no alcanzaré a vislumbrar. No podré seguirte, mi niña, me lo impedirá una hechicera que me auguró tu dolencia siniestra. Entonces la reconocí, se escondió entre nosotros y la insulté. Desapareció como una sombra y su imagen invertida huyó, fue detrás de ti. Angustiado, corrí a ciegas para encontrarla, no fue sencillo quise volar y fracasé, se desprendió de mis dedos, lanzó una carcajada al aire y siguió la frenética huida hasta que se desvaneció al embrujo del alba, en la selva virgen, y no pude envolverte en el abrazo, ya no eras libre.
La hipnosis, una
metáfora de la vida humana
João
Ventura
Comenzó la ceremonia promovida por la
SIME —Sociedad Internacional de Medicina Esotérica— para otorgar el Bisturí de
Oro al doctor Guillermo Gómez. El estatus de la asistencia era evidente por
las marcas de los coches estacionados en el parque.
Lo que había hecho famoso al
homenajeado era el uso de la hipnosis para curar diversas dolencias, desde las
puramente físicas hasta las mentales.
El doctor Gómez subió al estrado y
comenzó a describir con voz pausada en qué consistía su trabajo. Las luminarias
daban al recinto el aspecto de una acuarela de un pintor expresionista. La voz
del médico era como un arpegio en tono bajo, ondulando en el silencio que
envolvía el espacio.
El primero en sucumbir al efecto de la voz del orador fue un abogado en la
primera fila. Se quedó rígido, con los ojos bien
abiertos enfocados en el infinito. Luego otros miembros del público lo
siguieron, cayendo en trance.
Un efecto inesperado ocurrió cuando el orador, influenciado por la
respiración tranquila y rítmica del público, entró él mismo en trance, quedando
suspendido a mitad de una frase.
Desde hace quince días, hay unos doscientos
cuerpos rígidos
en el auditorio de la SIME. Algunos ya
apestan.
La peste
Iñaki
Garzia Furia
Huían despavoridos de la peste del
siglo XXI, el COVID, que al principio no asustaba, pero que tras veinte oleadas
se volvió virulento y todos morían... ¿Adónde iba toda esa gente? No lo sabían,
sencillamente se alejaban de las ciudades, hacia el campo, igual que lo habían
hecho sus antepasados del siglo XIV.
Huían y lo colapsaban todo a su paso;
era como un enjambre atascado en mitad de la nada.
La peste del siglo XXI había comenzado
como un juego de niños ricos, pero sin duda habían despertado a las Erinias que
ahora venían a vengarse de todos los pecados de la Humanidad.
Sin duda, aquello no auguraba nada
bueno...
Narciso Gómez
Rosa
Lía Cuello
“…Si abres los ojos
se abre la noche de puertas de musgo”
Octavio Paz
El hombre se
miró al espejo como cada mañana, admiró su cabello y se enamoró otra vez de sus
ojos de agua que creía poseedores de secretos. Oyó esa voz de mujer, que
provenía de un sitio que nunca lograba precisar, llamándolo. Continuó viendo su
imagen mientras la escuchaba. Le trajo recuerdos lejanos, una brisa perfumada
se coló por la ventana, sintió ruido de follaje, olió a musgo en primavera, a
flores recién nacidas. El ruido del agua que susurraba desde un arroyo fue una
música de azogue fundiéndose en su piel. Y la mujer repetía su nombre como una
letanía absurda, como un eco.
Intentó
pensar quién era él, dónde estaba, ese lugar le era familiar. No podía apartar
su mirada del agua, no podía dejar de reflejarse. El bosque, la voz…
Recordó que era Narciso Gómez y se estaba peinando para ir a trabajar. Un destello de sol le hirió la mirada, quiso volver a su habitación, pero el espejo no se lo permitió.
¿Estoy vivo?
Patricio G.
Bazán
Recuerdo
el camino de vuelta, mis pies desnudos sobre el frío pavimento de hormigón y contemplando
cada luminaria de la calle como si fuera un milagro. El zaguán de mi propia
casa se me revelaba irreal, una acuarela antigua surgida del sueño.
Me
sentía cada vez más débil. ¿Adónde había estado? Me hallaba ataviado solamente
con mi camisa de dormir. Temblando como una hoja llamé a la puerta, y grande
fue mi sorpresa al reconocer a un viejo amigo —ferviente practicante de una
fantochada llamada “mesmerismo”— haciendo de portero. Sus ojos, de por sí
expresivos, casi parecieron destellar de la emoción.
—¡Ha
dado resultado! —exclamó. Tomándome por los hombros, me condujo con infinitos
cuidados hasta mi sillón favorito, frente al hogar—. ¿Cómo te encuentras?
—Exhausto —grazné. Me dolía la garganta
por la tos. La tisis me estaba destruyendo, y los galenos calculaban mi deceso
en días o semanas—. A propósito, ¿qué demonios haces aquí?
Se atusó el bigote antes de
responderme, eligiendo las palabras con delicadeza.
—No lo recuerdas, ¿verdad? Estábamos en
tu dormitorio realizando una sesión de hipnosis. Te dejamos descansar un rato,
pero luego descubrimos que huiste en plena noche. Tengo una mala noticia, querido
Valdemar…
Boom bang zen
Alejandro
Bentivoglio
El maestro Weng
Tchi, sabio monje de los suburbios más duros de la ciudad, entró al banco y
sacó de sus humildes ropajes un revólver, plateado, perfectamente balanceado en
su forma y su realidad. Dijo, entonces, que no podíamos comprender la
naturaleza de tal objeto hasta no haberlo accionado. Porque la pólvora es
apenas una promesa que espera ser completada. Existe solo en virtud de un
futuro. Luego gritó que era un asalto y que todos levantaran las manos y
disparó dos veces al techo.
La iluminación llegó con las sirenas de
policía, los medios de televisión, la posterior fuga, el reparto del botín del
robo, el recuento de víctimas que el maestro envío al nirvana sin escalas.
El tiempo justo
Sergio Gaut vel Hartman
No dudó: era la paciente fugada del psiquiátrico. La reconoció porque estaba desnuda, por la salvaje cabellera rojiza y la joya que le colgaba sobre el pecho. No era peligrosa, decían los medios. ¿Qué hacer? La deseó de inmediato, intensamente; debía hacerla suya. Recordó una situación análoga, ocurrida en el pasado mes de marzo. Se acababa de fugar del psiquiátrico oculto en el camión de la lavandería, entre sábanas y toallas. Tras degollarlo, se hizo pasar por el conductor del vehículo, pero los de la lavandería lo descubrieron, y solo pudo salvarse porque Milagros López, empleada de la empresa, mujer de pocas luces, mintió al decir que lo conocía y era un buen hombre. Una semana después estaban unidos en santo matrimonio. Pero a las dos semanas, extinguido el deseo, asesinó a Milagros, la troceó y la comió en guisos finamente elaborados. Se había prometido no volver a hacerlo, aunque al ver a la fugada del manicomio, sintió que renacía el deseo. Se acercó la mujer.
—La amo intensamente —susurró para no asustarla—. Cásese conmigo. Le prometo diez días de completa felicidad. —Aleccionado por la experiencia anterior supo que dos semanas serían demasiado.
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