miércoles, 18 de mayo de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 015

El carnicero del campo

María Cristina Rolnik

Alejandro Bentivoglio & Sergio Gaut vel Hartman


A Samuel la muerte no solía atormentarlo. Había elaborado con inteligencia la idea de que una vez muerto uno no advierte que lo está, por lo que no hay sufrimiento. Y si no se sufre una vez muerto, ¿por qué sufrir mientras estás vivo? La sensación de que estamos condenados no lo inquietaba. Y fue por eso que, cuando el viejo Igor Chumachenko lo apuntó con su carabina, se limitó a sonreír.

—¿Se propone matarme?

—Sí, te voy a matar —respondió el ucraniano—. Porque si no te mato me vas a entregar, me van a meter preso, y me van a juzgar por cosas… —De pronto Igor advirtió que se estaba yendo de la lengua y no solo se quedó callado sino que, además, apuntó con cuidado para gastar un solo disparo. Pero eso era todo lo que necesitaba Samuel.

—Hay una docena de cazadores de nazis en esas colinas. —Samuel señaló hacia el oeste, donde el sol aportaba un atardecer de ensueño, cayendo sobre las colinas. Colinas doradas, naranjas, finalmente violetas.

Los hombres enfrentados dejaron de mirarse, para mirar el ocaso, pero los cuerpos permanecían en guerra: uno apuntando nervioso y rígido, el otro sin intención de huir, esperando.

Para Samuel mirar el ocaso eran Raquel y Anita agarradas de la mano, la otra manita diciéndole adiós papá, adiós. En los campos de exterminio, al atardecer eran las filas para ducharse. Una fila para mujeres, otra para hombres. Ese día, la ducha de los hombres no funcionó. Por eso él estaba en los bosques de la Patagonia. Ellas no.

Mirar el atardecer para Igor era la nada, escalofríos y ganas de irse de ahí (donde fuere que estuviese). Las sombras, las sombras que lo buscan.

Samuel vio la boca abierta, el sudor sin pausa del ex carnicero del campo, sus temblores. La carabina que descendía lenta, hasta caer al piso.

La oscuridad para ese entonces era total, los enemigos ya no se veían.

Pero Samuel sabía que Igor estaba ahí ovillado, en el suelo, lo escuchaba gemir: luz, dame luz. Por favor no me dejes así. Por favor.

 

Desde que espiaba a Igor, Samuel aprendió que él regresaba a su casa antes del atardecer, se encerraba en el hogar y dormía con todas las luces encendidas, incluso las del patio. Su casa incandescente se veía desde cualquier colina. Nunca salía de noche. La oscuridad. Era eso, entonces.

Samuel se alejó guiándose con la linterna de su celular y cuando se aclaró el bosque, las estrellas también ayudaron. Mientras caminaba escuchó el primer aullido, al que pronto se sumaron otros cantos. Cazadores, murmuró, el carnicero es vuestro.

¿Eso es todo? ¿La historia se cierra con los cazadores cercando al carnicero? ¿Y Samuel?

Samuel volvió sobre sus pasos, porque las historias concluyen cuando deben hacerlo y no cuando quieren. Y ante sí vio lo inexplicable, ¿lo imposible? No había cazadores, no había hombres, no había perros, solo estaba Igor apuntando con su arma sin saber hacia dónde hacerlo. Se sacudía y temblaba convulso. Tenía miedo, pero no era un miedo poético, un miedo surgido de la idea de que algo lo haría pagar por los crímenes que había cometido. No había llegado el tiempo de la reparación, el pasado estaba perdido, el pasado era una construcción que se disolvía a medida que transcurrían implacablemente los días. El miedo que sentía era algo del presente, algo que había descubierto en ese lugar, en ese momento. No había venganzas, ni simetrías. Los horrores son humanos, pero también son de otro orden. De uno secreto y misterioso. Que opera cuando quiere, no cuando debe. Samuel vio unas sombras que se asemejaban vagamente a hombres, que se movían mecánicamente y que aullaban como si no pudiesen tampoco escapar a su destino, a lo que debían hacer. Como si fueran lejanos parientes del Golem. Las figuras rodeaban a Igor y no era sencillo adivinar qué iban a hacer. ¿Matarlo? Samuel se dio cuenta de que las sombras bien podían hacer eso. Que quizás eran animales fantásticos, famélicos, arrojados a un destino prefijado de antemano por una entelequia. Los sucesos no se articulan como en una ficción, pensó. Las cosas solo pasan. Un campo de concentración, un evento fantástico. Un universo indiferente. La muerte. Todo condensado en un paisaje y entre dos hombres que se conocen y que ahora temen esa verdad devastadora. Que justamente no existe verdad, sólo un terrible agujero de absoluta nada que finge encadenar los eventos para luego negar su continuidad.

Pero un mago milagroso puede pergeñar un mural análogo al Guernica, una sinfonía semejante a la Novena, una novela equivalente a Crimen y castigo, sacándolas de un lugar al que Igor jamás podría acceder. La obra maestra de Samuel nació resquebrajada por el dolor y tomó la forma de Raquel y Anita agarradas de la mano, caminando hacia la cámara de gas, una ruta que irreversible antes de que el deseo de Samuel, la avidez, el sueño de Samuel se materializaran a partir de una simple palabra. Todos sabemos que la verdad no existe, pero todos sabemos que nada es más poderoso que nuestra verdad secreta.

—¡Sí! —exclamó Samuel ante el perplejo Igor, y ochenta años se enrollaron sobre el eje de la memoria para compartir el destino de las mujeres amadas.

Ese día, la ducha de los hombres funcionó y tanto Samuel como Igor fueron un agujero de absoluta nada.



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