Cristian Mitelman
Los gritos lo sorprendieron por la
tarde, mientras se abotonaba el último botón de la camisa y sentía que el calor
en el cuello almidonado tenía algo de vejatorio y ridículo.
Se asomó a
través del alféizar. Del otro lado, las casas pintadas en albayalde parecían
reverberar bajo un sol inhóspito. ¿Gritos de alegría o de dolor? No podía
saberlo. Había llegado a Río dos días atrás, luego de un viaje en barco que le
había deparado la humillación de las náuseas, la vergüenza de no poder
sostenerse en pie: la absurda corporalidad que nos acomete cuando nos sentimos
solos y enfermos.
El profesor
Delfino había sido invitado al simposio de estudios clásicos que organizaba una
publicación semestral de helenistas cariocas, hecho que le pareció un
inesperado contrasentido. Sus compañeros de cátedra lo urgieron para que
aceptara. Hasta entonces, Delfino solo había publicado algunas pequeñas
monografías sobre distintos pasajes de Horacio y algunas traducciones
comentadas de la antigua poesía lírica griega. Sus clases eran prolijas, de
escaso vuelo tal vez, pero lo suficientemente pautadas como para que el alumno
no se perdiera en la selva de los aoristos y de los verbos atemáticos.
Su voz era
nasal; sus modales mostraban una cierta timidez que intentaba disimular mirando
un punto vacío del aula cuando iniciaba sus exposiciones. Se sabía imitado por
más de un alumno. Aceptaba esas chanzas como algo más del oficio. Dado que
sentía una especial aversión por los malos olores, se cuidaba siempre de llevar
pastillas de menta o limón antes de iniciar la clase. “El aliento”, pensaba,
“una persona es un muerto civil si le perciben mal aliento”. Delfino le tenía
terror a esa cuestión. Por fortuna, un kiosco a una cuadra de la calle Viamonte
parecía estar siempre abierto. Maquinalmente el hombre le tendía las Halls y Delfino pagaba con el importe
exacto. Conservaba los billetes y las monedas en el bolsillo derecho para que
la operación se efectuara de un modo simétrico.
En la sala de
profesores manifestaba un silencio que para muchos era una forma de hostilidad,
hecho que era una injusticia. Delfino era un hombre tímido que vivía junto a su
anciana madre en un caserón de Glew. La parra en el patio, las baldosas rotas bajo
la luz de abril, las pastillas que tomaba la anciana para dormir (“porque
necesito dormir, hijo, sin las pastillas no pego un ojo, aunque después me
llevan a una caverna de sueños que me dejan exhausta”); todo eso formaba la
parte más íntima de su existencia.
Cuando presentó
un trabajo sobre los rituales de Eleusis, sorprendió al consejo académico. A
través de citas indirectas reconstruyó la idea de la ceremonia y la asoció con
los viejos cultos órficos que ligan los procesos de la vida, la destrucción y
la muerte como una realidad indivisible. Se animó a trabajar sobre la cuestión
de las drogas que ingerían los participantes, hecho que suscitó un pequeño
revuelo universitario. Hasta entonces, ese fue el único acontecimiento más o
menos imprevisible de su adultez. No cuenta el territorio de la infancia,
poblado de pequeñas crueldades que nunca fueron debidamente tratadas. A Delfino
le apasionaba cazar pequeños pájaros y torturarlos con una certera frialdad.
Una sola vez la madre lo pescó en semejante regodeo y el intento de castigo fue
cancelado por el padre. “Dejalo que se haga hombre; lo vas a convertir en un
mariquita llorón”. Su padre había sido un hombre fuerte, un policía de carrera
sorprendido por la muerte antes de la jubilación. Respetado por los conservadores,
había sabido poner orden en el laberinto de prostíbulos de Avellaneda. Los
proxenetas de la zona, seres poco aferrados a la ley, sabían que con el viejo
Delfino no se jodía: había que poner el dinero estipulado y la cifra iba
religiosamente a las arcas del gobernador, hombre que amaba las delirantes
esculturas de estilo fascista en medio de los pueblos espectrales de la pampa.
Más allá de esas
truculencias de infancia, el joven Delfino tuvo un alto rendimiento escolar y
cuando terminó la escuela secundaria estudió Contaduría, una profesión que
tranquilizaba a los padres, aunque estaba lejos de cumplir su vocación. Con el
título en la mano y empleado en el estudio de un conocido de la familia, inició
sus estudios de Letras. Tenía algún talento para el estudio de las lenguas
clásicas. Rápidamente fue nombrado ayudante de cátedra y luego hizo el lento cursus honorum de la vida universitaria.
