Eri Echilley
Me bajo del colectivo. Saco los auriculares, agarro mi
celular y pongo Camilo Sesto en Spotify. Nuestro pequeño ritual de todos los
domingos. Cuando voy a verte, siempre me acompaña él. Es un viaje a mi
infancia, a tu tocadiscos sonando por toda la casa, al sol bailando con las
cortinas de cuadritos y a tu voz cambiándole la letra a las canciones. Juro que
tengo esos veranos en la punta de la nariz, los siento cada vez que respiro. Tu
sonrisa. Tu alegría humilde.
Ya son las doce del mediodía, Camilo me dice que algo
de él se va muriendo, yo siento lo mismo, porque, desde que todo esto pasó,
todos morimos un poco también.
Hace cuatro años atrás, este camino se me hacía más
largo, más agónico, más insoportable. Ahora me abduce la música y disfruto la
sombra de los árboles. Los sauces me hacen reverencias al pasar, se ahorran las
lágrimas, pues las heridas van por dentro y el mar está amainando, como amaina
el dolor cuando tratamos de consolarnos creyendo que el peso del recuerdo es
más grande que el agujero de gusano de la ausencia.
Me detengo en la florería. Te compro dos ramos,
imposible no imaginar tu carita cada vez que te regalaba alguna flor. Me asalta
tu expresión de sorpresa y tu frase de siempre: “¿para qué gastaste?”. Mamá, te
tendría que comprar un ramo del tamaño de la luna para agradecerte todo lo que
hiciste por mí, te decía.
¿El ramo es del
tamaño de la culpa? Me pregunto, mientras veo como pasa la gente con las manos
llenas de flores.
Lo
mejor de mi vida has sido tú, dice Camilo y se me escapa el dolor por el ojo
derecho y el izquierdo lo acompaña. El día está hermoso. Los verdes prados me ofrecen
una paz que no tengo. El arco de entrada me abre los brazos, camino lentamente.
Las galerías me palmean la espalda, como quien comprende que soy solo una mitad
que camina por inercia.
Las
cerámicas rojas me invitan a mirar el suelo, por respeto al dolor silente que
alberga cada nombre. El mismo recorrido de cada semana. Ojalá cuando llegue me
veas y sonrías, se te ilumine la mirada y me digas tímidamente que están
hermosas. Ojalá me abraces como la última vez. Ojalá pudieras salir de ahí y
decirme qué es lo que hice mal para merecer el desgarro de una vida a medias.
Te veo y apuro el paso. Te miro y sonrío, un poco por si me estás mirando y otro poco porque recuerdo el brillo
de tus ojos.
El
día que te quedaste a dormir acá, Luciano dijo que por fin ibas a tener una
casa de cemento como siempre quisiste, que ya no te preocuparía el frío de la
casilla ni sumergir tus manos en el agua helada para lavar la ropa. Por fin ibas a estar calentita, teniendo lo que siempre anhelaste: tu hogar de material.
Llego
con los ramos y un recipiente circular simula tus manos. Lo saco y desprendo los
pétalos marchitos, camino unos metros y una canilla amable deja caer un chorro
de agua que acaricia los tallos. Lleno el florero. Los sollozos inundan un
silencio sepulcral. Me grita algo dentro. Cuatro años haciendo el mismo camino.
Nunca pasaste tanto tiempo lejos de casa, pienso. Ni si quiera un día.
Vuelvo
a tu encuentro y te doy las flores. Recuerdo esa sonrisa de dientes grandes. Sonrío
mientras las rosas adornan la herida abierta. El lugar vacío en mi mesa. Un dolor
que nunca se va. Vivir sin vos es como no vivir, me recuerda Camilo mientras se
desgarra las cuerdas vocales. Me siento en un banquito y te veo sonreír. Desprendo
los auriculares y dejo que la música te llegue. El aroma a verano se me cuela
por las fosas nasales. Las charlas de los pájaros inundan esta soledad
acostumbrada. Porque eso sucede, nos tratamos de acostumbrar.
El
mate y la pava preguntan cuándo vas a volver.
Tus
golpes en mi puerta para decirme que ya está la comida; el “llevate abrigo que
hace frío”; tus llamadas para saber cómo estoy; tu inmensidad esperándome cada
vez que llego tarde; tus vigilias cada vez que me enfermaba; tus postres; tus
recetas copiadas de la tele; tus tortas de cumpleaños; tu carcajada; tu sonrisa
tímida; tu pelo finito; tus charlas al mediodía con una cervecita de por medio,
tus consejos, tu amor desinteresado y tu amistad. ¿Cómo puedo pagarte todo eso con dos ramitos
de mierda? ¿Cómo se llenan los huecos que deja tu ausencia si están por todos
lados?
Los
sauces se mudan a mis ojos, me levanto del banquito y mis piernas sujetan este saco
de huesos que quiere un abrazo tuyo.
Me
acerco y acarició tu inmensidad que yace en una placa. Te recuerdo sonreír y se
me dibuja una mueca. Mientras el dolor me sale por los ojos y la nariz, trato
de buscar una anécdota graciosa para sopesar el camino a casa. ¿Te acordás cuándo
te caíste de la bicicleta? Me río un poco. Te tiro un beso al viento y camino
hasta la salida. Las cerámicas rojas me besan las suelas de las zapatillas, las
galerías me acarician los hombros.
Una
vez fuera, las veredas me observan un poco derrotada. Los pájaros siguen
cantando, pero Camilo se ha callado. De pronto, miro mi reflejo en la vitrina
de un almacén y te veo, me veo. Tus manos, tu mentón, tus dientes, tu sonrisa,
tu boca. Y en ese instante recuerdo: te llevo conmigo. Sonrío de costado y sigo
hasta la parada del colectivo.
Eri, que manera tan poética y hermosa de contar. Un placer leerte.
ResponderEliminarHola, Claudia, tus palabras son muy alentadoras :) gracias por leer y comentar.
EliminarPor donde se lo mire, muy bueno!! Esos cuentos que tienen Alma y te emocionan. Felicitaciones!!
ResponderEliminarGracias, Deby. Qué lindo que te haya parecido así. Pienso que eso es uno de los halagos más valiosos, porque si el cuento no mueve ni un céntimo en el otro, no importa lo bien escrito que esté o la destreza literaria. Gracias. <3
EliminarSin palabras... bello.. nonpuedo dejar de llorar
ResponderEliminarMuy lindo Eri, que tema el de las ausencias;muy bien el retrato, tal cual.
ResponderEliminarAndre, gracias por leerlo y por comentarme. Es un tema que nos toca profundo a todos. Gracias, Andre <3
EliminarGracias, Marian! Gracias por transmitirme lo que te provoca. Vos sabes lo que se esconde detrás de estas líneas. Te quiero!
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