sábado, 9 de abril de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 003

Adentro y afuera

Gabriela Vilardo Hernán Bortondello 

& Sergio Gaut vel Hartman


Nunca había padecido algo como eso. Lo asaltó la impresión de estar en otro universo, con reglas distintas y formas, materiales y texturas desconocidas. Percibió un millón de olores y sabores ignotos se precipitaron sobre él. Algunos eran secos, blandos, metálicos, flexibles, toscos como adoquines, frágiles, ásperos, dulces, suaves, peligrosos, complejos como el mecanismo de un reloj, gigantescos como rascacielos y microscópicos como bacterias. El aire se volvió sólido, le crecieron aristas y vértices; el espacio se convirtió en una superficie pegajosa mientras se llenaba de enormes esferas diamantinas, pirámides viscosas, gigantescos cristales sin volumen. Y Rodder no tenía más remedio que avanzar a través de todo aquello, abriéndose camino como si se tratara de un sueño, como si lo hubieran enterrado bajo una tonelada de tierra blanda y porosa y él quisiera volver a la superficie. No se atrevió a cerrar los ojos, temeroso de que todo aquello empeorara.

Pero nada pudo impedir que el caos evolucionara hasta alcanzar el horror. Uno que hizo creer a Rodder que perdería la cordura. No podía definir lados o puntos de referencia pues no estaba en un verdadero lugar. Los inefables portentos que lo rodeaban comenzaron a acercársele desde direcciones que no lo eran realmente. Se quedó inmóvil, incapaz de detener esas cosas que lo estrechaban. Supo que no existía el concepto de otro espacio hacia el que huir. Finalmente sintió que lo tocaban, que de alguna manera contactaban su cuerpo. ¿Pero cuál? ¿El físico o el astral? No podía estar seguro de nada. Por algún motivo tensó cada fibra de lo que suponía era su ser. Algo le ocurría y no estaba para nada bien. Entonces se dio cuenta. Las formas y no formas no se habían detenido en su epidermis o en la membrana exterior del espíritu. Con un terror negro y helado comprendió que estaba siendo penetrado de una manera absoluta. No sólo las entidades pequeñas se adentraban en él. También lo invadían las gigantescas, contra toda explicación racional. Sentía como el plasma multiforme atravesaba fantasmalmente cada una de sus partes y extremidades. Era como una especie de lluvia, copiosa y constante. El proceso no cesaba y sintió que su yo interior era desplazado por los engendros, cediendo y retrocediendo. Hasta que acorralado, descubrió que ya no había espacio en los adentros. ¿Qué haría? Terminaba de plantearse el interrogante cuando llegó la rápida respuesta. Otra ola de lo que no tenía nombre, plena de colores impensados, fragancias avasallantes y blandas durezas, empujó reclamando el último territorio de Rodder. Lo que siguió se asemejó a un parto, expulsado de sí mismo, eyectado. Dado vuelta como una media. Invertido.

Dahteste, corría llorando hacia él. Dahteste lo rodeó e intentó darle un recibimiento como Rodder merecía, pero Rodder ya no era el mismo. Se parió desde otro lugar. Se plantó. Levantó la cabeza y miró el horizonte, como si nada existiera. Sin embargo, allí donde el mundo había hospedado reservas habitaban edificios. Allí, donde sus antepasados habían sufrido persecución él veía venganza. Allí donde los muertos ya eran huesos molidos él veía materia casi acto.  Dahteste quiso interrumpir ese ensimismamiento y esa lejanía particular pero no pudo más que seguirlo. Rodder seleccionó olores y sabores que lo habían abrumado y eligió los materiales más secos, toscos y ásperos. Se abrió paso entre superficies extrañas y lo pegajoso se volvió polvo suelto y movedizo. Rodder ya no estaba inmóvil. Su andar había expulsado los engendros que se habían apoderado de sus entrañas. El rostro anguloso seguía en posición hacia un horizonte alcanzable esta vez. Elevó los brazos a los dioses y la tierra sufrió movimientos para anotar nuevos límites en esta historia. Espíritus venían desde cuatro direcciones a danzar frente al fuego. El aire devino en viento huracanado. Las llamas salpicaron el territorio y abrieron la tierra. El polvo suelto zigzagueaba para elevarse en remolinos y convertir a los huesos molidos en nuevos cuerpos para luchar. Los cuerpos se vistieron de flecos y plumas y se posicionaron detrás de Rodder hacia aquella reserva de cemento. Dahteste dejó de llorar. 