Ese día, en
medio de una calle desconocida del Brasil, sentía que estaba llegando al punto
más alto de su laboriosa existencia entre los claustros. Y de pronto la calle
parecía enfervorizada por algo que no acaba de entender: alaridos, corridas,
lejanos ruidos de sirenas.
Tenía media hora
para llegar al Instituto donde se celebrarían las ponencias. Un auto enorme y
blanco lo esperaba en la puerta de Recepción. Lo manejaba un hombre que parecía
brotado de algún bosque africano. Delfino pudo advertir que las córneas,
profundamente blancas, contrastaban con derrames de una sangre amarronada muy
cerca del iris. “Signos de alcoholismo”, pensó, “esperemos que este pobre
diablo no esté borracho justo ahora”. Le preguntó si sabía qué estaba
ocurriendo, pero el chofer le respondió en una jerga incomprensible. Había algo
seco en esa voz, una mezcla de odio o de fastidio. Delfino había aprendido el
portugués, pero no pudo reconocer un solo vocablo. Pensó entonces que en la
conferencia le convenía hablar despacio: no fuera que a él tampoco le
entendieran nada.
El negro manejó
de un modo endemoniado, como ganado por una especie de fuego interior. Esquivó
micros y autos con la pericia de quien se lanza a una ciudad en la que
prácticamente no existen las leyes de tránsito. Para darse ánimo, Delfino pensó
que en Argentina las cosas no eran mejores.
Llegaron al Instituto:
allí lo esperaban los directores de la revista. Lucían serenos y felices.
Después de dos
ponencias, Delfino acometió su tesis eleusina. Había leído dos páginas cuando
alguien entró corriendo en la sala. Todos miraron al nuevo con más entusiasmo
que estupor:
—Está confirmado
—gritó—: el monstruo se ha matado. El cobarde se pegó un tiro. ¡Somos libres!
Y de pronto
fueron las risas, los abrazos. Alguien estrechó la mano de Delfino, que no
acaba de entender. Una señora mayor tuvo la amabilidad de explicarle:
—El inmundo de
Getulio Vargas por fin se ha suicidado. Y pronto sucederá con ustedes: ya se
librarán de ese coronel infame que oprime vuestra república.
Como hombre de
cultura liberal, Delfino detestaba al Coronel. Pero se guardaba de expresar su
odio al hombre. La vida universitaria era un laberinto de habladurías y
cualquier comentario podía traer consecuencias no deseadas.
Las exposiciones
se reanudaron y fue aplaudido de un modo fervoroso. Sabía que tanta efusión era
casual: el entusiasmo venía por otras vertientes. Si hubieran puesto a un
prestidigitador o a clown, el resultado habría sido el mismo: esa gente odiaba
al muerto y de pronto sentían que sus vidas recobraban el sentido extraviado.
Luego hubo un
brindis y una invitación para recorrer la ciudad. Se había hecho tarde y la
posibilidad de esa pautada aventura le causó a Delfino una sensación
placentera. Dos días después estaría de nuevo en Buenos Aires y seguramente
recordaría por décadas esa isla de libertad que se le había concedido.
Iba con dos
profesores que parecían exaltados, pero luego se sumaron otros hombres que no
habían asistido al congreso. “Deben ser amigos”, pensó.
Bebieron largo
rato frente a una de las playas y de pronto alguien lanzó una profusión de
sonidos ebrios y todos estallaron en gritos y fueron entrando en autos
lustrosos que parecían surgir de la sombra.
A Delfino la
única caipiriña no le había sentado del todo bien. Se desabotonó la camisa y
debió quitarse la corbata. Los demás, en cambio, habían bebido de un modo
heroico y parecía que el asunto recién empezaba.
Con timidez le
dijo a uno de los organizadores que prefería volver al hotel. Nadie parecía
escucharlo. Nadie parecía escuchar nada. Los autos se adentraron en unas
callecitas solitarias y después de un camino tortuoso llegaron a una antigua
casona que brillaba de un modo siniestro bajo la luna.
Una mujer los
recibió con una sonrisa feroz. Era grande, cavernosa y autoritaria… “Esto es un
prostíbulo; me han traído a un prostíbulo…”
Delfino tuvo
ganas de ir al baño, pero logró contenerse. Pensó que su padre muerto aprobaría
semejante incursión.
Dos tipos con
gafas oscuras aparecieron de la nada. Llevaban a una mulata que intentaba
resistirse. La tenían sujeta por las muñecas y de pronto uno de ellos le dio un
empellón que la hizo estrellar contra una pared. La joven dio un grito de
dolor.
