domingo, 11 de septiembre de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 013

 

El refugio de los sueños

 Itzel Alejandra Flores García 

Luisa Madariaga Young 

Alicia Maffei & Sergio Gaut vel Hartman




 

Traté de sacudir lo que todavía me anegaba la mente e imaginé un despertar positivo, en el que la visión reconfortante del sol sirviera para alejar para siempre las visiones que me atormentaban. No obstante, y en contra de mi voluntad, me encontré pensando en los sueños recurrentes, para nada inofensivos, en los que recorría un bosque con árboles de hojas plateadas y era acosada por salvajes dispuestos a violarme, matarme y devorarme. En otros sueños, aquellos que no transcurrían en mi propio mundo sino en un planeta feraz, bellísimo, con lagos color miel y cinco lunas en el cielo, apenas podía retener la visión en mi memoria durante un momento para luego perderla, siendo reemplazada por una realidad despiadada, en la que el acoso, la maldad y el egoísmo eran el pan cotidiano.

—¡Deborah! Hora de levantarse e ir a trabajar.

La voz de Pamela, una vez más, como siempre, me sacó del estado en el que me encontraba, terrorífico, pero a fin de cuentas ficticio, y me arrojó de cabeza al negro abismo que siempre trataba de evitar.

—¿Y si no voy a trabajar? —Mi desafío era mi manera habitual de enfrentar a mi madre, un sistema infructuoso, por cierto, ya que mi trabajo era el único medio de subsistencia para una alcohólica y un hermano pequeño, fruto de una borrachera menos intensa de lo habitual.

—Simple —replicó Pamela poniendo los brazos en jarras y mirándome con esa expresión tan suya—, no habrá dinero para comprar comida.

No había remedio, sacudí los restos de la niebla somnolienta y aterricé de lleno en la cruda realidad. Me vestí a toda velocidad para no perder el bus que diariamente me lleva al mercado donde trabajo. Ha sido lo más decoroso encontrado para alguien como yo; una joven que apenas sabe escribir su nombre en las nóminas de pago, marcada por el estigma de una madre descuidada que lo único que le importa es el dinero que semanalmente llevo a casa.

Me dediqué a acomodar los estantes con esa precisión automática que da la costumbre y volví a refugiarme en mis sueños, esos que tejo en mi mente cuando estoy despierta; son más hermosos que mis recurrentes pesadillas nocturnas y puedo modificarlos a mi antojo cuando percibo que se están aproximando demasiado a mi escenario actual, porque ¿de qué sirve crear sueños si no los haces bonitos, ya sea aquí en la Tierra o en el más alejado confín del universo?

¡El universo! ¡En algún lugar tienes oculto ese bello planeta con cinco lunas! Trato de sacar a la luz los fragmentos nocturnos; comienzo a darle forma al sueño más increíble que he tenido, regreso a los lagos, la brisa me despeja el rostro, el corazón explota de júbilo y corro descalza por el suave césped. ¡Respiro libertad!

A lo lejos descubro una cabaña, tiene un hermoso jardín rebosante de flores plateadas y entre ellas está Pamela. ¡Sí, es mi madre! ¡Qué joven! ¡Como en los tiempos cuando me amaba!

Qué lejanas quedaron esas tardes, cuando yo todavía sentía la inmortalidad de mi existencia… con todas las ilusiones por delante.

Pasábamos nuestra vida en ese jardín, oliendo tardes de jazmines blancos, dialogando con el brillo de la fronda de la medianera, mirando el cielo, soñando que las canaletas de los canteros eran chapoteados arroyos del Amazonas. Ahí navegaban mis barcas, maderitas perfumadas, siempre a favor de la corriente, impulsada por la manguera, que gorgoteaba en alguna parte del largo césped…

Ahora no sé si estoy despierta o dormida; siento la finitud de mi existencia, y aquello parece haber sido solo un instante. La Pamela del sueño hace tiempo que se fue, en una helada tarde de agosto; ahora permanece esa mujer ruda, generalmente borracha, exigente y agresiva. Y ya ni siquiera puedo soñar a mi madre. ¡Todo fue un momento! Cierro los ojos y estoy en mi jardín; los abro, y estoy en medio de la ciudad profunda, en medio del anonimato, caminando por las calles grises, tratando de olvidar los infinitos caminos prometidos del futuro, que como en un eterno retorno, se juntan con los de más atrás, que quedaron ocultos como las estelas de las olas en el mar. Quiero degustar las delicias, la dicha de nadar en las tibias aguas…

—¡Deborah! ¡Basta de soñar despierta! —grita el dueño del puesto del mercado. Prohibido soñar. Debo filetear merluzas, brótolas y lenguados. La espuma se deshace contra las tablas y no se desliza por la playa como yo hubiera querido.

Los ruidos de las voces en el puesto, los clientes comprando pescado; del otro lado estibadores dejando mercancía; el bullicio de todos los días me sofoca; quiero refugiarme en mi paraíso, pero me lo impide esta realidad avasalladora; volteo y advierto que Pamela viene hacia mí.

—¡Deborah! —grita desde donde está—. ¡Tu hermano!

Apenas entiendo lo que dice porque viene llorando con el bebito en brazos. Va trastabillando porque está alcoholizada; dejo lo que estoy haciendo y me apresuro para ir a su encuentro.

—¿Qué sucede? —Miro al bultito entre pañales y me doy cuenta de que está desvanecido, lo toco, está frío, lívido. Se lo quito a mi madre. Ella nunca lo soltaba, no me lo dejaba cargar jamás. Decía que era su tesoro, el único recuerdo de la mejor noche de su vida. Solamente por él yo había aceptado ponerme a trabajar, porque sabía que la única que podía atenderlo era ella, su madre, nuestra madre. ¿Y ahora?

La dejo ahí en el suelo llorando como loca; yo camino lejos del puesto; el mundo entero se va quedando atrás; ya habrá alguien que se apiade de ella.

Salgo a la calle y el sol se está poniendo.

—Beto —le digo a quien nunca fue consciente de que se llamaba así—. Te llevaré a otro mundo con lagos color miel y cinco lunas en el cielo.

Camino y llego al borde de la carretera; cierro los ojos, avanzo hacia las espumas que nos cubrirán de paz después del vacío.

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