sábado, 30 de julio de 2022

CUARTETO DE CUERDAS - 001

Una dama en peligro

Xelo Torres Laura Irene Ludueña 

Oscar De Los Ríos & Alicia Álvarez


fotografía de Nicole Rani


Arribé a Viena para jugar el campeonato europeo de ajedrez blitz, y mi mayor preocupación era no perderme en una ciudad desconocida. Tampoco dominaba el idioma por lo que hubiera bastado con pasarme una cuadra para no llegar jamás a destino. Por suerte, en el hotel había un plano del centro de la ciudad. Observando la ubicación del edificio de la Federación de Ajedrez comprendí que si caminaba seis cuadras derecho y luego, al doblar, hacía otras cinco, moviéndome en espiral, llegaría sin contratiempos a la sala de torneo. Si me pasaba de largo bastaría con desandar el camino. Sería como dar cuerda a un reloj. Esta metáfora solo logró ponerme nervioso: me recordó que el reloj de ajedrez se pone en marcha aunque el jugador no esté presente.

Apliqué este método y, al trasponer la puerta del edificio escuché que sonaba la ópera Otelo. A pesar de llegar con el tiempo justo, me detuve emocionado cuando Desdémona levanta la voz al morir. En ese mismo instante comprendí que no era un reloj, sino una caja de música a la que alguien le había dado cuerda. Me sentí identificado con Otelo; yo también estaba en tierra extraña y mi dama se expondría a constantes peligros. Recordé el argumento de la obra y me pregunté: ¿habrá un traidor en mis filas? ¿Quién podría ser? Las respuestas estaban en la ópera.

 En el ajedrez no existen la casualidad o el azar. ¿Que pasaría cuando me tocaran las piezas blancas? Seguía escuchando en mis oídos la maravillosa ópera de Verdi. ¡Ah Otelo! No pudiste controlar tu ira como si yo, cuando me desconcierta una jugada, saliera dando palazos de ciego al tupido árbol de las variantes. La gente cree que ser ajedrecista es sinónimo de gran inteligencia e incluso de genialidad. No saben que, desgraciadamente, hay pocas pruebas que avalen esa teoría.

Si en algo me destaco, no es en cómo analizo las jugadas, sino por mi intuición. Ella me lleva a descartar en segundos la inmensa mayoría, para elegir la mejor.

 Una vez en la sala de juego busqué la mesa con mi nombre, mientras la euforia de estar en el torneo que determinaría quién, como campeón europeo, clasificaría para el próximo interzonal en el que se elegiría al desafiante del campeón del mundo de partidas rápidas, aceleraba el ritmo de mi corazón. Aquí se desarrollaría la encarnizada lucha.

Como en la ópera, ¿representaríamos en la competencia la tragedia de las debilidades humanas?

Era momento de iniciar el ejercicio de concentración que solía hacer antes de cada partida. Por más que me relajé y concentré, no podía apartar a Desdémona de mi mente, cantando antes de morir. ¿Sería una premonición? En mis partidas, la dama debía vivir para que yo obtuviera un buen puntaje en el torneo. Haría valer su capacidad de atacar de manera directa y destruir las defensas de mis oponentes. Sabía que no me iba a defraudar. Yo no era Otelo, creía en mi dama, y con esa confianza inicié la primera de mis partidas. Esa, y la siguiente, transcurrieron sin sobresaltos, en el clima predecible de sonidos que se van diluyendo a medida que uno enfoca la atención en el juego.

Sin desmerecer a mis contrincantes debo admitir que en esa primera jornada mi intuición estaba alineada con mi habilidad. Le gané a mis dos primeros contrincantes y me sentí preparado para la próxima partida. Cuando llamaron a un receso no me moví de mi lugar. Había advertido que un par de jugadores cambiaron las sillas para robar la suerte de su oponente. Yo lo había hecho en una oportunidad y me dio resultado; aunque lo más acertado es que fuera esa palabra en la que los jugadores de ajedrez no creemos. En la tercera partida había obtenido el dominio de la casilla d5; mi intuición me decía que sería decisiva para ganar, cuando ocurrió algo inesperado: se activó una alarma de inusitada intensidad. La chicharra parecía ir creciendo en decibeles, al tiempo que una cadena de carteles de neón, iluminaban intermitentes la inscripción FIRE.

 Llegué a observar a lo lejos otros dos carteles que indicaban EXIT, y debajo de ellos una cantidad de gente precipitándose para salir, posiblemente los jurados y supervisores. Recién allí percibí con dificultad la situación general, cuando mis ojos comenzaron a lagrimear por el humo y me faltó el aire. El panorama era el de un hormiguero recién aplastado: a falta de lazos habituales, cada quien hacía lo que podía, pero presos del caos y la desorganización. Tanteé el maletín que estaba en el piso, tomé el celular y fotografié la posición que yo creía me era tan favorable. Serviría de prueba si se reanudaba el torneo. Antes de intentar escapar del siniestro observé la foto. Quedé aterrorizado. En el lugar de dama blanca estaba Desdémona; mientras que el rey negro era Otelo, blandiendo una espada. Con un rápido movimiento arranqué a Desdémona del tablero; hasta sentí el filo de la espada de Otelo cortar el aire. Huí apretando a Desdémona contra mi corazón.

En un instante toda la sala se llenó de humo. Muchos de los asistentes que habían salido en cuanto empezó a sonar la sirena, se encontraban en el suelo dando bocanadas, en busca de un aire menos contaminado que respirar. Yo me había quitado la chaqueta, utilizándola de mascarilla para respirar a través de la tela, pero cada vez costaba más. Con cada inhalación, el humo iba penetrando más y más en los tejidos. El olor y sabor a quemado se incrustaba en la nariz y la garganta, fagocitando el oxígeno a su paso. Una sensación de mareo empezaba a nublar mi mente mientras Otelo sonaba en mi cabeza, cada vez con mayor intensidad. Tener a Desdémona a mi lado era lo único que me mantenía con fuerzas para buscar una salida. Los cadáveres se iban amontonando dentro del local, cada vez era más difícil avanzar, cada vez el hueco era menor y la sensación de agobio aumentaba. Caí al suelo sin sentido.

Fue el canto de una mujer, según dijeron los bomberos, lo que los guió a mi lado; aunque nunca la hallaron. ¿Cómo lo harían si la tenía incrustada en mi corazón?

 


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