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 004

Los invasores

Hernán Bortondello Víctor Lowenstein 

& Sergio Gaut vel Hartman

Ilustración de Hernán Bortondello

Serafín había pasado gran parte de su vida pedaleando en el vacío, tratando de hallar un modo de resolver, sin beneficio alguno, ni para la humanidad ni para sí mismo, los enormes enigmas planteados por los invasores. En su lugar, yo habría mandado todo al demonio desde hacía rato para dedicarme a trabajar en algo más prodiuctivo, ya que los virux no intervenían en nuestra vida cotidiana. Pero Serafín era obstinado, terco como una mula. Tenía mucho dinero, ya que había heredado abundantes activos al fallecer el padre; no tenía hermanas ni hermanos y su único interés era el estudio. Pero los invasores eran incomprensibles. Claro que si uno lo piensa bien, un extraterrestre debe ser, por definición, incomprensible. Pero eso solo para gente como yo, un tipo común por los cuatro costados. Para Serafín no. Tenía que haber una explicación convincente del hecho básico: los virux habían llegado para quedarse.

Si no nos hubiésemos conocido en el ejército jamás se habrían cruzado nuestros caminos. Yo, un provinciano, hijo de una profesora y de un constructor de castillos en el aire; él, mi amigo del alma si se me permite la sensiblería, mimado primogénito de Aarón Singer, un financista bañado en oro.  En Malvinas había salvado su vida, la de mi pelotón y la mía propia con una gloriosa trompada que lo desmayó justo a tiempo. Totalmente rodeados, el muy cabrón quiso seguir disparando cuando, tras batirnos como leones en Boca House, agitábamos la bandera blanca. Siempre bueno, siempre necio. ¿Quién iba a ser el último en resistirse al abrumador poder de los virux? Serafín, qué duda cabe.

En junio de 1990 llegaron los bichos. Llovieron por miríadas en extrañas naves individuales, pequeñas y letales. Desintegraron las defensas orbitales, neutralizaron las bases atómicas y pulverizaron la fuerza aérea de todo el planeta en un solo y horrendo día. Tres días después habían hecho lo mismo con las marinas y ejércitos de la Tierra. Luego se detuvieron. Por un tiempo permanecieron encerrados en sus vehículos, flotando en los océanos. Entonces nos enfermamos todos. Todos. Pero solo fue una gripe que nos hizo perder el gusto y el olfato por unos meses. Nada grave, únicamente fuimos esterilizados. Nacidos los últimos niños, las mujeres no volvieron a procrear. Y de nada sirvió la ciencia. Por lo demás, ellos llegaron por cientos de millones a nuestras costas y se adentraron caminado por nuestras ciudades como turistas. De alguna forma lo eran, no molestaban a nadie y tampoco podíamos hacerles nada. Usaban unos trajes de energía que los hacían invulnerables. Relativamente humanoides, ocuparon los hoteles o solicitaron amablemente ser hospedados por las familias, no más de uno por hogar.

De a poco nos acostumbramos a esas presencias entre siniestras y soportables; nos dejaban vivir en una relativa paz, si bien no podríamos llamar "pacíficos" a unos invasores que supieron pulverizar ejércitos enteros apretando un botón. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Además, los virux nos dejaron debilitados, como si su objeto final fuese una aniquilación lenta de la especie humana. Todos sufríamos un cansancio atroz. Los periodistas transmitían las noticias jadeando. Los niños ya no jugaban en las plazas y los viejos, imagínense, yacían en sus lechos esperando la muerte. 

Con ese panorama casi nadie pensaba en ejercer algún tipo de resistencia. La excepción tenía que ser el bueno de Serafín, tipo obcecado si los hay. Nunca perdimos contacto, sobre todo en los últimos tiempos. Constantemente hablaba de resistencia y contraataque hacia los invasores; pergeñaba teorías de lo más insólitas sobre su naturaleza y planeaba rebeliones inverosímiles y peligrosas.

Dedicaba sus recursos a conseguir armas en el mercado negro. En su casona de Ingeniero Maschwitz había acopiado un verdadero arsenal en el que no faltaban rifles, granadas de mano y explosivos de alta potencia. Leía constantemente libros sobre conspiraciones y se había unido a un grupo de disidentes.

Mi relación con los virux se dio por necesidad. Era de todas formas inevitable cruzarse con ellos, trabar algún tipo de contacto social. En mi trabajo, accedieron a puestos dirigenciales, de un día para el otro me encontré en mi oficina recibiendo órdenes de un humanoide llamado "Klaatu". Suena a broma, pero para mí nunca fue un chiste. 

