jueves, 27 de mayo de 2021

ANCLADA EN MISURI

 Débora Mayol Parodi


Tu materia es el tiempo, el incesante tiempo.

eres cada solitario instante 

J.L. Borges


Mi último recuerdo, antes de caer rendida en los brazos de Morfeo, es haber leído: “El tiempo nos alcanza y precipitan los deseos. Le entregamos el camino a Cronos, la fuerza al dios Aion y a Kairos los restos de voluntad”. Es una frase que se repite como un mantra dentro de mí y no conozco el motivo.

Dormí profundamente durante el viaje en tren de Chicago a la estación de St. Louis Gateway y desperté cuando arribamos a destino. Nunca supe cuántas horas duró el viaje.

Lo primero que atiné al llegar fue dirigirme al hostal para registrarme y dejar la valija. Era un alojamiento económico utilizado con frecuencia por estudiantes. Una vez instalada, salí a caminar intentando conocer la llamada “Puerta hacia el Oeste”. Muerta de hambre, compré unas alitas de pollo picante, que son mi debilidad; también disfruté de una competencia ciclística. Mi viaje coincidió con los festejos del día del trabajador; había varios eventos para disfrutar y muchísima más gente que lo habitual.

Una mujer harapienta de cabellos canosos se cruzó en mi camino y me pidió dinero. Sus ojos me cautivaron porque parecían destellos en medio de tanta oscuridad. Revisé el bolsillo de la campera y le entregué las pocas monedas que encontré. La mujer me devolvió una sonrisa enigmática, mezcla de agradecimiento e incertidumbre. Antes de desaparecer entre la gente, me dijo:

—No existen las casualidades, encontrarás todas las respuestas que buscas, solo se precisa coraje.

Continué caminando hasta llegar a la orilla del río, donde se podía gozar de un interesante festival de jazz. Observé hipnotizada el espectáculo de pie, hasta que uno de los jóvenes del grupo de estudiantes con distintivos de la Universidad Washington me ofreció una silla desocupada. Al concluir el evento me convidaron unos tragos; algunos fumaban, yo preferí no hacerlo. Tomé unas cuantas copas que me hicieron perder la timidez; recuerdo que bailé desenfrenada en un círculo que ellos armaron. Luego me contaron que iban a recorrer la famosa Ruta 66; habían rentado un auto descapotable Ford Thunderbird como el que se había utilizado en Thelma and Louise para una especie de aventura que venían programando desde hacía tiempo, y me invitaron.

—Creo que fue suficiente para mí, estoy agotada, gracias —dije.

—Vamos, no interrumpas la magia de esta noche.

—Es que no sé

—Vamos a vivir una experiencia única.

 Y no pude negarme, así que me sume a la locura. Bebimos todas las latas de cervezas que traían, cantamos “House Of Hope” de Toni Childs y gritamos eufóricos como símbolo de liberación.

Comenzaba a amanecer en la ruta, y la luna se había marchado para darle paso a una delgada línea de oro que se podía visualizar en el horizonte. Yo disfrutaba el paisaje y le daba charla al joven que conducía temiendo que se quedará dormido mientras el resto ya había sucumbido.

Paramos a cargar combustible y me bajé a buscar unas golosinas o algo dulce al autoservicio. Pero en el momento justo en que iba abonar, ingresó un sujeto pateando la puerta, y sin mediar palabras sacó un arma que tenía escondida debajo de la campera. Disparó al techo y gritó de viva voz:

—¡Todos al piso, esto es un asalto! —Muy asustada solo atiné a taparme los oídos y cerrar los ojos. El delincuente me agarró del cuello como escudo humano, mientras continuaba amenazando a los demás clientes y otros dos empleados—. Dame todo el dinero o ella muere —le dijo al que estaba cerca de la caja registradora, quien, temblando, colocó todos los billetes en una bolsa y me miro con lástima—. Los cigarrillos también, ¡vamos, rápido!

Cuando logró el botín, me arrastró a la salida y comenzó a disparar contra un patrullero que había estacionado junto a los surtidores. Se inició un fuego cruzado, mientras el ladrón me mantenía delante de su cuerpo. Entonces sentí un ardor en el pecho, el sujeto me soltó y caí al piso, pero él también cayó abatido por las balas de la policía.

 

Desperté en el hospital, rodeada de máquinas y cables, incapaz de moverme ni hablar; tampoco podía abrir los ojos y solo escuchaba a las enfermeras cuando venían a controlar los aparatos o cambiar el suero. Me confundían con otra persona porque me nombraban de manera diferente. Había una voz, la de un hombre que me decía:

—Tranquila, amor, estoy acá.

