El carnicero del campo
María Cristina Rolnik
Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman
A Samuel la muerte no solía atormentarlo. Había elaborado con
inteligencia la idea de que una vez muerto uno no advierte que lo está, por lo
que no hay sufrimiento. Y si no se sufre una vez muerto, ¿por qué sufrir
mientras estás vivo? La sensación de que estamos condenados no lo inquietaba. Y
fue por eso que, cuando el viejo Igor Chumachenko lo apuntó con su carabina, se
limitó a sonreír.
—¿Se
propone matarme?
—Sí, te
voy a matar —respondió el ucraniano—. Porque si no te mato me vas a entregar,
me van a meter preso, y me van a juzgar por cosas… —De pronto Igor advirtió que
se estaba yendo de la lengua y no solo se quedó callado sino que, además,
apuntó con cuidado para gastar un solo disparo. Pero eso era todo lo que
necesitaba Samuel.
—Hay
una docena de cazadores de nazis en esas colinas. —Samuel señaló hacia el oeste,
donde el sol aportaba un atardecer de ensueño, cayendo sobre las colinas.
Colinas doradas, naranjas, finalmente violetas.
Los
hombres enfrentados dejaron de mirarse, para mirar el ocaso, pero los cuerpos
permanecían en guerra: uno apuntando nervioso y rígido, el otro sin intención
de huir, esperando.
Para
Samuel mirar el ocaso eran Raquel y Anita agarradas de la mano, la otra manita diciéndole
adiós papá, adiós. En los campos de exterminio, al atardecer eran las filas
para ducharse. Una fila para mujeres, otra para hombres. Ese día, la ducha de
los hombres no funcionó. Por eso él estaba en los bosques de la Patagonia.
Ellas no.
Mirar
el atardecer para Igor era la nada, escalofríos y ganas de irse de ahí (donde
fuere que estuviese). Las sombras, las sombras que lo buscan.
Samuel
vio la boca abierta, el sudor sin pausa del ex carnicero del campo, sus
temblores. La carabina que descendía lenta, hasta caer al piso.
La
oscuridad para ese entonces era total, los enemigos ya no se veían.
Pero
Samuel sabía que Igor estaba ahí ovillado, en el suelo, lo escuchaba gemir:
luz, dame luz. Por favor no me dejes así. Por favor.
Desde
que espiaba a Igor, Samuel aprendió que él regresaba a su casa antes del
atardecer, se encerraba en el hogar y dormía con todas las luces encendidas,
incluso las del patio. Su casa incandescente se veía desde cualquier colina.
Nunca salía de noche. La oscuridad. Era eso, entonces.
Samuel
se alejó guiándose con la linterna de su celular y cuando se aclaró el bosque,
las estrellas también ayudaron. Mientras caminaba escuchó el primer aullido, al
que pronto se sumaron otros cantos. Cazadores, murmuró, el carnicero es vuestro.
¿Eso es
todo? ¿La historia se cierra con los cazadores cercando al carnicero? ¿Y
Samuel?
Samuel
volvió sobre sus pasos, porque las historias concluyen cuando deben hacerlo y
no cuando quieren. Y ante sí vio lo inexplicable, ¿lo imposible? No había
cazadores, no había hombres, no había perros, solo estaba Igor apuntando con su
arma sin saber hacia dónde hacerlo. Se sacudía y temblaba convulso. Tenía
miedo, pero no era un miedo poético, un miedo surgido de la idea de que algo lo
haría pagar por los crímenes que había cometido. No había llegado el tiempo de
la reparación, el pasado estaba perdido, el pasado era una construcción que se
disolvía a medida que transcurrían implacablemente los días. El miedo que
sentía era algo del presente, algo que había descubierto en ese lugar, en ese
momento. No había venganzas, ni simetrías. Los horrores son humanos, pero
también son de otro orden. De uno secreto y misterioso. Que opera cuando quiere,
no cuando debe. Samuel vio unas sombras que se asemejaban vagamente a hombres,
que se movían mecánicamente y que aullaban como si no pudiesen tampoco escapar
a su destino, a lo que debían hacer. Como si fueran lejanos parientes del
Golem. Las figuras rodeaban a Igor y no era sencillo adivinar qué iban a hacer.
¿Matarlo? Samuel se dio cuenta de que las sombras bien podían hacer eso. Que
quizás eran animales fantásticos, famélicos, arrojados a un destino prefijado
de antemano por una entelequia. Los sucesos no se articulan como en una
ficción, pensó. Las cosas solo pasan. Un campo de concentración, un evento
fantástico. Un universo indiferente. La muerte. Todo condensado en un paisaje y
entre dos hombres que se conocen y que ahora temen esa verdad devastadora. Que
justamente no existe verdad, sólo un terrible agujero de absoluta nada que
finge encadenar los eventos para luego negar su continuidad.
Pero un
mago milagroso puede pergeñar un mural análogo al Guernica, una sinfonía
semejante a la Novena, una novela equivalente a Crimen y castigo, sacándolas de
un lugar al que Igor jamás podría acceder. La obra maestra de Samuel nació resquebrajada
por el dolor y tomó la forma de Raquel y Anita agarradas de la mano, caminando
hacia la cámara de gas, una ruta que irreversible antes de que el deseo de
Samuel, la avidez, el sueño de Samuel se materializaran a partir de una simple
palabra. Todos sabemos que la verdad no existe, pero todos sabemos que nada es
más poderoso que nuestra verdad secreta.
—¡Sí!
—exclamó Samuel ante el perplejo Igor, y ochenta años se enrollaron sobre el
eje de la memoria para compartir el destino de las mujeres amadas.
Ese
día, la ducha de los hombres funcionó y tanto Samuel como Igor fueron un
agujero de absoluta nada.
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