La tarde que Serafín apareció en mi casa supe que no sería otra visita de amigos. Lo secundaban dos tipos de gafas oscuras que parecían copias baratas del agente Smith de Matrix. En cuanto se acomodaron en mi living, Serafín me anunció con ansiedad dibujada en el rostro que habían dado con el arma perfecta para eliminar a los invasores. Y que para perpetrar tan noble fin necesitaban de mi ayuda.

—¿Mi ayuda? —respondí, entre alarmado e incrédulo—. No tengo las aptitudes, el poder y el dinero. Y aunque los tuviera…

—No me olvido de Malvinas —dijo Serafín—. Tuviste el valor y la decisión. Eso es lo único que se necesita. Los virux se relajaron. Piensan que ya hicieron todo el trabajo: nos doblegaron militarmente, nos esterilizaron, los quebraron como especie. Por eso no esperan una reacción de nuestra parte. Contamos con el factor sorpresa.

—¡Factor sorpresa! —me burlé—. Ya te lo dije antes y te lo repito: estos extraterrestres son, por definición, incomprensibles. Harán algo inesperado y nos volverán a derrotar.

—Oesterheld —dijo Serafín—. El eternauta. Leímos eso cuando éramos adolescentes.

Tuve que darle la razón. La reconquista de la Tierra había comenzado.





LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 005

Desencuentro

Marcela Iglesias Débora Mayol Parodi

& Elisabet Arrarás Zabala Rampoldi

Cuando se levantó ya pasaban de las seis. El sol había salido y estaba resplandeciente. No se veía ninguna nube en el cielo pintado de celeste.

Rosalía se metió a la ducha y tomó un baño rápido. Se detuvo un rato en el cabello, asegurándose que el acondicionador hiciera su efecto. Se vistió con la ropa que había planchado y preparado cuidadosamente el día anterior, y tras un rápido desayuno tomó la mochila y se dirigió a la parada del autobús.

Era el primer día de clases del nuevo curso, martes. Se había anotado en tres materias y estaba feliz, pletórica, pues había decidido que esa tarde lograría resolver sus problemas con Leonardo y lo convencería de que regresara luego de las vacaciones que pasaría en su país de origen.

“Año nuevo, vida nueva” pensaba mientras hacía el recorrido hasta la universidad, pero a medida que repasaba lo que había sucedido, esa felicidad iba disminuyendo.

Trataba de sacar de su mente que Leo no había ido a su casa después de Navidad para presentarlo oficialmente a sus padres. “Tanto que me costó convencerlos para que lo reciban” se dijo. Tampoco podía dejar de pensar en aquella llamada de fin de año que le hizo desde la casa de su prima en la que él le pedía perdón por no haber ido y se justificaba diciendo que estaba muy preocupado por la situación de su país y que no tenía cabeza para nada más.

En verdad la situación política del país en el que había nacido Leo era terrible, con la invasión y los enfrentamientos en las calles. “No debí ser tan egocéntrica” reflexionó.

Llegó a la universidad y el día fue demasiado largo. No acababa nunca. Pero por fin terminó.

Mientras caminaba hacia la casa de Leo pensaba que el espíritu aguerrido de su amor era otro punto de preocupación. Nada impedía que él pudiera alinearse en los grupos de choque que se estaban organizando en su patria. Si eso ocurría… ¡su corazón se partiría en mil pedazos! Pero a su vez comprendía que quisiera enfrentar las terribles atrocidades y abusos a los que estaban siendo sometidos los suyos. Aquel rasgo de la personalidad había hecho que ella se enamorara perdidamente de ese hombre robusto, enigmático, con el cabello ensortijado cayendo sobre la frente. Sucedió ese día, en la asamblea, cuando lo vio discutir acaloradamente, defendiendo su postura frente a toda la audiencia. No solo era apasionado sino también inteligente, tozudo y perspicaz. Apasionado… lo era incluso en la cama. Cada fibra de su cuerpo vibraba con solo recordarlo… sus grandes manos recorriendo su anatomía, por momento sutiles, en otros con la fuerza de la pasión penetrando en los intersticios de todo su ser… Leonardo… pero ese Leonardo, su Leo, en ocasiones parecía un extraño. La miraba de una manera muy particular. Ella no podía discernir si era pasión, odio, miedo… algo más o todo eso. Tal vez tuviera que ver con los orígenes de su familia, o en relación con la realidad que le tocara vivir en su infancia.