—Señores, por la
libertad —dijo uno de los que la habían traído.
—En este país
hasta las putas se creían con derechos. Ahora empieza la restauración —le dijo
uno de los organizadores.
Desnudaron a la
joven y allí mismo, en uno de los corredores, tres tipos comenzaron a vejarla
de un modo brutal. Los demás tomaban whisky y aplaudían; luego se iban
repartiendo los turnos frente a lo que parecía la víctima sacrificial.
Delfino
comprendió que desde las otras puertas había más mujeres y que todas estarían
aterradas.
—¡Tierra
liberada! —gritó alguien, y comenzaron a patear las puertas para ganar el
terror de las habitaciones. A él mismo lo llevaron a un segundo piso y de
pronto se encontró frente a una chica que no tendría más que trece o catorce
años. Dos desconocidos que estaban con él la accedieron de un modo brutal y
enseguida uno lo invitó a que se les uniera.
—Después —atinó
a decir Delfino. Los otros se rieron a carcajadas y comenzaron a sodomizar a la
chica con el frenesí de salvajes inocentes. Una hora después los tipos dormían
una especie de sueño absoluto. La chica parecía estar en una especie de trance:
lloraba quedamente y se quejaba como un animal lastimado.
Delfino había
llegado a vomitar en el bañito interno de la habitación. Un vómito espumoso,
colmado de nervios y de un alcohol mal asentado. Sentía un gusto horrible en la
boca. Se sintió débil, mareado. Miró a la chica por última vez; luego se
encaminó hacia la planta baja. La efervescencia había mermado. Solo una mujer
estaba siendo violada en ese momento por un tipo que había conseguido vaya a
saber dónde un antiguo látigo de plantación.
En la puerta se
encontró con uno de los organizadores.
—Tuvo suerte —le
dijo con voz rasposa—: hotel, comida y bacanal. Una semana atrás esto hubiera
sido impensable.
—Necesito volver
al hotel.
—Claro, claro.
No se preocupe.
El tipo lo llevó
a uno de los autos y le dijo al chofer que inmediatamente condujera al profesor
al lugar solicitado.
Al otro día se
purificó con agua y café amargo. La inminencia del viaje lo incomodaba, pero la
posibilidad de estar ahí un día más le parecía aterradora.
Por fortuna, en
Buenos Aires los acontecimientos de aquella jornada memorable no tuvieron
trascendencia. A su madre llegó a decirle que su conferencia había sido
escuchada con sumo interés y la señora, entre un rosario y otro, pareció satisfecha.
Tres meses
después la mujer tuvo un aneurisma y falleció. Por primera vez se sintió solo. Por
primera vez Delfino se sintió feliz, como liberado de una responsabilidad que
le venía desde el inicio de los tiempos.
Al principio se
sentía extrañado en la casona silenciosa y pensaba que su madre iba a aparecer
en cualquier momento para reanudar el ritmo isócrono de la anterior vida. El
profesor se quedaba hasta el atardecer en el patio, tomando mate y corrigiendo
exámenes. Luego, pasadas las ocho, se preparaba un bife a la plancha y un plato
de arroz o puré. Era lo único que sabía hacer y no pensaba cambiar. Aunque la
soledad comenzó a serle gravosa.
Pasado un poco
más de un año de aquel congreso en el que veía algo liberador y algo infernal,
sintió una mañana los ruidos de poderosos motores que tajeaban el aire. Se
levantó de la cama, pasó corriendo por el corredor que conducía a la azotea y
allí vio dos rayas blancas en el cielo. Comprendió que lo que le habían
profetizado en el Brasil ya comenzaba a cumplirse. La caída del régimen no
podía demorarse. Se sintió purificado por el aire de septiembre. Se obligó a ir
a la Facultad, aunque pasar por el centro fue casi demencial. Miró el fuego y
los micros volcados; alguien señaló los agujeros que las ráfagas de metralla
habían dejado en un Ministerio. “Hemos estado en guerra y por fin hemos
vencido”, pensó mientras enfilaba hacia la facultad. Debía trabajar con sus
alumnos de la primera comisión una de las Odas Cívicas de Horacio. Sintió que
una mano providencial le había destinado ese texto para ese día.
Solo un profesor
se mostró renuente al entusiasmo. Los otros coincidían en viriles gestos de
satisfacción.
Esa noche
Delfino no pudo dormirse. Estaba en Río y estaba en Buenos Aires. Estaba en el
congreso y estaba en su casa. Estaba en el presente y en una cueva de las
llanuras atenienses.
