jueves, 20 de octubre de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 016

 

No matarás

Irma Elvira Tamez, Eri Echilley, 

Dora Gómez Q & Sergio Gaut vel Hartman




 

Este tipo de cosas se hacen sin pensar o no se hacen; alzó la mano y la dejó caer con toda su ira. Una vez dada la primera cuchillada las demás llegaron solas; mientras lloraba amargamente clavaba el cuchillo una y otra vez, recordándole a gritos cada una de las ofensas y golpes que ella había recibido de él y otras tantas para descargar el resentimiento que sentía contra su abuelo. Luego de contemplarlo azorada en aquel charco amplio de sangre, sus ojos no dejaron de llover; llevaba en sus entrañas un mar de dolor y tristeza que no había podido vaciar.

Se sentó durante un largo rato, se sirvió una copa de vino y brindo con aquel hombre ya sin vida. Habían pasado más de cinco horas cuando recuperó un poco la lucidez; tenía que tomar otras decisiones, como qué haría con el cadáver, por ejemplo. ¿Guardaría el secreto? ¿Por cuánto tiempo podría callar el hecho? En algún momento habría alguien preguntando por él, buscándolo… ¿Cuánto tiempo podría acallar su conciencia sin volverse loca? Repentinamente vino a su cerebro una frase que repitió tantas veces en la iglesia católica a la que asistía: no matarás, la repitió una y mil veces más. Oró de rodillas, pidió perdón a Dios, pero ya era hora de actuar, no podía quedarse así. Tomó su bolso, la biblia y se encaminó hacia la iglesia, donde llevaba una estrecha relación con el padre Carlos, su confesor. Caminó lentamente, pensando, analizando; aún había tiempo de arrepentirse, de huir.

—Padre Carlos; he pecado…

¿Podría decirle eso? ¿Confesar? Confesar es una palabra de múltiples caras, por lo menos dos. Porque no es lo mismo abrirse a Dios, aceptar que se ha pecado, que admitir ante los inclementes policías que finalmente una se ha atrevido a limpiar con sangre los maltratos y abusos del pasado. Dios perdona, la Ley, no. De eso estaba segura. Si huyo finalmente me atraparán y el maltrato seguirá, esta vez por parte de los carceleros. Más abuso, probablemente seré violada por más de uno de esos brutos en una celda maloliente. En cambio el padre Carlos… El me abrirá la puerta del Cielo y me pondrá en contacto con nuestro Señor, el que todo lo perdona. Pero ¿no fue Él quien dio el mandato? No matarás, dijo. No es el primer mandamiento, pero debería serlo. ¿Y no debería ser el segundo “no abusarás de tu nieta”? ¿Y si los mandamientos fueron hechos por los hombres y no por Dios? Parirás con dolor no es un mandamiento, es algo más que eso, es otra violación. Pero no porque no pueda aceptarse una ley biológica, sino porque un hombre lo puso en palabras, condenando a la mujer. Entonces, ¿es Dios un hombre?

Vaciló una vez más, a mitad de camino entre la iglesia y el cuartel de policía. ¿Qué es peor? ¿Los salvajes que me profanarán en la celda o ser profanada por un Dios de los hombres que organizó el mundo de tal modo que las mujeres vivimos para ser mortificadas? 

Finalmente decidió ir a la iglesia.

—Padre Carlos, ¿me puedo confesar ahora?

—Por supuesto —dijo el cura señalando el confesionario.

—He pecado padre, maté a mi abuelo.

—¿Oí bien, mataste a tu abuelo?

—¡Sí, le di muchas puñaladas, porque era un abusador y me tenía harta! —contestó casi gritando.

—¿Y qué hiciste luego?

—Lloré, padre, brindé con el cadáver también, estaba feliz porque ya no me molestaría, y triste porque era mi abuelo. Ahora quiero que Dios me perdone. ¿Lo hará?

—Por supuesto, Dios tira todos tus pecados al fondo del mar, y ya no los recuerda. Pero para eso tienes que arrepentirte, y luego tendrás que perdonar a tu abuelo.

—¡Ni loca, me voy de acá! ¿Y qué va a hacer, denunciarme?

—No, no puedo develar lo que dijiste en confesión.

Salió corriendo hacia la calle, caminó sin rumbo. En el reflejo de una vidriera vio que tenía la cara salpicada de sangre. Se limpió con la manga de la campera.

“Cuántas cosas estúpidas hice. Ni Dios me quiere”, pensó. No sabía por qué había puesto una biblia en el bolso, ni era momento para pensar en los derechos de la mujer; debía resolver la situación.

De repente, con un lúcido instinto humano de supervivencia, volvió a la casa.

Quizá aun podía hacer algo para no ir presa. ¿Quién iba a creer que una samaritana, católica practicante, hubiera asesinado al abuelo? El único que lo sabía era el cura. Pero ya habría tiempo para pensar en eso.

El viejo estaba sentado. Su cara agrietada parecía mirarla con resignación. El olor. Quién podría olvidarse de ese olor. La justicia por mano propia a veces huele como un pedazo de carne cruda al sol, el peor día del verano. Las moscas bailaban alrededor del cuerpo. Los orificios de las cuchilladas eran agujeros de gusanos, portales dimensionales hacia el Averno. En la mesa, el mar rojo dibujó un lamparón. El vino de la última cena.

Lo contempló un buen rato. ¿Yo lo maté? ¿Él se mató?, se preguntaba incesantemente. De golpe, montó en cólera como si le hubiera caído la ficha, empezó a sacudir el saco de carne vieja de acá para allá. ¡Dale, hijo de puta, toca a la nena si podés! ¡Ponele una mano encima ahora!, le gritaba exacerbada.

 El horizonte se deglutía una naranja. La noche lentamente se apoderaba de todo a su paso. La oscuridad y el silencio se harían uno, amenizando la futura cena de las larvas. Lo sabía, iría a la cárcel, pero ya no le importaba tanto, ya no tenía miedo de las vejaciones que podría sufrir allí. Qué le iba a importar si siempre había vivido bajo el cinto del viejo. Ya vivía en una cárcel. Ahora solo podía esperarle la tranquilidad de saber que había librado al mundo de un hijo de puta. Sonrió desencajada, mientras el reflejo azul de las sirenas le dibujaba intermitencias en las pupilas. En estos tiempos, no hay que confiar ni en la sotana, reflexionó.

 

 

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