Pero para Rosalía solo contaban los momentos felices vividos a su lado. Ni siquiera aquella discrepancia que habían tenido cuando él se sumara a un grupo de apoyo a la causa, podía opacar su amor. Tal vez en Leonardo había algo más, algo que no salía a la luz en sus encuentros amorosos…. Llegó, toco timbre, no quiso usar su llave. Esperó. Nada. Salió la señora del departamento contiguo, se saludaron amablemente. Como vio que ella seguía esperando, le preguntó:

—¿Cómo, no lo sabes?

—Saber que…

—Anoche lo vinieron a buscar y se marchó con sus amigos a su pueblo, me entregó las llaves…

Rosalía entró en pánico, quizás siempre lo intuyó. Sus ojos apenas pudieron escupir un par de lágrimas ácidas, pero su boca permaneció sellada y solo atinó a salir corriendo.

Cada ilusión había sido pisoteada como las hojas amarillentas que permanecían en la vereda, mientras la vida continuaba como si nada. Dentro de ella se acrecentaba una especie de tsunami, donde los sentimientos se mezclaban y en plena ebullición se dejó poseer por una ira incontenible —porque él se marchó sin despedirse— y un dolor tan agudo como si una lanza le hubiese atravesado el alma.

Y caminó sin rumbo fijo hasta llegar a una plazoleta frente a una estación de tren que no conocía y se sentó en un banco de madera. Sacó del bolsillo de su mochila la estúpida carta que había escrito rogándole que se quedara y la destrozó hasta reducirla en papel picado que la brisa se encargó de esparcir y se perdió de su vista.

¿Cómo seguir la vida sin Leo? ¿Alguna vez fue suyo o todo fue una farsa de él para pasar un buen rato? Lloró con amargura. No le importaban que la miren, ya no importaba nada. La noche la abrazó y no pudo dormir porque las voces se repetían sin encontrar una justificación posible para tanta maldad. Desaliñada, sin haberse alimentado, se escondió de la gente y se sumergió en el mundo de las sombras. No tenía esperanza, así que tomó la fatídica decisión para no sufrir más.

El sol comenzaba a brillar cuando emprendió los últimos pasos, y se arrojó en los brazos de la muerte. El tren intentó frenar, pero era demasiado tarde. Se apagó en silencio, como las luciérnagas.



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 006

Uno de matones

Antonia Pasqualino Silvia Scheinkman 

& Sergio Gaut vel Hartman

Salí del aeropuerto imaginando que Alcira me esperaba junto a la estatua de la Madre Teresa, como habíamos convenido, pero no estaba; había enviado a Ulf, el hombre de confianza de su padre, a quien siempre imaginé, más que guardaespaldas, como sicario del viejo. 

     —Jehová corrige al que ama —cité caminando hacia él resueltamente—, como el padre al hijo a quien quiere.

—¿Qué tengo que ver con esa estupidez bíblica? —dijo el matón mientras movía la mano de un modo que me hizo pensar que se estaba burlando de mi erudición—. El viejo me ordenó que lo escoltara hasta su casa, no sea cosa que se pierda.

—¿Su casa de él o su casa la mía? ¿Cómo podría perderme de camino a mi casa?

—No se haga el chistoso. Algunos se han perdido en su propio dormitorio —respondió enigmáticamente—. Además, me sé toda la Biblia de memoria. 

Me sentí aliviado con su presencia. El camino hacia el sector europeo de la ciudad nos obligaba a atravesar zonas abigarradas de gente con sus mercancías en plena calle y tránsito que podía detenernos por horas. El hacinamiento, la enfermedad y muerte generados por la cantidad innumerable de indigentes, de leprosos moviéndose con dificultad entre todos, me aterraba más que la figura del mismo Ulf.

Que el padre de Alcira lo hubiera enviado a él para escoltarme, si bien era una advertencia para que no avanzara más, un sutil mensaje sobre mis intentos de enfrentarme a sus mandatos, era también una muestra de su intención de cuidarme. Y esto era lo que más me tranquilizaba: el viejo no sospechaba nada.

― ¿Y cómo es que conoces tan bien la Biblia? ―pregunté, acomodándome en el asiento mientras salíamos del estacionamiento.

―No siempre fui musulmán, mis padres eran católicos.

Un buen dato a tener en cuenta. Uno nunca sabe dónde puede encontrar aliados.

Las influencias que el dinero del viejo movía eran más que suficientes para asegurar el triunfo a los musulmanes en las próximas elecciones, a pesar de ser minoría. Y yo debía impedirlo.

Lo lamentaba por Alcira. Era una buena chica, no había tenido más remedio que seducirla para acercarme a él. Pero uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Ya estaba cerca el día en que concretaría el plan: terminar con el viejo dejaría libre el camino para la oposición.

