El mundo de Luisa
Víctor Lowenstein
Gabriela Vilardo & Hernán Bortondello
Aún no clareaba cuando la alarma del celular comenzó a sonar monótona e insidiosa. Luisa, que disfrutaba del sueño de sus sueños, percibió con disgusto la intrusa insistencia. Sabía lo que significaba pero trató de ignorarlo. Por un rato defendió con los dientes apretados la realidad que no quería abandonar. Sin embargo, ese martilleo sonoro cortaba sus amarres y se dio cuenta con que no podría aferrarse por más tiempo al onírico edén. Con forzada resignación comenzó a soltar la mano amada, lentamente, aprovechando hasta el final el contacto con su piel.
Ahora estaba despierta pero no abría los ojos. Sabía que tras las delgadas cortinas de sus párpados se desplegaba otro escenario: el de una vida no querida. ¡Vamos que llegás tarde!, se dijo aferrándose a la tristeza para enfrentar un nuevo y solitario día.
Había terminado la jornada tras las
rutinarias tareas en la fábrica de calzado. Mientras marcaba en su tarjeta la
salida y pensaba, abstraída, que solo le restaba el viaje en subte, llegar al
departamento, ducharse y cenar. Después, con esperanzas renovadas, apagaría
temprano la luz de su dormitorio e intentaría volver a encontrarse con él.
Esta vez, al escuchar
el ringtone del despertador, se revolvió
rápido apartando la frazada y levantándose en un solo movimiento. Quería
olvidar pronto que había dormido inútilmente: toda la noche lo había buscado
sin éxito. Caminó descalza hasta el baño y el piso helado bajo sus pies no solo
la espabiló sino que le hizo saber contundentemente que ella pertenecía a ese
lado de la frontera. Así de simple, aunque quisiera abandonar para siempre la
vigilia para ser feliz.
Esa horrenda mañana
lloviznosa, mientras descendía las escaleras del subterráneo, resbaló en un
escalón mojado y habría tenido una mala caída si aquellos férreos dedos no la
hubiesen sostenido.
Miró para abajo en ese intento
de parar una contractura de cuello de esas que provocan los intentos de caídas
y supo que el mundo en la vigilia no era tan desagradable a pesar de las apariencias.
Ese segundo de ignorar cómo y dónde terminaría en el que se pasaron escenas funestas
como una película aburrida, fue interrumpido cuando vio un par de zapatos
pelados en las puntas. Los zapatos del dueño de su salvador, de no ser ella protagonista
de capítulos en ambulancia con ruido ensordecedor, hospital, tal vez una
probable operación, con recuperación lenta en soledad y con la ayuda de algún vecino
solidario de vez en cuando. Levantó la vista y un anciano le sonreía desde su
lugar de estar más allá del bien y del mal. No tuvo más que palabras de
agradecimiento para el señor que la invitaba a bajar. Los dos subieron al mismo
subte. Luisa todavía temblaba y comprendió que su día había empezado mal, sin embargo,
respiró hondo y dijo: “no tan mal, Luisa. Pensá. Se sentó. El hombre, a su
lado.
—Me salvó de un golpazo —dijo el hombre sonriendo.
Pasaron varias estaciones. Luisa no bajaba en ninguna. El señor, tampoco.
—¿Hasta dónde va? —preguntó
Luisa.
—Hasta donde vaya usted.
Sepa que el que camina y anda es el que corre estos riesgos. Si usted estuviera
arropada en una cama seguro que no hubiese resbalado de la manera en que lo
hizo.
Luisa pensó si había
maneras para resbalarse. Incisivo el comentario, reflexionó.
—¿Cree que en cinco segundos
pude haber planificado la posición en la que iba a caer?
El hombre rio.
Ella quiso reír a la
par del desconocido, pero su boca empezó a llenarse de agua. Despertó a tiempo,
antes de ahogarse en su propia bañera. Los ojos –bien abiertos ahora– pugnaban
por atrapar cierto instante… volvió a bajar los párpados, y en un último rebozo
de sueño en el que su mano creyó aferrar la calidez de la mano soñada, los
dedos solo encontraron el frío de la losa. Debía haberse duchado; el baño de
inmersión era peligroso por la noche. ¿Qué hora sería? Luisa se obligó a
despabilarse y emerger del agua. Experimentó el déjà vu de un
piso helado bajo sus pies; se envolvió en una toalla, y aferrada al marco de la
puerta atisbó el reloj de pared de su cuarto.
¡Medianoche ya!
¿Cuántas horas pudieron pasar desde lo sucedido en el subterráneo? El hombre
amable y misterioso que… ¿habría sido real?
Recordó un resbalón, no
mucho más... Su memoria hilaba escenas inconexas entre espacios vacíos…
Aún no clareaba cuando
la alarma del celular volvió a sonar, monótona, insidiosa. Luisa debió soltar
la mano que aferraba en sueños ante el insistente ringtone. Con resignación se dispuso a enfrentar otro día más.
El parpadeo llegó junto al manotazo de
su compañera de trabajo frente a la máquina troqueladora de suelas. ¡Luisa, no
te duermas! Ella apartó las manos de los peligrosos filos de acero y puso toda
su atención en su labor… en tanto su mente confundida se interrogaba acerca de
aquellos desajustes constantes en su percepción. Acabada la jornada laboral,
Luisa marcó tarjeta pensando en sus riesgosos descuidos. Afuera llovía. Aún
debía abordar el subte, caminar hasta su casa, ducharse, comer algo y dormir.
Mientras descendía, resbaló en un escalón mojado, luego hubo una mano sosteniéndola…
Luisa alzó la mirada,
pero no vio nada. Un supuesto rostro se diluía en un mar de colores… el sueño
la llamaba, la mano la soltaba y ella se perdía, se perdía en un vacío hecho de
sensaciones extrañas.
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