El indiferente
María Elena Rodríguez
João Ventura & Sergio Gaut vel Hartman
Bajé la escalera y salí a la calle. Caminé entre los automóviles incendiados y pisé millones de cristales rotos. En la esquina aún humeaban los neumáticos que los internos del psiquiátrico habían prendido fuego solo para estar a tono con la acción de los manifestantes que reclamaban las viviendas desocupadas de la avenida. Tal vez los marginales estaban pensando cambiar su estilo de vida y probar con los hábitos burgueses, lo que implicaría modificar las drogas que inhalaban o se inyectaban, las marcas de vino que bebían y hasta la clase de mujeres con las que se acostaban. No estoy discriminando: debería ser lo mismo a la inversa. Y no me olvido de los homosexuales o de otros productos puros de la diversidad. Ha sido un cambio maravilloso, me dije sonriendo interiormente, pero inútil; de cualquier modo todo se desmorona. ¿Qué continúa? ¿Otra pandemia? ¿Un huracán devastador? ¿Un terremoto seguido de tsunami? Mientras caminaba, casi sin poder respirar por la humareda, recordé aquel curso de literatura-ficción que había tomado años atrás con una profesora canadiense. Volví a ver la imagen del oso polar parado solo sobre el último trozo de hielo del polo Norte; sentí otra vez la desesperación de aquel padre que escapaba con su hijo, sin destino posible en aquella carretera devastada, y el miedo, el miedo de los únicos sobrevivientes en el tren que nunca iba a detenerse porque ya no había estaciones. No existían más las estaciones de trenes ni tampoco las estaciones del año como las conocíamos. En la carretera, se llamaba la película del hombre y el niño. La del tren no recuerdo, ¿acaso importa? “Estos son los efectos del cambio climático –decía la docente con acento extranjero– estamos a tiempo de detenerlo”. Estábamos a tiempo en ese momento y sin embargo no hicimos nada, creímos que ese futuro nunca llegaría, o que era competencia de otros, de los gobiernos, de las grandes empresas… Ahora ya era tarde, la gente que podía hacerlo había abandonado la gran metrópolis dejando sus casas vacías, vacías de muebles, de gente y de sueños. Los marginales manifestaban en solitario, por un antiguo hábito adquirido, de reclamar haciendo marchas que no iban a lograr nada ni tampoco iban a ser reprimidas porque las autoridades estaban ya lejos, en sus seguros refugios. Hubieran podido ocupar las casas sin que nadie se opusiera. Pero no es fácil desprenderse de costumbres tan arraigadas. Y los internos del psiquiátrico quemaban neumáticos, indiferentes a lo que pasaba, ajenos a todo en su eterno presente; indiferentes como yo, que seguía mi camino, con andar lento, hacia ¿otra pandemia? ¿Un huracán devastador? ¿Un terremoto seguido de tsunami? Seguí caminando sin rumbo, alejándome un poco del centro de la ciudad, y después de unos kilómetros divisé un grupo diferente a los demás. Tenía la intención de pasar junto a ellos manteniendo una distancia segura, pero cuando me vieron, me llamaron. Me acerqué con cuidado, nunca se sabe con quién te puedes encontrar en estos tiempos difíciles. Estaban sentados alrededor de una hoguera, y había ancianos, adultos y niños. Me uní al grupo y compartí lo que estaban comiendo y bebiendo. Y me contaron cómo vivían.
—Antes de la catástrofe trabajábamos en los vertederos. Éramos expertos en recuperar lo que otros tiraban. La obsolescencia programada hizo que acabaran en el vertedero muchos objetos que una persona experta podía recuperar. Como puedes ver, estábamos bien preparados para sobrevivir a la catástrofe. —Los demás rieron, asintiendo con la cabeza—. Estamos organizados, todos los días hay equipos que asaltan los edificios abandonados, recuperando todo lo que puede sernos útil. Desde alimentos hasta utensilios domésticos, hay mucho que recoger en los edificios de los alrededores. Hemos rehabilitado algunas casas abandonadas, y ahí es donde vivimos. Y nuestro grupo tiene un nombre: "Los Supervivientes".
Poco a poco la sombra que nublaba mi mente comenzó a disiparse. Había gente que no se quedaba de brazos cruzados ante la adversidad, que reaccionaba y que iba más allá de lo que estaba implícito en el nombre del grupo. No se limitaban a sobrevivir, sino que intentaban construir una nueva forma de vida. Parecía una isla de esperanza en el caos reinante. No me sentiría mal a su lado. Como si adivinara mis pensamientos, el hombre preguntó:
—Si quieres unirte, ¿qué puedes aportar al grupo?
—Era actor antes de la catástrofe. Sé contar historias…
—Lo necesitamos. Las historias son el cemento que une nuestros recuerdos. Y muchos de nosotros ya las hemos olvidado... ¡Bienvenido al grupo!
Me encogí de hombros. En realidad me importaba poco unirme a los supervivientes o a los muertos vivos. Unos y otros serían barridos por la próxima calamidad. ¿Peste? ¿Tsunami? ¿Huracán? Sé que soy un poco monotemático, pero es que todo me parece tan inútil, tan superfluo… No obstante, me pareció educado llevar una palabra de aliento al grupo, aunque fuera tan falsa como una moneda de cartón.
—Es posible que seamos la semilla de la nueva humanidad —dije—. Quizá podamos reconstruir la civilización recuperando y reciclando los objetos desechados por nuestros predecesores.
—¡Sí! —gritaron todos. Mi interlocutor principal sonrió y me palmeó la espalda. Tenía una triple cicatriz en la mejilla, como si hubiera sido herido por la zarpa de un animal.
—Estoy seguro de que serás el líder que necesitamos —dijo.
Yo, líder. Qué irónico. O no. Tal vez los líderes se construyen a partir de la apatía.
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