―¿Y usted? ―preguntó Ulf, mirándome por el espejo con un ojo.

―¿Yo? Vengo de familia protestante, pero no soy muy religioso.

―No sé cómo van a aceptar que se case con Alcira. Ellos son musulmanes y aunque la hayan dejado ir a estudiar al extranjero, eso no significa que le van a dar tanta libertad.

—No se preocupe, uno hace por amor cosas que nunca creyó ser capaz de hacer —le contesté con voz firme.

—¿A qué se refiere? —me preguntó intrigado.

—Me convertiré a la religión musulmana. He dedicado todo este tiempo a estudiar el Corán. Será una sorpresa agradable para toda la familia de Alcira.

—¿Está seguro? —dijo como quién no puede dar crédito a lo que escucha.

—Pregúntame lo que quieras, mientras llegamos —le propuse en tono desafiante.

Mientras conducía, me iba indagando sobre cuestiones puntuales del libro magno de la religión musulmana y su asombro crecía al recibir las respuestas.

Cuando llegamos a la casa, el sorprendido era yo. Me encontraba frente a un verdadero palacio. La reja se abrió de forma automática y Ulf ingresó directamente con el auto hasta el garage. Una vez que hubo estacionado, me invitó a bajar y me condujo hacía el hall principal de entrada a la casona. Allí un mayordomo me abrió la puerta y me indicó que me sentara en uno de los aterciopelados sillones del living. Deslumbrado por el lujo que me rodeaba atiné a decirle:

—Vengo a visitar a la señorita Alcira. ¿Podrá recibirme?

—Ya lo anuncio, señor, la señorita lo está esperando junto a su padre —me contestó muy amablemente y se retiró de mi vista.

En unos instantes, estaban frente a mí. Enseguida capté la mirada inquisidora del viejo, pero traté de hacerme el distraído y le dije:

—Es un placer para mí conocerlo personalmente. ¿Cómo se encuentra su señora esposa?

—Muy bien, está con los preparativos para la cena... porque me imagino que nos hará el honor de cenar con nosotros.

—Sí por supuesto, el honor es mío. —Esta invitación podría acelerar mis planes. De repente vino a mi mente el frasquito con gotero que guardaba en el bolsillo interior del saco. ¿Tendría oportunidad de verter el contenido en la copa del anciano? No logré progresar demasiado en la elaboración de la estrategia porque Alcira, contemplándome con una dulzura incomparable, me invitó a sentarme a su lado. No dijo nada, solo desvió la mirada hacia el costado y obedecí sin chistar.

—Me dice mi hija —largó sin anestesia Amin Ben-Azar ibn Shaprut— que usted está a punto de ingresar en la única religión verdadera.

—En efecto, señor —respondí—. Por fin he comprendido el sentido de las enseñanzas del Profeta.

—¿Y sabe usted cómo hemos podido mantener nuestra fe a lo largo de catorce siglos? —El gesto del anciano se endureció en inversa proporción a la sonrisa de Alcira.

—No —respondí sin saber hacia dónde apuntaba.

—Eliminando a los enemigos del Islam.

Y con el mayor desparpajo, Ulf tomó el frasquito de mi saco y lo vertió en mi copa. 



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 007

Detrás de las paredes

Alicia Álvarez Laura Irene Ludueña 

& Alejandro Bentivoglio

Graciela observó el empapelado de la casa por segunda vez. La primera había sido por casualidad, porque se había distraído cuando el mayordomo le trajo la taza de té. Pero ahora dirigió sus ojos específicamente hacia allí, donde esos abominables diseños geométricos se reproducían una y otra vez, en un bucle interminable. Sin embargo, eso no era lo que llamaba su atención. La cuestión era que la pared misma parecía palpitar, como si algo latiese debajo del empapelado. Como si algo hubiese sido atrapado allí y ahora estuviese tratando de escapar. Pero no era algo pequeño, como un insecto o una rata. Las paredes respiraban rítmica, desesperadamente, como si una enorme criatura estuviese queriendo abrirse paso. Romper el empapelado, la pared misma como si se trataran de unas costillas molestas. Graciela pensó en preguntarle a la anfitriona, Helena, si ella estaba viendo lo mismo, pero la vio enfrascada en la conversación con el resto de sus amigas. El mayordomo se acercó para preguntarle si quería algo y notó que él también lo había visto.

—¿Es cierto, no? —preguntó Graciela.