No podía ver nada, solo escuchar voces. No sabía quién era; sin embargo, él permaneció a mi lado todo el tiempo y me acariciaba el cabello. Creo que dormía en la silla al costado de la cama porque al despertar lo escuchaba y podía oler su perfume; eso me daba tranquilidad.

 El golpeteo suave de la lluvia contra la ventana era el único sonido que se prolongaba en el corazón de la noche. De pronto, un molesto pitido irrumpió en la habitación ocasionando caos; las voces alarmadas generaron pasos apresurados y mucho descontrol. Había gente desesperada, ruidos metálicos y pinchazos en el brazo. Sentí que el pecho me iba a explotar; hubo más gritos, antes del retorno del silencio, un silencio espeso que colmó la sala.

 

El movimiento del tren cesó al llegar a St. Louis. Descendí con mi valija para ir al hostal. Parecía que conocía el lugar; ¿lo había soñado o había estado allí antes? Mi mente aturdida no acertaba la respuesta; ¿había tenido una pesadilla durante el viaje o era una vivencia de otra vida? Decidí tomar aire fresco, para pensar y repensar la situación. Pero las dudas me acechaban; sentí que me iba a desmayar. Entré al primer bar que encontré y pedí un café cargado. Me calmé y observé por la ventana a un grupo de jóvenes estudiantes que esperaba a otro que estaba en el interior del bar y retiró un pedido de emparedados con unas latas de cerveza. Los que estaban afuera, charlaban y reían, llevaban puestas unas remeras azules con el logo de la Universidad de Washington. Sus caras también me parecían conocidas; no podía sacarles los ojos de encima.

Mientras leía el periódico que estaba sobre la mesa me detuve ante la publicidad de un evento: una famosa cantante de Chicago estrenaría un concierto en un importante club de jazz. Aboné la cuenta y le pedí permiso a la mesera para llevarme la página con la dirección del lugar. Caminé entre la gente y disfruté de una competencia ciclística, luego volví al hostal a cambiarme.

El concierto se desarrolló en un lugar ambientado con las fotos de los máximos exponentes de la música de jazz. Me senté en una butaca cerca del escenario para esperar el espectáculo.

—Disculpe, ¿está silla está reservada? —dijo un hombre de sonrisa ancha señalando la butaca libre a mi lado.

—No —respondí, mientras quitaba mis cosas del asiento: la cartera, la hoja del diario y un saco. El repertorio de la cantante era variado; tenía una voz única y se destacaba entre los músicos pero lo que más me cautivaba era su rostro, extrañamente familiar. Al concluir el show, la esperé a la salida con la intención de que me firme un autógrafo. El sujeto que se había sentado a mi lado también estaba cerca de la puerta. No parecía peligroso; era un cuarentón muy bien puesto que olía muy rico, creo que un Ralph Lauren Polo Blue, si no me equivoco. Este segundo encuentro me parecía una excesiva casualidad, sin embargo hice como que no lo vi. Él me busco e insistió en hablarme.

—Te advierto que Miss Queen no suele demorarse con los fans; tal vez te firme algo, pero nada más.

—Solo quiero verla.

—Ahí sale.

Cuando la tuve enfrente, no lo pude creer. Una parte de mí recordaba que esa mujer canosa era la de mi sueño, la que me pidió las monedas; se le parecía mucho, era un delirio pensar que se trataba de la misma. Sin embargo, me quedé sin reacción y solo me limité a mirarla. Mientras tanto, ella se dedicó a responder a los halagos, y aceptar regalos; firmó varios autógrafos y permitió que le sacaran fotos

 hasta que levantó la vista hacia mí.

—¡Eh!

 sí, tú, ¿no quieres mi firma?

—Sí, claro —dije sacando una libreta del bolso.

—¿Para quién es el autógrafo?

—Aretha, es mi nombre.

—Vaya coincidencia la nuestra. Que disfrutes esta noche en buena compañía —dijo, y me entregó la libreta firmada antes de subirse al auto que la esperaba.

De forma inmediata la abrí y miré que había puesto: “Hay infinitas posibilidades en cada instante, ten el valor para vivirlas. Cariñosamente, Aretha”.

—Eres afortunada, querida —dijo el hombre que se empeñaba en llamar mi atención.

—¿Qué? —le respondí

 —Si tomamos una copa, te lo explico.

Su sonrisa pícara con una especie de mueca al costado, en la comisura de los labios, me tentó, y acepté. ¿Qué podía perder?

Caminamos hablando de la carrera artística de Miss Queen, también de famosos de Chicago y de cómo llegamos ambos este día a St. Louis. Luego de un par de copas, era como si nos conociéramos de otra vida. No queríamos que la noche termine y sin pensarlo, nos fuimos caminando al hotel donde él estaba parando.