No; no podía
permanecer en la cama. Por primera vez se animó a tomar el pastillero de su
madre. Solo quedaban dos grageas blancas que ingirió rápidamente con agua de la
canilla. No le provocaron el sueño que invocaba: apenas una sensación de
irrealidad.
Se vistió
entonces y salió a caminar por el barrio. Se fue hundiendo en las zonas que
siempre había esquivado: un mundo de chapas y de casitas bajas; no todas las
calles presentaban la decencia del asfalto. En medio de un silencio que parecía
brotar de las entrañas de la tierra, solo algunos perros olisqueaban bolsas de
basura. Llegó hasta una casa semiderruida. No sabía por qué, pero en esas
paredes sentía la presencia de su padre. Entró. Una mujer que parecía ebria lo
miró con displicencia. No era el día de ellas: estaban consternadas, estaban
caídas.
—La Rita es la
única que trabaja hoy. Las demás están de luto —le dijo.
Le señalaron la
puerta; Delfino entró sintiendo que deseaba estar ahí. La Rita estaba desnuda
frente a un espejo.
—Che, ¿no te
enseñaron educación en casa? Se golpea antes de entrar. Mirá si estaba
acompañada.
La mujer se rio
y el profesor de pronto comprendió que no sabía exactamente lo que debía hacer.
Sentía el impulso, sí, pero carecía de los conocimientos básicos de los
rituales, la geometría despreocupada que ejercen los hombres que suelen ir a
esos lugares.
—Dale, sacate
los pantalones, ¿o me vas a decir que sos friolento?
Fue
desvistiéndose como si estuviera en la antesala de la junta médica del servicio
militar. Una especie de pudor lo hizo dar vuelta, pero un espejo le devolvió la
imagen burlona de la mujer.
Entró en la cama
y sintió que aquellas sábanas podían mancharlo. Pero ya era tarde: ahora no
podía irse. Y por más que la mujer hiciera lo que estaba acordado, el profesor
parecía una cera blanca que se iba derritiendo de un modo inexorable.
—Bueno, che, qué
te anda pasando. Mirá que no hay devolución.
Volvió a reírse
la chinota y le brotó un aliento a vino que exasperó a Delfino. Un aliento que
lo llevó de pronto a la misma raíz de su furia. Solo odiar a esa taimada, pero
no por aquella burla circunstancial. Eso tenía que existir de antes, un
fermento largo, una acumulación que venía de tiempos pretéritos, incluso antes
de su propia vida. De pronto estalló. Quiso darle una bofetada, pero el golpe
le salió con el puño cerrado. La mujer no llegó a gritar: un nuevo puñetazo
ahora en el estómago la hizo doblar. Definitivamente no. Esa puta no podía
reírsele en la cara, porque él no era uno de esos pobres diablos que van a ahí
simplemente por lo bestial del deseo. Y la mano llegó hasta la garganta y
Delfino comenzó a apretar. Y entonces sintió que por fin encontraba su mano;
por fin podía entender qué es lo que tan dignamente habían hecho sus pares
cariocas; por fin se había convertido en el hombre con la voz de mando de un
comisario, y supo que esta vez podía gozar, porque a medida que la puta jadeaba
(o daba los últimos estertores) su miembro se ponía tieso y lanzaba un hondo
torrente seminal que lo dejó exhausto. Luego fue el silencio.
Se asomó al
pasillo. La que regenteaba estaba ahí abajo, adormecida. El lugar parecía
solitario. El profesor se vistió, extrajo un pañuelo que pasó concienzudamente
por donde creía haber puesto sus manos, especialmente el picaporte. Luego vio
una ventana que daba a un baldío y saltó. La madame, borracha como estaba,
apenas recordaría su rostro en caso de que la policía quisiera iniciar algún
tipo de investigación. Él sabía que su propio rostro no decía nada: era casi un
arquetipo de lo impersonal.
La caída no fue
tan peligrosa como había creído. Enseguida se fue internado por la tierra
desierta y encontró un camino lateral que bordeaba una zanja. Era mejor no
tomar por la avenida. Se obligó a recorrer un laberinto de calles muertas antes
de llegar a la casona.
Fue a su
dormitorio y tomó ropa limpia. Una ducha tibia lo hizo sentir mejor. Después
preparó un té de tilo para calmarse. Ya acostado, repasó la clase que daría al
día siguiente.
Un cuento fuerte!! Que nos muestra un submundo cruel existente.
ResponderEliminarMuy buen cuento. Destaco las descripciones de los personajes:" era grande,cavernosa y autoritaria", " sonrisa feroz" entre otras.
ResponderEliminarUna historia fuerte y muy bien contada.