El juego invisible
Joyce Barker, Alicia Álvarez
& Sergio Gaut vel Hartman
Andrés se angustiaba, intentando comprender a qué jugaban, cuáles eran
las reglas y cuál el objetivo. Se parecía en cierto modo al ajedrez, pero no
había piezas y tampoco un tablero. Por otra parte, no lograba determinar dónde tenía
lugar el encuentro. ¿Estaba en su planeta natal, en una nave espacial o había
sido trasladado mientras dormía a un mundo distante? Como no veía a su
adversario, una pregunta lo punzaba sin cesar: ¿por qué había sido elegido como
adversario? Era evidente que del otro lado operaba un gran estratega, y él no
era otra cosa que un hombre común, un simple empleado administrativo de una
oscura repartición provincial, fiel a convicciones ordinarias y… De pronto, una
percepción luminosa detonó en su mente. ¿Y si cada uno de sus congéneres se
viera obligado a jugar esa partida con un adversario invisible? No parecía
haber limitaciones para que “ellos”, fueran humanos o no, decidieran con quién
y cómo jugar.
El
lugar era una especie de cancha de piso blando y blanco muy brillante. No se
alcanzaba a ver el perímetro debido a una neblina azulada que, al parecer, era
mejor no tocar. Arriba, el cielo era celeste, como un típico cielo terrenal,
pero titilaba como si tuviera problemas eléctricos.
—¿Primera
vez acá? —dijo súbitamente una mujer mayor que apareció a su lado, sin que se
diera cuenta.
—Sí, ¿y
usted? —respondió Andrés, mirándola de arriba a abajo— ¿Es una jugadora? Yo
aparecí acá pero no tengo idea de nada. Me da mucho miedo perder, y ni siquiera
sé jugar.
—No te
preocupes por saber —respondió la mujer que vestía un traje negro apretado que
parecía no molestarle en lo más mínimo, y un enorme turbante dorado—. Yo juego desde
hace sesenta años y he ganado y perdido infinitas veces.
—Entonces,
¿me podría explicar en qué consiste?
—No.
Eso lo debes descubrir por tu cuenta. Pero sí te puedo decir dónde estamos, porque
no lo sabes, ¿cierto?
—No
—respondió Andrés, feliz de conversar con alguien después de estar tanto rato
parado mirando nada y suponiendo todo.
—Estamos
donde debemos estar, y jugando lo que tenemos que jugar.
—No me
tome el pelo, señora, sé que estoy acá para jugar algo con alguien, de eso no
tengo duda.
—Sabiendo
eso, ya sabes todo.
En el
cielo sonó un silbato de inicio, al menos, eso supuso Andrés; y la neblina
azulada se solidificó componiendo un murete traslúcido. Andrés se acercó a
tocarlo.
—¡No lo
toques! —gritó la mujer— Usa tu percepción. Debes sacarte de la cabeza todos tus
pensamientos mundanos.
—¿De qué
habla?
—Cierra
los ojos y ábrelos cuando quieras jugar. Te vas a sorprender, Andrés.
—No le
he dicho mi nombre…
—Verdad,
te dije que llevo una vida jugando este juego y parte de él te enseña a despojarte
de las palabras enunciadas...
—Usted
habla difícil, señora, si me vieran mis compañeros de oficina me tomarían por
loco. Yo trabajo archivando actas de nacimiento en el Registro de las Personas,
así de simple: ordeno alfabéticamente las fichas y las saco cuando me las piden
para fotocopiar.
—Justamente,
Andrés, si supieras el tesoro que hay en tu mente, si fueras consciente de eso
y prestaras atención…
—¿Me
aclara lo que acaba de decir?
—No. Debo
asistir a otros jugadores. Solo te daré un indicio: las actas de nacimiento son
un universo en sí mismo. Has deducido que estás aquí para jugar, ahora tendrás
que dar un salto en tu discernimiento.
La señora
se acomodó el turbante dorado, al tiempo que enfiló hacia la niebla, casi sin
tocar el piso.
—Debo
estar alucinando —se dijo Andrés. Estaba perplejo, parecía percibir sutiles
movimientos en su cerebro al detenerse en la palabra discernimiento. En su
mente se movió un recuerdo e hizo foco en él. Era de cuando se había anotado en
la facultad de Arte. Un profesor presentaba apasionadamente a un pintor
revolucionario: Marcel Duchamp. Autodefinía su práctica como pintura “no
retiniana”. Recién comprendió esa expresión cuando el profesor aclaró que
pintaba lo invisible, o sea conceptos, ideas y no lo que veía. Esta asociación
le dio una chispa de euforia. Y dedujo que era eso a lo que se refería la mujer
cuando mencionó las actas de nacimiento. Ese ente abstracto, conceptual, no eran
las fichas en papel con las que trabajaba sino una entidad…
Alrededor
de Andrés se produjo una revolución de efectos especiales: iluminación,
sonidos, proyecciones de figuras en el piso etéreo. Eran un premio psicodélico en
el que se resaltaban la frase: start of
the game, el inicio del juego. Pero, ¿era eso realmente o solo se trataba
de una distracción? El juego había empezado. ¿Qué piezas debía mover? ¿Acaso
podía recordar todas las actas de nacimiento que habían pasado por sus ojos?
¡Ojos! ¡Esta es la clave!, exclamó sin pronunciar las palabras. La pintura no
retiniana de Duchamp, gran ajedrecista, por otra parte.
Andrés
se movió por la cancha sin tratar de definir un itinerario, y si bien en el
piso no se habían delimitado casillas o zonas, supo de inmediato que lo único
que necesitaba lo obtendría utilizando el concepto de Duchamp. ¡Guerreros!, se
dijo y todas las fichas están en mi mente. Solo debía utilizar lo que dijo la
señora del turbante: si supieras el tesoro que hay en tu mente. ¡Lo sé! El
universo de las actas. Te convoco, Juan Esteban Reggi, Adela Kisster, Albano
Funes, Eva García, Jorge Omar Rubin…
Interesante el cuento. Original
ResponderEliminarUna maravilla! Sci Fi kafkiano y argentino.
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