Una vez dentro de la habitación, con una chispa de sonrisas se provocó el delirio y nuestros cuerpos crujieron como brasas de tanta pasión. Las caricias y los besos sabían a un reencuentro de viejos tiempos, no había explicación posible, pero tampoco importaba el motivo de tanto magnetismo. Él sabía cómo acariciarme y provocar múltiples orgasmos, yo simplemente le correspondía.

 A la mañana, cuando las agujas del reloj comenzaron a caminar las horas, los minutos y los segundos hubo un abrazo tibio. Me acompañó hasta la puerta y antes de despedirnos con un beso le pregunté:

—¿Volveremos a vernos?

—Claro, pediré el día en el periódico y almorzaremos juntos, pero antes debo entregar la nota del concierto de ayer. ¿Qué te parece si nos encontramos en la Puerta?

—Perfecto. Allí voy estar.           

—Nos vemos

Con otro beso instantáneo sellamos el acuerdo. Me fui caminando sonriente, aunque el rostro de la cantante giraba en mis pensamientos. ¿Qué me quiso decir con lo de las infinitas posibilidades? Mientras me duchaba para la cita, me sentí viva y alegre; hacía mucho tiempo que no experimentaba algo así. Al enjabonar mi cuerpo comencé a recordar las caricias, los besos y entonces fue como un déjà vu. Deseaba a ese desconocido aunque sabía muy poco de él: que se llamaba Patrick, olía bien, tenía una hermosa sonrisa al despertar y trabajaba en un periódico llamado Riverfront Times, pero nada más

 Sin embargo, algo nos unía con una fuerza inexplicable, no podíamos evitarlo. Nunca me imaginé vivir una historia así a esta edad. Salí de la ducha; no podía decidir que ropa ponerme, nada me parecía adecuado para el momento. Me probé ante el espejo muchas variantes: vestidos, polleras, pero me terminé conformando con una blusa y un jean. Me pinté los labios, retoqué la máscara de pestañas para que mi mirada fuera perfecta y lo último fue mi perfume favorito.

Obviamente, llegué antes de lo previsto porque sentí miedo de que no viniera o de hacer el ridículo. Toda la incertidumbre murió cuando lo vi llegar con una rosa roja entre los dedos. Me sonrió, me tomó de las manos y fuimos recorriendo lugares icónicos como el Missouri Botanical Gardens and Arboretum, para terminar comiendo ravioles fritos en el vecindario italiano.

Un hombre que vendía flores se nos acercó y empezó a hablarme; sonaba incoherente.

—¿Aretha? ¡Por Dios, no puedo creerlo!

—No lo conozco, usted me confunde.

—Volviste, cielo —me dijo e intentó besar mi mano.

Patrick se puso furioso y no le quedó otra que intervenir ante la insistencia del sujeto.

—Por favor, váyase y deje de molestarnos o haré que lo saquen a las patadas.

El vendedor de flores me miró, y se marchó sin apartar la vista de mí. Me sentí mal por toda la situación. Mientras Patrick abonaba la cuenta, comenzó a interrogarme.

—¿Quién es? Te llamó por tu nombre

—No lo sé.

—¿Quieres que crea que es casualidad?

—No lo sé, ¿por qué voy a mentirte?

Caminamos en silencio, pero el malestar era evidente. Patrick no me tomó de la mano; desconfiaba, tal vez imaginando que le ocultaba algo y yo no podía salir del asombro.

Cuando llegamos al hostal, el florista estaba parado en la puerta. Cuando el sujeto se abalanzó hacia mí y desenfundó un arma blanca, Patrick enloqueció de rabia. Hubo empujones, forcejeos y sentí que la navaja se clavaba en el costado de mi cuerpo.

—Tenías que volver para estar conmigo, no con él —repitió el desconocido varias veces.

Mientras caía y Patrick intentaba sostenerme, el hombre huyo aprovechando que la gente se acercaba por los gritos. Al llegar la ambulancia, me subieron a la camilla y Patrick mantuvo mi mano entre las suyas. La imagen se volvió a repetir: el pitido largo, la opresión en el pecho, los gritos y luego todo se apagó; El silencio reinó en la sala y sentí que me abrazaba.

Volví a estar en la estación de trenes, pero esta vez me senté en un banco apretando la valija; me daba miedo continuar, no quería abandonar ese lugar para internarme en las calles de la ciudad. Mientras miraba a la gente y contemplaba la llegada y partida de los trenes, una mujer se acomodó a mi lado. Esquivé la mirada de la mendiga, no la quise ver pero ella estaba dispuesta a lanzar un discurso.

