Los amantes distantes
Gastón C. Caglia
Dora Gómez Q. & Jorge Zarco
La extensa ruta de ripio es solo cortada por la puesta del sol que está llegando a su punto más bajo. Un hombre estaciona su motocicleta en la vereda del motel, dejando atrás una estela de tierra suspendida en el aire. Hábilmente desliza la alianza hacia el interior del bolsillo, como así también el casco, que deja colgado del manillar de la motocicleta.
La mujer que lo acompaña, una fina y coqueta dama, le sigue los pasos. Ingresan al motel y ella se esconde detrás un viejo alce embalsamado, observando sin disimulo los gestos ampulosos de su amante al pagar la habitación. Este firma y se apresura a recoger del piso el delgado bolso de mano. La mujer, ya no pudiendo esconderse, pues es tan alta como su amante, se aviene a seguirlo caminando como si fuera dando pequeños saltitos de casilla en casilla en un imaginario juego de la oca.
Dentro de la habitación, tan ordinaria como cualquier otra perdida en los caminos de tierra y solo hechas para que los amantes encuentren razón para arrepentirse de la física del sexo, comienzan a desnudarse en silencio. De fondo, la tarde trae un temporal. Los árboles comienzan a agitarse desde su tallo.
El hombre enarca una ceja mientras sopesa la cerda de su cepillo de dientes, es pulcro para coger. La amante despojada de sus ropas se tiende en la cama y, dado que no hay nada por hacer, enciende la radio. Una suave melodía comienza a sonar, hipnótica, envolvente, así se adormece.
Cuando despierta juzga que su amante estuvo demasiado tiempo dentro del baño, han pasado tal vez eternos minutos y solo se oye un silencio de muerte. Entreabre la puerta.
Allí lo ve, tendido en el piso, con la mano en el miembro y escupiendo espuma blanca. Cree que el hombre bromea, ya que ha dejado la pasta dental abierta sobre el lavabo.
—¡Vamos ya, levántate, no tengo tiempo para tonterías! —Él sigue sin responder. Lo toca con la punta del pie en las costillas—. Vamos, ¡levántate! —repite. —No responde. Lo zamarrea, pero su cabeza cae yerta. Llama a la recepción—: ¡Vengan, mi pareja se ha desmayado! —Aparece un anciano, de andar cansino. Ella lo acompaña al baño—. ¡Así lo encontré, no sé qué le ha pasado!
El anciano solo toma la muñeca del hombre y la suelta.
—Para llamar a la ambulancia no está. Este hombre está muerto. —Ella grita espantada mientras termina de vestirse, buscando su bolso para largarse de allí velozmente—. No se puede ir señora. Hay que llamar a la policía, porque no sabemos si ha muerto de muerte natural o si usted lo ha asesinado.
—No señor, yo no puedo quedar involucrada en esto. ¡No lo maté! ¡Lo encontré así!
—Al establecimiento tampoco le conviene quedar involucrado en esto. Pierde clientes y prestigio, pero si está de acuerdo lo podemos arreglar.
—Sí, por favor, arréglelo.
—Sacaremos la moto de aquí y la dejaremos a varios kilómetros a la vera de la ruta, con el muerto incluido, la llevaremos a usted en un auto de nuestra empresa hasta su casa, claro que eso le costará, ¿entiende?
—Por supuesto, dígame cuánto y sáqueme de aquí.
—Diez mil dólares —dice el anciano sin inmutarse.
—¿Tanto?
—Incluye su traslado, el del fiambre, y la limpieza del cuarto, incluidas sus huellas.
Ella saca la tarjeta y transfiere el monto indicado, sin saber cómo le va a explicar a su marido el faltante en la cuenta.
Tal como era lo
acordado, el cuarto fue aseado de forma impecable y el infeliz amante
abandonado a su suerte al borde de una carretera. Mientras trata de pensar en la
excusa que justificará la desaparición de los diez mil dólares de la cuenta
corriente, ya que ahí estaba el verdadero problema, oye el sonido del móvil; contesta.
—¿Sí? —Se oye la
voz de una mujer al otro lado, una voz desconocida.
—¿Señora
Delgado?
—Sí, ¿quién es
usted? —La mujer al otro lado traga saliva como si tuviese serias dudas para
continuar.
—Tengo… tengo
que decirle algo importante.
—Sí, de qué se
trata… ¿es sobre mí? —La extraña vuelve a tragar, como si la asustase su
posible confesión.
—No, no se trata
de usted, se trata… se trata de su marido.
Hay un
sentimiento de sorpresa, o quizá un golpe bajo.
—¿No será usted
su amante? —Un silencio de varios segundos eternos y finalmente un acelerada
contestación.
—Esto… sí,
señora Delgado, su marido acaba de morirse.
La mujer está a
punto de sufrir un ataque de risa. No sabe si de dicha porque ya no tendría que
justificar la pérdida de una cuantiosa suma en su cuenta
corriente, o de histeria, al temer que su deseo inconsciente se hubiese
cumplido, quizá por la crueldad del azar.
—No me lo diga,
¿murió cuando cogían?
—Sí, sí…
—Y apuesto que
ahora está usted desesperada por salir de tan enojosa situación.
—Sí, por
supuesto.
De pronto aparece
un plan rumiado a la desesperada, a toda velocidad, un verdadero quinto as bajo
la manga.
—Tranquila,
querida, todo puede solucionarse.
—Sí, dígame.
—Tranquilícese,
no hay problema. Solo le costará diez mil dólares…
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