Guillermo Corte
—¿Me hacés uno de perrito —preguntó
Tommy señalando los globos—?
El payaso lo
ignoró completamente. Germán dedujo que esto se debía a que algunos niños
pedían cosas que luego sus padres no pagaban, así que se acercó para ratificar
el pedido de su hijo.
—Uno de perrito,
capo.
—No, hoy no
hago.
La respuesta,
cortante, lo sorprendió; la atribuyó al cansancio.
—Papá, quiero
uno de perrito — insistió el pequeño, tomándolo de las bermudas.
—Bueno, dame ese
—dijo Germán apuntando con el dedo hacia uno de los inflables. Sabía que la
gracia estaba en que el niño viera su elaboración, pero prefirió conformarse.
—No, no los vendo.
Esta vez, se
quedó atónito. ¿Por qué no querría venderle un simple globo? Repasó sus dichos
en busca de palabras ofensivas. ¿Habría sido el “capo”? Era muy improbable...
—Quiero uno de
perrito —reiteró Tomás, amenazando con romper en llanto.
—Vayan, vayan
—exclamó el comerciante moviendo los brazos como si intentara ahuyentar a un
gato.
Germán se enojó.
El personaje estaba siendo muy grosero.
—¿Qué te pasa, flaco? —le dijo, serio.
Su afición por
el gimnasio y su metro ochenta y ocho imponían cierto respeto, y no estaba
acostumbrado a ese tipo de trato.
—Mandate a
mudar, dale —contestó el payaso, irrespetuoso, con un tono que podía
atribuírsele perfectamente a un matón profesional.
«Uy, le daría
una trompada», pensó Germán. Pero luego, reflexionó. El enfrentamiento sería
completamente inútil, además de cómico.
—¿Estás sordo,
pibe? —lo apuró el otro.
El personaje lucía
temerario y retirarse le pereció lo más sensato.
—Vení Tommy,
vamos a ver si allá venden. —Señaló hacia otro extremo del parque mientras conducía
a su hijo lejos de aquel hombre tan extraño.
Supuso que, por
alguna razón, le había caído mal al artista. Pero, ¿qué podía ser? En parque de las colectividades solía haber
shows a la gorra: payasos, magos y
malabaristas. Germán recordó, en ese momento, su fea costumbre de irse antes de
que la gorra pase.
«¡Ajá! Este me junó y me la tiene jurada», concluyó
para sus adentros.
En su mente
resonaban las palabras de Claudia, su esposa: “no seas rata, gordo, dales algo”. Pero él tenía un mantra inquebrantable:
nunca pagar por algo que podía obtener gratis. Por eso siempre vacacionaban en
la casa que Carlos, su socio del estudio, tenía en la costa y que, cada año, le
prestaba por una quincena. No por nada sus amigos le decían “el codito”
Garmendia.
Imaginó que su
tacañería finalmente le estaba pasando
factura y resolvió olvidarse del incidente. Buscó un lugar a la sombra y se
dispuso a cebarse unos mates. Aun así, seguía masticando bronca, y cada tanto,
escudriñaba disimuladamente al vendedor. Además del traje barato, advirtió que
no tenía los clásicos zapatones sino unas zapatillas comunes y gastadas. También
notó un extraño gesto: cada tanto agachaba su cabeza hasta su pecho mientras
movía los labios, como si hablara solo. Hipotetizó que el tipo padecía alguna
especie de TOC.
En medio de sus
cavilaciones, divisó a una joven madre y su pequeña hija acercarse también a
comprar globos. La mujer intercambió algunas palabras con el vendedor y luego se
alejaron. Germán sintió intriga. Decidió corroborar su teoría y se acercó a la muchacha.
—Hola, buenas
tardes. ¿Le puedo hacer una pregunta?
—Sí... supongo
—La mujer no tenía ningún interés de entablar una conversión, pero hizo un
esfuerzo para no parecer descortés.
—Ese payaso...
ese, el de ahí —Germán intentó señalar con la cabeza—, querían comprarle
algo... ¿cierto?
—Sí... Flor
quería un globo, pero me dijo que no vendía.
Su teoría de la
gorra había sido incorrecta. ¿Se trataba acaso de un maniático? ¿Algún enfermo
que se vestía de payaso? ¿O eran ideas suyas?
—A mí me dijo lo
mismo. Creo que es un loco desquiciado.
La muchacha lo
miró extrañada, temiéndole mucho más a Germán que al payaso.
—Mire, no sé,
nos tenemos que ir.... Flor, ¿vamos a la calesita, mi vida?
El papá se dio
cuenta de que la había espantado. Para colmo, el artista, que parecería estar
observando toda la escena, ahora le clavaba la mirada.
Fue entonces
cuando advirtió el brillo y alcanzó a ver lo que parecía ser un arma que el sujeto
traía escondida debajo del disfraz. Pensó que tal vez su paranoia le estaba
jugando una mala pasada, pero concluyó que, igualmente, lo más sensato sería simplemente
huir.
—Tommy, vení que
nos vamos.
—¿Qué? si recién
llegamos, papá —dijo el chico ofuscado.
—Vamos que nos
vamos.
Tommy empezó a
llorar y su papá tuvo que hacerle upa.
En ese instante, observó que el payaso, súbitamente, enfilaba hacia ellos;
Germán se asustó y empezó a trotar torpemente, abandonando la mochila y el mate.
Unos pasos después, por el rabillo del ojo vio que el otro estaba corriendo y lo
invadió un profundo pavor.
— Aggggggh, la
mierda —se le escapó del miedo.
Al notarlo, Tomás,
que era sacudido como si participara de un viaje por los médanos en 4x4, también
se asustó y empezó a gritar:
—¡Ahh!
De pronto el
payaso se abalanzó sobre un runner,
tumbándolo al piso, e iniciaron un forcejeo. Luego, se le sumó un paseador de
perros y, más tarde, el vendedor de churros.
Germán, atónito,
observó la surrealista escena, pensando si estaba despierto o dormido.
Pero estaba
despierto; el operativo policial había sido todo un éxito.
Está tan bien armado que esperaba cualquier cosa menos un mundano, prosaico operativo policial. Me lo creí todo, Oscar. ¡Muy bueno!
ResponderEliminarArrancó como el payaso mala onda! me gusta!
ResponderEliminarCoincido con las opiniones. Muy bien armado, Óscar. Uno nunca se imagina el final. Aparte la dosis de suspense del segundo tercio, es muy buena y le imprime dinamismo. Felicitaciones.
ResponderEliminarUn cuento con tintes cinematográficos, la intriga mantiene atrapado al lector. ¡Muy bueno!
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