El mayordomo asintió. Pero dijo en voz muy baja que no podía hablar al respecto. La señora creía que nada sucedía en la casa y que aquel era el mejor lugar del mundo. De nada hubiese servido decirle algo. Ella lo negaría para salvar su propia cordura.

Alfredo, el mayordomo, retiró delicadamente la bandeja y evitó hacer contacto visual con la invitada Sus mejillas se enrojecieron y al traspasar la puerta de la cocina se desprendió el botón superior de la camisa del uniforme para recuperar el aliento. Estaba perturbado. Nunca antes las paredes “se habían manifestado” a otra persona que no fuese él. No temía por la señora Helena, a ella no le gustaban las complejidades, era superficial y pacata.

Helena y Augusto, su esposo fallecido hacía un par de años, se habían alojado en esa casona hacía dos décadas, al concretar un matrimonio tardío, según los arreglos de la familia de Helena. Pero Augusto y Alfredo se conocían de toda la vida, y el contrato matrimonial contenía la condición de nombrar a Alfredo como mayordomo. Así transcurrió la vida, hasta que Augusto falleció de forma imprevista, dejando a la viuda a merced de quien llevaba las riendas de la casa.

“El corazón delator” es un cuento de terror de Edgar Allan Poe. Imposible no asociarlo con lo acontecido la tarde de las visitas. Provenía de las paredes contiguas a la sala, del lugar en el que funcionaba el estudio de Augusto y donde pasaba sus largas tardes. En el relato de Poe, las palpitaciones eran el testimonio de un asesinato. En este caso era todo lo contrario.

La perturbación de Alfredo lo llevó a repasar el secreto nunca confesado: ese cuarto había sido el recinto donde transcurrían encuentros fogosos y pasionales de Augusto y Alfredo. Un vínculo secreto, prohibido, del cual ahora se reproducían los latidos detrás de las paredes no de uno, sino de dos corazones palpitando de furia y pasión, ecos del amor clandestino.

Graciela no podía quitarse de la cabeza la imagen que había visto en casa de Helena. Hacía años que todos los jueves la visitaba para tomar el té y charlar como cuando eran niñas. Estaba en el extranjero cuando Augusto falleció. Temía que Helena, acostumbrada desde siempre a que otro se haga cargo de las cosas, fuera superada por la situación. Siempre había sido como una figurita decorativa. No hacía nada, ni tenía hijos, ni frecuentaba a la familia. Augusto se encargaba de todo. Desde llevarla al médico hasta comprarle ropa (incluso interior). Sin embargo, Helena actuaba como si nada hubiese pasado. Seguramente, pensó, ahora Alfredo supliría al marido ausente.

Pensando en ello Graciela recordó al querido Augusto. Bueno, generoso, afectuoso hasta con Alfredo. Sabía que eran amigos desde jóvenes a pesar de pertenecer a círculos sociales diferentes. Por eso, no la sorprendió verlo en su rol de mayordomo. Pensó en proponerle un encuentro, necesitaba saber qué pasaba en la casa de su amiga.

Se encontraron en el parque, Graciela lo notó delgado, triste. No alcanzó a preguntarle nada porque Alfredo, empezó a hablar como un dique desbordado. ¿Augusto y él? ¿Que la pared se movía al ritmo de sus corazones demostrando que la muerte no es un final? Alfredo calló mirando a Graciela con lágrimas en los ojos. Ella también lloraba, lo abrazó emocionada y se marchó en silencio. Ahora entendía por qué Augusto siempre había rechazado su amor.



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 002

 El casamiento de Lucho

Gabriela Vilardo Laura Irene Ludueña

& Sergio Gaut vel Hartman 

Las reflexiones de Félix, imprecisas y confusas, se diluían al chocar contra la sólida realidad circundante. Aquellas que lograban sobrevivir, fluyendo por los más variados canales, eran un obstáculo para tomar cualquier decisión constructiva. Pensaba, por ejemplo, en la obligación de asistir al casamiento de un sobrino. ¿Qué necesidad tenía Lucho de casarse? ¿No era mejor amancebarse, como hacía la gente de otros tiempos? Uno se casa, gasta un montón de dinero para que otros coman y se emborrachen, se saca fotografías que luego olvida en una caja y se ve obligado a romper por la mitad cuando se separa. Y eso sin contar que con frecuencia, en especial en los casamientos que se celebran al aire libre se larga a llover o se desata un viento frío de los mil demonios que no solo estropean la fiesta sino que además te regalan una bronquitis o hasta una neumonía.