—Hay infinitas posibilidades en cada instante; solo hay que tener el valor de vivirlas. —

Como no pude contestarle nada, ella continuó—. Hay múltiples universos, universos que cambian según las decisiones que tomamos, y aunque los instantes mueren, hay que seguir adelante.

—¿Qué debo hacer? —le pregunté

—Seguir tu instinto —me dijo, y se marchó.

Luego de pensarlo, me acerqué a un guarda y le pregunté por la dirección de la biblioteca. Caminé hasta el lugar fastidiada por el peso de la maleta.

Al llegar contemplé que había una hermosa galería con cuadros de los ciudadanos ilustres de St. Louis, donde estaban Chuck Berry, Linda Blair, T.S. Eliot, Joyce Meyer, Richard Fortus y Aretha Zool.

Me quedé ante este último retrato; era la misma mujer que un rato antes me había hablado en la estación de trenes, pero también la que soñé o escuché cantar, y era irracional pensar que también se parecía a la mujer que mendigaba unas monedas.

Nada era coherente a estas alturas, así que pedí una computadora e indagué cuanta información había acerca de la cantante de jazz.

Me obsesioné con su biografía y busqué recortes de diarios. Había nacido en Chicago, donde estudió leyes, pero a pesar de la oposición de sus padres decidió dedicarse a la música y tomó un tren a St. Louis para presentarse a una audición en búsqueda de talentos de jazz. Los rumores de entonces, decían que se enamoró de un tal Patrick, un periodista mediocre que la esperaba al salir de los recitales. Ante el enojo de su representante por querer abandonar las presentaciones, se tomó un tiempo de relax y se fue de viaje con un grupo de músicos amigos. En un periódico, el titular rezaba: “Alcoholizados, los jóvenes talentos condujeron por la Ruta 66 hasta que la aventura terminó en tragedia”. Detuve mi vista en esas páginas donde había la foto del auto. La información se completaba con otro funesto detalle: cuando se detuvieron en una estación de servicios, una de las mujeres murió al producirse un asalto.

Al indagar más profundamente descubrí que Aretha no volvió a cantar porque comenzó a beber y su voz se perjudicó de tal manera que nadie quería contratarla. No pude encontrar fotos, sin embargo, muchos de sus allegados decían que la habían visto mendigando por la calle. No se pudo saber con exactitud si encontraba viva o si la había tragado la tierra. En otro artículo se contaba que un fan la siguió y pretendió asesinarla con un cuchillo, pero el ataque no pasó de tentativa. Ella se recuperó pero no quiso volver a cantar y el sujeto fue condenado a prisión.

Insistí tratando de hallar imágenes; no podía creer que era la misma mujer que yo había cruzado en cada sueño. Finalmente encontré una foto de su juventud, de la época en que llegó de Chicago, porque su parecido conmigo era sorprendente.

Volví a la estación de trenes más aturdida que antes de ir a la Biblioteca. Me senté en un banco, abrumada por lo que lo que había leído y lo soñado. No podía reconocer los límites entre lo imaginario y lo real, existía una débil línea que se diluía a cada instante. La misma mendiga de la plaza que era la mujer de la foto del periódico apareció de la nada y me entregó unas monedas, me miró y sonrió. Luego desapareció como por arte de magia, así que tomé mi valija y corrí para alcanzar el primer tren que salía para Chicago.

7 comentarios:

  1. Una historia interesante, pero por momentos algo intrincada. Me gustó el ritmo.
    Te voy a hacer una sugerencia muy personal, o tal vez sea solo una opinión; me hubiese gustado más, si el escenario fuera otro, es decir, si esa historia hubiera transcurrido acá, entre estas calles, pero bueno, es un gusto personal.
    Buen trabajo!

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  2. Hola Claudia, gracias por tu comentario. Esta historia la escribí pensando en el proyecto Midwestern, por eso se eligió como escenario San Luis, Misuri y se destaca los lugares que la caracterizan. Por eso el escenario es ese y tiene que ver con todo lo mencionado. Gracias por el comentario.

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  3. La sutileza como describiste la escena en sus diferentes layers, me gustó mucho. En el último párrafo se repite" lo que", pero no es sólo un detalle. Muy entretenido

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  4. Respuestas
    1. Tenés razón, muy buena observación. Gracias por tu comentario BARK.

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  5. Ne gustó, tiene algo que me lleva a las novelas norteamericanas románticas, tipo best seller de los '90. Creo que tu estilo es muy personal y tiene esas características. Lo leo y, si no tuviese tu nombre, sabría que lo escribiste vos!

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