Xelo Torres Laura Irene Ludueña
Oscar De Los Ríos & Alicia Álvarez
Arribé a Viena para jugar el
campeonato europeo de ajedrez blitz, y mi mayor preocupación era no perderme en
una ciudad desconocida. Tampoco dominaba el idioma por lo que hubiera bastado
con pasarme una cuadra para no llegar jamás a destino. Por suerte, en el hotel
había un plano del centro de la ciudad. Observando la ubicación del edificio de
la Federación de Ajedrez comprendí que si caminaba seis cuadras derecho y
luego, al doblar, hacía otras cinco, moviéndome en espiral, llegaría sin
contratiempos a la sala de torneo. Si me pasaba de largo bastaría con desandar
el camino. Sería como dar cuerda a un reloj. Esta metáfora solo logró ponerme
nervioso: me recordó que el reloj de ajedrez se pone en marcha aunque el
jugador no esté presente.
Apliqué este
método y, al trasponer la puerta del edificio escuché que sonaba la ópera Otelo. A pesar de llegar con el tiempo
justo, me detuve emocionado cuando Desdémona levanta la voz al morir. En ese
mismo instante comprendí que no era un reloj, sino una caja de música a la que
alguien le había dado cuerda. Me sentí identificado con Otelo; yo también
estaba en tierra extraña y mi dama se expondría a constantes peligros. Recordé
el argumento de la obra y me pregunté: ¿habrá un traidor en mis filas? ¿Quién
podría ser? Las respuestas estaban en la ópera.
En el ajedrez no existen la casualidad o el
azar. ¿Que pasaría cuando me tocaran las piezas blancas? Seguía escuchando en
mis oídos la maravillosa ópera de Verdi. ¡Ah Otelo! No pudiste controlar tu ira
como si yo, cuando me desconcierta una jugada, saliera dando palazos de ciego
al tupido árbol de las variantes. La gente cree que ser ajedrecista es sinónimo
de gran inteligencia e incluso de genialidad. No saben que, desgraciadamente,
hay pocas pruebas que avalen esa teoría.
Si en algo me
destaco, no es en cómo analizo las jugadas, sino por mi intuición. Ella me
lleva a descartar en segundos la inmensa mayoría, para elegir la mejor.
Una vez en la sala de juego busqué la mesa con
mi nombre, mientras la euforia de estar en el torneo que determinaría quién,
como campeón europeo, clasificaría para el próximo interzonal en el que se elegiría
al desafiante del campeón del mundo de partidas rápidas, aceleraba el ritmo de
mi corazón. Aquí se desarrollaría la encarnizada lucha.
Como en la
ópera, ¿representaríamos en la competencia la tragedia de las debilidades
humanas?
Era momento de
iniciar el ejercicio de concentración que solía hacer antes de cada partida.
Por más que me relajé y concentré, no podía apartar a Desdémona de mi mente,
cantando antes de morir. ¿Sería una premonición? En mis partidas, la dama debía
vivir para que yo obtuviera un buen puntaje en el torneo. Haría valer su
capacidad de atacar de manera directa y destruir las defensas de mis oponentes.
Sabía que no me iba a defraudar. Yo no era Otelo, creía en mi dama, y con esa
confianza inicié la primera de mis partidas. Esa, y la siguiente, transcurrieron
sin sobresaltos, en el clima predecible de sonidos que se van diluyendo a
medida que uno enfoca la atención en el juego.
Sin desmerecer a
mis contrincantes debo admitir que en esa primera jornada mi intuición estaba
alineada con mi habilidad. Le gané a mis dos primeros contrincantes y me sentí
preparado para la próxima partida. Cuando llamaron a un receso no me moví de mi
lugar. Había advertido que un par de jugadores cambiaron las sillas para robar
la suerte de su oponente. Yo lo había hecho en una oportunidad y me dio resultado;
aunque lo más acertado es que fuera esa palabra en la que los jugadores de
ajedrez no creemos. En la tercera partida había obtenido el dominio de la casilla
d5; mi intuición me decía que sería decisiva para ganar, cuando ocurrió algo inesperado:
se activó una alarma de inusitada intensidad. La chicharra parecía ir creciendo
en decibeles, al tiempo que una cadena de carteles de neón, iluminaban intermitentes
la inscripción FIRE.
Llegué a observar a lo lejos otros dos
carteles que indicaban EXIT, y debajo de ellos una cantidad de gente
precipitándose para salir, posiblemente los jurados y supervisores. Recién allí
percibí con dificultad la situación general, cuando mis ojos comenzaron a
lagrimear por el humo y me faltó el aire. El panorama era el de un hormiguero recién
aplastado: a falta de lazos habituales, cada quien hacía lo que podía, pero
presos del caos y la desorganización. Tanteé el maletín que estaba en el piso,
tomé el celular y fotografié la posición que yo creía me era tan favorable.
Serviría de prueba si se reanudaba el torneo. Antes de intentar escapar del
siniestro observé la foto. Quedé aterrorizado. En el lugar de dama blanca
estaba Desdémona; mientras que el rey negro era Otelo, blandiendo una espada. Con
un rápido movimiento arranqué a Desdémona del tablero; hasta sentí el filo de la
espada de Otelo cortar el aire. Huí apretando a Desdémona contra mi corazón.
En un instante toda
la sala se llenó de humo. Muchos de los asistentes que habían salido en cuanto
empezó a sonar la sirena, se encontraban en el suelo dando bocanadas, en busca
de un aire menos contaminado que respirar. Yo me había quitado la chaqueta,
utilizándola de mascarilla para respirar a través de la tela, pero cada vez
costaba más. Con cada inhalación, el humo iba penetrando más y más en los
tejidos. El olor y sabor a quemado se incrustaba en la nariz y la garganta,
fagocitando el oxígeno a su paso. Una sensación de mareo empezaba a nublar mi
mente mientras Otelo sonaba en mi cabeza, cada vez con mayor intensidad. Tener
a Desdémona a mi lado era lo único que me mantenía con fuerzas para buscar una
salida. Los cadáveres se iban amontonando dentro del local, cada vez era más
difícil avanzar, cada vez el hueco era menor y la sensación de agobio
aumentaba. Caí al suelo sin sentido.
Fue el canto de
una mujer, según dijeron los bomberos, lo que los guió a mi lado; aunque nunca
la hallaron. ¿Cómo lo harían si la tenía incrustada en mi corazón?
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