—¿Otra vez sacándole punta a alguna estupidez? —La voz de Laura, plantada ante su padre con los brazos en jarras, como Carmen, la cigarrera de la ópera de Bizet, sacudió a Félix como una descarga eléctrica. Pero logró reaccionar de inmediato.

—Pensaba en el casamiento de Lucho. No voy a ir.

—¿No vas a ir? Te compré un traje de tres piezas divino —protestó Laura.

—No me importa. No voy. No me quiero pescar una neumonía y morirme solo porque a ese tarado se le ocurrió casarse.

¡Ese es mi padre!, pensó Laura con tristeza. Estaba cansada de disculpar sus ausencias en las reuniones familiares. Si lo pensaba bien, era mejor que no fuera. Cuando lo hacía, terminaba discutiendo con alguno. Pobre viejo, no siempre había sido así. Muchos pensaban que era pesimista “por naturaleza”. Pero estaban equivocados. Nadie nace así, sino que la vida lo hace así. Había acumulado tantas penas y frustraciones que no había podido asimilar, que su única defensa fue convertirse en el amargado que era hoy. Le dolía que la gente lo juzgara como si sólo fuera un viejo malo.

Pocos sabían que su hermano Ricardo, había desaparecido en los oscuros años del Proceso. Cuando lo secuestraron, Laura era apenas una niña que escuchaba escondida tras la puerta. Recordaba que era la madrugada de su cumpleaños y que, a partir de allí, la vida familiar había cambiado. No olvidaba a Félix prometiéndole a su madre que lo encontraría. Pero no pasó y, la pobre murió de angustia y dolor.

Después de eso, se había sumergido en un círculo vicioso de pena, remordimiento por no haberlo encontrarlo, tristeza, sed de venganza e impotencia. Y de allí, no había sido capaz de escapar. Laura, consciente de esto, no quería cruzarse de brazos y esperar a que lleguen soluciones mágicas. Estaba segura de que sufría, refugiado en la pasividad y la desesperanza. Pero ¿qué hacer para ayudarlo? Estaba tan cansada…

Y esa realidad sólida y circundante era una más de tantas, para que Félix se sumergiera en el aislamiento. Laura se topaba con ellas todo el tiempo y su vida transcurría entre las razones de su padre para evitarlas y frustrados estados de incapacidad de ella para sacarlo de un pozo del que Félix no quería salir. Los años habían pasado, y en esa casa el estancamiento era lo medular para no seguir viviendo.

 De modo que la noche anterior al casamiento, Laura colgó el traje de su padre fuera del placard, planchó la camisa blanca y buscó una corbata que hiciera contraste. Apoyó un par de medias sobre una silla y lustró los zapatos de cuero. Sobre las medias, una nota: siempre fuiste dueño de hacer y de dejar de hacer. Es hora de que decidas, sin quejas, quedarte a mirar televisión o ir al casamiento de Lucho. Podés brindar por él o por su pronta separación, podés comer y emborracharte, podés escaparte de la fotografía si querés y tomarte una puta pulmonía si te exponés al rocío, enajenado del resto de los invitados; y hacerte cargo de ella, claro. Cuando leas esto yo ya estaré a 500 km de esta ciudad haciendo lo que quiero. Hacer o no hacer. De eso se trata, papá. No buscaste a tu hermano, dejaste morir a tu madre, pero el turno que sigue no es el mío.



LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 001

Baptiste Loch, el cazador de monstruos

Alex Padrón García Hernán Bortondello

Sebastián Fontanarrosa


Baptiste había nacido en las tierras bajas de Turbur Kriptos, característica por su vasta cantidad de lagos, lagunas, esteros y pantanales. El frasco de somníferos que había ingerido para suicidarse actuó como un leve relajante. Eso incrementaba su desconcierto. Recordaba los extraños consejos de su abuelo Baratroksu, insertos en profecías perturbadoras para una mente infante. “Baptiste Loch, vivas como vivas, no debes morir. Tu apellido es breve, pero largo e indispensable tu porvenir. Harás un gran amigo llamado Gustav que terminará partiéndote el corazón de manera horrorosa. Con su llegada, el pueblo se eclipsará por el terror. Desapariciones, sangre, muerte. Ese será el misterio que tendrás que develar. Baptiste Loch, de escoger tu inexistencia, siempre hallarás un nuevo amanecer. Mas fuerte serás, pero el sol se debilitará.”

Después de lo ocurrido estaba seguro que la policía iría a su busca, y en caso de haber fallado con la sangrienta neutralización también se apersonaría su amigo Gustav para devorárselo sin remordimientos.

