Débora Mayol Parodi
Eri Echilley & Clidia F. Rodríguez
El
mismo bar. Me esperabas apoyada en la barra y balanceando la cabeza al ritmo de
Bad Bunny. “La música nueva apesta”, me dijiste señalándote la muñeca, mientras
apagabas un cigarrillo con la punta de la zapatilla. Qué raro yo llegando
tarde.
Nos
quedamos frente al local. Me abrazaste fuerte y me contaste que te volvías para
Colombia. Mi cara no disimuló el asombro. “Te dejo mi disco autografiado de
Charly, mi libro de Judith Butler, Loco Afán de Lemebel, mi tesis de
Derecho, nuestra foto más linda y el vino patero que traje de Córdoba. Riégame
la planta que está en el corredor, le caes bien a mi cactus”, me dijiste y me
besaste.
Me
dejaste una carta. “Amar también es saber soltar", con esta frase finalizaba.
La leí mirando la alianza arriba de la mesa. ¿Quién me manda?, lamenté. Siempre
extrañabas el terruño, y yo quería que fueras feliz.
Una
semana después, mi vieja me pidió desesperada que prenda la tele, y ahí
estabas, la excepción a la regla. Bailabas mientras las balas te pasaban
raspando. Bailabas poniéndole el pecho a los fusiles del brazo armado del
Estado. La masa de gente huía. Blanco fácil. Los disparos atravesaban todo. Te
perdí de vista.
Tu
celular estaba apagado, tu madre ni enterada de que habías vuelto, y tus amigas
no sabían nada de vos. Yo, con los pies en una tierra que no te alcanzó, me
quedé esperando un final feliz a sabiendas de que los pobres no conocemos de
esas cosas.
Los
medios me amputaban la esperanza con las noticias: muertos, heridos y
desaparecidos. Yo le conversaba a tu cactus, al mismo tiempo que me sacaba un
par de espinas de los dedos, de las palmas y de mi pecho. Yo no le caigo tan
bien, dejame decirte, quizás los dos necesitamos de tus cuidados.
Por
las noches suelo visitar los recuerdos felices, la inolvidable cena en “Los
Guadales” por ejemplo, y tu picardía cuando pedías los platos típicos para
conocer tus raíces: los patacones con hogao y empanadas; como menú
principal, tus tan famosas arepas rellenas y la insistencia en probar el ajiaco con un poco de la lengua guisada.
Esos gestos no se me olvidan, quedaron dibujados para siempre en este corazón
terco.
Mientras
acaricio la alianza que me entregaste en esa noche loca, no puedo evitar pensar:
¿por qué te has ido? Y me cuelgo imaginando todo lo que hubiera ocurrido si
todavía estuvieras acá, como una negación de la realidad, que me ayuda a
soportar tu ausencia. Todos me dicen lo mismo: debo soltar el pasado, porque no
volverás, pero no los escucho, simplemente me aíslo.
Mi
vieja no quiere oír hablar de vos, se horrorizó con los titulares de los
periódicos cuando rezaban: “Las voggers colombianas protestaron bailando
frente a las instalaciones del Palacio de Justicia en la Plaza de Bolívar,
rodeadas de uniformados del Esmad”; tiene un rechazo a tocar el tema. No la
culpo, pero tampoco la justifico.
El
dolor no menguó y continúa, como una herida abierta que no cicatriza. Mi mundo
está devastado y la realidad apesta. No es fácil encontrar a quién contarle de
tu valentía, porque juzgan al que se la juega, prefieren callar y mirar a otro
lado, no les importa…
El
bar permanece en el mismo lugar, con gente que viene y va, yo paso parte del
día sentada frente a la ventana, mirando el reloj mientras abrigo un sueño imposible,
deseando que vuelvas y te quedes, que todo sea como antes. Me pido un trago
para ahogar ese grito que me cala el alma.
Perdida
en estos pensamientos tristes me siento un tango.
A
ella le gustaba bailarlo y no solo eso, me contó mil veces el viaje de los
restos de Gardel desde Medellín a Buenos Aires: que fueron dos meses en tren,
en camión y lomo de mula por los Andes Colombianos.
También
me contó que fue por barco y que su abuela tenía los recortes periodísticos
pegados con cinta Scotch en el espejo
del dormitorio y una velita blanca encendida junto a un cigarrillo en un
cenicero.
Esta
cosa necrológica tiene aroma rancio, pura superchería y ella vibraba en clave mística.
Una
vez, solo porque me convenció, fuimos a una milonga Queer.
Esta salida terminó muy mal porque no era solo
delante de las balas que ella bailaba maravillosamente.
Como
un guante se enfundó un soberbio vestido rojo. Los zapatos tenían unos tacos muy
altos y aun me pregunto cómo pudo comprarlos en Comme il fault, y
también a dónde fueron a parar después de esa noche.
El
caso es que ella bailaba todo el tiempo con gente diversa, muy diversa, pero conmigo
no.
Siempre
sentada, terminé como estatua de hielo, haciéndome cada vez más invisible y mi
estima hecha agua.
Esa
noche me di cuenta que ella tenía algo de cactus y de sábila y también de floripondio.
El
aroma del floripondio trae a mi vieja en un recuerdo.
Ella
aplaudió una movilización frente a la legislatura de Buenos Aires cuando las
chicas arrancaron los postes y tiraron abajo las puertas del edificio.
En
esa ocasión, ella pintó en una pared “El que se arrodilla ante el hecho
consumado es incapaz de enfrentar el porvenir”.
Tomo
el mandato.
Me
voy a Colombia.
“Las
balas que vos tiraste van a volver”, le canto fuerte en la propia cara a la
Esmad.
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