miércoles, 24 de agosto de 2022

CUENTO AL CUADRADO - 008

Nuevos tiempos

Dora Gómez Q.  Rafael Martínez Liriano

Jorge Zarco & Sergio Gaut vel Hartman



 

—¿Estás deprimida? —le pregunté sin apartar la mirada del televisor.

Patricia se removió en el sillón, inquieta.

—Un poco. Tengo ganas de pensar, no de hablar.

—La muerte de una mascota deprimiría a cualquiera —comenté.

—No era una simple mascota, te lo dije mil veces. Churchill era mucho más que un gato.

—Nunca entendí cómo alguien puede vivir en un pequeño departamento con un animal.

—Si se puede vivir en un pequeño departamento como este con un sujeto insensible, mezquino, violento y narcisista, ¿por qué no podría vivir con un gato hermoso, un ser que irradiaba amor por los cuatro costados?

Me encogí de hombros.

—Si mi presencia es tan desagradable deberías canjearme por dos o tres mascotas. Creo que Urso, el carnicero, aceptaría de buen grado. ¿Sabías que a partir de hoy la compra y venta de carne humana para consumo está permitida?

De pronto, como si hubiera sido inyectada con adrenalina, Patricia dio un salto y apagó el televisor.

—¿Qué estás diciendo?

—Acabo de oírlo en las noticias. Se aprobó hace un rato en el parlamento. Por trescientos diecinueve votos a favor, cien en contra y una abstención. Un hombre no debería hacer cosas como pensar o discutir, pero puede ofrecerse como mercadería.

—Perdiste la poca cordura que te quedaba.

—En cambio, el cadáver de Churchill no vale gran cosa. ¿Cuánto te daría Urso por un gato de siete kilos? Le saca la piel, los huesos, la cabeza y no queda casi nada. Te podría dar tres canarios.

Patricia estaba deprimida, y siempre de mal humor. Pensé en lo agradable que sería no oler el orín del gato en el pequeño departamento, ni tener más pelos del asqueroso animal en la ropa. No sé de qué enfermedad había muerto, pero no fue por las bolitas rojas de veneno que traté sin éxito que tragara.

—Sal del baño —le dije, porque se encerró a llorar allí y tenía necesidad de entrar.

—¡Vete a la mierda!

—No sabes las ganas que tengo de orinar aquí, sobre las piedritas sanitarias de Churchill —le dije, para ver si el enojo la hacía salir del baño.

Había sido un día de buenas noticias, pensé, mientras me aguantaba las ganas de mear. La muerte del gato y la de poder ampliar nuestro menú, aunque conozco personas a las que no me comería por temor a intoxicarme.

 Cuando se le pase el berrinche hablaré con ella sobre la posibilidad de comprar un departamento más grande, pero sin mascotas, que no reemplacen a los hijos que ella no puede tener.

—¡Sal del baño, mujer! Tengo necesidad de entrar. ¡Ven a llorar al dormitorio, que en la cama hay lugar! —Se produjo un silencio inquietante—. Lo que dije del gato, que podría valer tres canarios, fue una broma. Por favor, sal del baño de una vez. ¿Te ha sucedido algo? ¡Abre la puerta!

Como había pasado un rato, y ella no salía del baño, me desabroché la bragueta y apunté en dirección a las piedritas.

El silencio, que ya duraba largos minutos, había logrado inquietarme. Fui a la cocina a prepararme el almuerzo y revisé la nevera; picadillo de perro y hamburguesas de rata; una comida habitual por esos días. Pero no era ni de lejos la más apreciada, ni volvería a serlo, luego de la legalización de la antropofagia. Todo empezó con la crisis mundial que se deslizaba por el aire, como un rumor de fondo en las noticias del telediario. La Tierra le había quedado pequeña a demasiada gente y la prole empezó a pasar hambre a su pesar, hambre de verdad. Primero desaparecieron las reservas de órganos para trasplantes en los hospitales, con pasmosa velocidad. Luego aumentó de forma alarmante el índice de asesinatos en las calles; incluido tu propio barrio y la gente tuvo que echar mano de aquellos animales que no amenazaban con extinguirse. Pero incluso estos, llegado el caso, empezaron a escasear. Y al final los fiambres de los recién muertos dejaron de habilitar los camposantos o ser incinerados, aunque tampoco eso bastaba. Un día un tipo fue entrevistado al azar en la calle, y se le preguntó si había probado la carne humana.

—Tiene un sabor muy parecido a la de cerdo —contestó. Lo peor era que ese tipo tenía una apariencia impecable, propia de un hombre adinerado. Eché mano de la carne de rata tras pasarla por el microondas. Mastiqué como un desgraciado con hambre atrasada y noté un sabor extraño. Bolitas de color rojo, troceadas entre la pasta…

El hallazgo de las bolitas rojas más que dolerme me liberó, por fin estaban claras las cosas entre Patricia y yo. No tendría que fingir un afecto que hace mucho no existía.

Después de tirar la comida a la basura, tomé un cuchillo del estante, lo oculté en mi bolsillo asegurándome de tenerlo a mano.

En la sala encontré a Patricia chateando y pregunté:

—¿Quieres algo de la cocina? La carne de rata está deliciosa.

—No tengo hambre —dijo secamente, sin apartar la vista. 

Al verla distraída, con la luz del teléfono iluminándole el rostro, recordé porqué en algún momento sentí amor por ella. Me arrepentí de pensar siquiera en hacerle daño, decidí dejarla sola y hablar después acerca de las bolitas rojas. Estaba seguro de que hallaríamos una solución. Después de todo éramos seres pensantes capaces de arreglar los problemas sin hacer uso de la violencia. Sin embargo, el frío acero de un objeto punzante atravesando mis costillas, me sacó del engaño.

—Urso dice que por ti me dará los tres canarios y dos gatitos —La voz de Patricia se escuchaba distante—. Dice que puede sacar provecho de cada parte de tu cuerpo, excepto por el hígado que te acabo de perforar. 

Haciendo uso de mis últimas energías me lancé sobre ella y clavé el cuchillo en su pecho; caímos juntos. Ella solo dio un largo suspiro antes que sus ojos se apagaran. Lamenté que Urso fuera a recibir un dos por uno sin dar nada a cambio.

 

 

2 comentarios:

  1. Un cuento para perder el apetito...y admirar la ironía tan bien trazada.

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  2. Qué fuerte, menos mal que lo leí mucho después de haber comido. Muy bueno.

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