De pronto, las balizas azulinas iluminaron la enmalezada casona. Escuchó un par de portazos, escuetos diálogos por handy, cuatro enérgicos golpes a la puerta, y para concluir el anuncio de rigor. ¡Policía! ¡Abra la puerta!

Con ánimos de huir, Baptiste corrió hacia la ventana, pero no logró abrirla por lo que presenció. Un hombre con cabeza de cocodrilo pendía boca abajo con un arpón clavado en el pecho, y los musculosos brazos parduscos, inhumanos, abiertos en señal de macabra bienvenida. No levitaba, se aferraba de las ramas de la sequoia con una poderosa cola prensil. Se miraron a los ojos por varios segundos hasta que la alimaña se precipitó arremetiendo contra los oficiales. El ángulo del ventanal no dejaba ver nada. Se escucharon gritos, dos disparos y un último alarido que desgarró los umbrales del dolor físico y emocional más profundos.

 

Gustav, había llegado un año atrás a Gorsul para ocupar el puesto de guardaparque en la reserva “Pantanal de Kriptos”, vacante desde que los restos semidevorados de Ánodas Bordacoglu fueran descubiertos por su anciano amigo, el cazador furtivo Girolais Nadusk.  Ambos se conocían desde la infancia y los chismes aseguraban que hasta participaban juntos en cacerías ilegales. Nadusk insistía con que sólo un demonio podría haber tumbado a su compañero del bote.

Gustav Vatsug había caído bien en aquella comunidad. Joven, atlético y de genio alegre, trabajaba de sol a sombra en los solitarios humedales. Vivía en el quinto piso de un modesto apart hotel del que Baptiste era conserje nocturno. Como Gustav era el único huésped permanente pronto los muchachos se hicieron muy amigos. Compartían frecuentemente el café viendo peleas de boxeo en el televisor de la recepción. Incluso Taira, la novia de Baptiste, lo invitaba a cenar con ellos en su casa frente al lago Kiador, pletórico de vida silvestre.

Luego de unos meses, el conserje notó que el guardaparque comenzaba a evitarlo. Volvía muy tarde al hotel, apenas lo saludaba y no bajaba para ver box.  Aquella actitud injustificada hizo que Loch lo llamara una noche al interno de su cuarto y lo invitara a beber el domingo próximo. Llegado el descanso semanal, mientras escanciaban una cerveza helada, Baptiste fue al grano y le preguntó qué ocurría. Su amigo, con expresión triste, le confesó que no soportaba más la vida que llevaba y que el instinto lo había guiado hacia el único que podría ponerle fin a su tormento. Entonces, Vatsug, reveló a un incrédulo Loch el secreto de su propia familia: que por cada generación de la estirpe Baratrosku nacía un cazamonstruos. Baptiste era uno y Gustav deseaba que él lo matara por venganza. Lo obligaría destrozando su corazón.

Gustav trató de marcharse, pero todo alrededor daba vueltas como un tiovivo y terminó derrumbándose sobre la mesa de centro.

—No vas a romper mi corazón —murmuró Baptiste—. Mi abuelo me previno. Aún no te amo, así que lo mejor es saltarnos los tragos amargos.

Baptiste recogió la botella de cerveza volcada y la vació en el fregadero. Luego hizo lo mismo con la suya, de la que no había tomado ni un trago. Gustav boqueaba hecho un ovillo en el suelo, presa del veneno que lo paralizaba. Loch vio el miedo en sus ojos, cuando se acercó con el arpón en la mano.

—Mejor es que rompa yo el tuyo primero —musitó, antes de sostenerlo boca arriba e insertar el acero en el pecho de Gustav, entre la segunda y la tercera costillas. El hombre abrió la boca en un grito silencioso, en tanto sus ojos se vidriaron. Baptiste se apoyó en el mango y lo contempló de cerca mientras moría, respirando cada aliento, hasta el último. Luego, lloró.

Le había mentido. Lo había amado desde que el abuelo anunció su llegada. También había planeado este momento desde la meticulosidad de muchos años. Abrió la trampilla en el suelo y lanzó el cuerpo sin vida de Gustav al pantano, que discurría bajo el apart hotel. Subió a su habitación, atrancó la puerta y engulló el frasco de somníferos. Pero todo salió mal.

Luego de que el reptiliano se precipitase sobre los oficiales e imperara el silencio por casi media hora, Baptiste encontró el valor para descender a la planta baja. Allí, Gustav se había arrancado a dentelladas la piel llena de escamas. En su pecho desnudo había una cicatriz reciente.

—No al pantano, amor mío. Nunca me regreses ahí —dijo, con su sonrisa de caimán.