Nuevos tiempos
Dora Gómez Q. Rafael Martínez Liriano
Jorge Zarco & Sergio Gaut vel Hartman
—¿Estás deprimida? —le pregunté sin apartar la mirada del televisor.
Patricia se removió
en el sillón, inquieta.
—Un poco. Tengo ganas
de pensar, no de hablar.
—La muerte de una
mascota deprimiría a cualquiera —comenté.
—No era una
simple mascota, te lo dije mil veces. Churchill era mucho más que un gato.
—Nunca entendí
cómo alguien puede vivir en un pequeño departamento con un animal.
—Si se puede
vivir en un pequeño departamento como este con un sujeto insensible, mezquino,
violento y narcisista, ¿por qué no podría vivir con un gato hermoso, un ser que
irradiaba amor por los cuatro costados?
Me encogí de
hombros.
—Si mi presencia
es tan desagradable deberías canjearme por dos o tres mascotas. Creo que Urso,
el carnicero, aceptaría de buen grado. ¿Sabías que a partir de hoy la compra y
venta de carne humana para consumo está permitida?
De pronto, como
si hubiera sido inyectada con adrenalina, Patricia dio un salto y apagó el
televisor.
—¿Qué estás
diciendo?
—Acabo de oírlo
en las noticias. Se aprobó hace un rato en el parlamento. Por trescientos
diecinueve votos a favor, cien en contra y una abstención. Un hombre no debería
hacer cosas como pensar o discutir, pero puede ofrecerse como mercadería.
—Perdiste la poca
cordura que te quedaba.
—En cambio, el
cadáver de Churchill no vale gran cosa. ¿Cuánto te daría Urso por un gato de
siete kilos? Le saca la piel, los huesos, la cabeza y no queda casi nada. Te
podría dar tres canarios.
Patricia estaba deprimida, y siempre de mal humor.
Pensé en lo agradable que sería no oler el orín del gato en el pequeño
departamento, ni tener más pelos del asqueroso animal en la ropa. No sé de qué
enfermedad había muerto, pero no fue por las bolitas rojas de veneno que traté
sin éxito que tragara.
—Sal del baño —le dije, porque se encerró a llorar
allí y tenía necesidad de entrar.
—¡Vete a la mierda!
—No sabes las ganas que tengo de orinar aquí, sobre
las piedritas sanitarias de Churchill —le dije, para ver si el enojo la hacía
salir del baño.
Había sido un día de buenas noticias, pensé,
mientras me aguantaba las ganas de mear. La muerte del gato y la de poder
ampliar nuestro menú, aunque conozco personas a las que no me comería por temor
a intoxicarme.
Cuando se le
pase el berrinche hablaré con ella sobre la posibilidad de comprar un
departamento más grande, pero sin mascotas, que no reemplacen a los hijos que
ella no puede tener.
—¡Sal del baño, mujer! Tengo necesidad de entrar.
¡Ven a llorar al dormitorio, que en la cama hay lugar! —Se produjo un silencio
inquietante—. Lo que dije del gato, que podría valer tres canarios, fue una
broma. Por favor, sal del baño de una vez. ¿Te ha sucedido algo? ¡Abre la
puerta!
Como había pasado un rato, y ella no salía del baño,
me desabroché la bragueta y apunté en dirección a las piedritas.
El silencio, que ya duraba largos minutos, había
logrado inquietarme. Fui a la cocina a prepararme el almuerzo y revisé la
nevera; picadillo de perro y hamburguesas de rata; una comida habitual por esos
días. Pero no era ni de lejos la más apreciada, ni volvería a serlo, luego de
la legalización de la antropofagia. Todo empezó con la crisis mundial que se
deslizaba por el aire, como un rumor de fondo en las noticias del telediario.
La Tierra le había quedado pequeña a demasiada gente y la prole empezó a pasar
hambre a su pesar, hambre de verdad. Primero desaparecieron las reservas de
órganos para trasplantes en los hospitales, con pasmosa velocidad. Luego
aumentó de forma alarmante el índice de asesinatos en las calles; incluido tu
propio barrio y la gente tuvo que echar mano de aquellos animales que no
amenazaban con extinguirse. Pero incluso estos, llegado el caso, empezaron a
escasear. Y al final los fiambres de los recién muertos dejaron de habilitar
los camposantos o ser incinerados, aunque tampoco eso bastaba. Un día un tipo
fue entrevistado al azar en la calle, y se le preguntó si había probado la
carne humana.
—Tiene
un sabor muy parecido a la de cerdo —contestó. Lo peor era que ese tipo tenía
una apariencia impecable, propia de un hombre adinerado. Eché mano de la carne
de rata tras pasarla por el microondas. Mastiqué como un desgraciado con hambre
atrasada y noté un sabor extraño. Bolitas de color rojo, troceadas entre la
pasta…
El
hallazgo de las bolitas rojas más que dolerme me liberó, por fin estaban claras
las cosas entre Patricia y yo. No tendría que fingir un afecto que hace mucho
no existía.
Después
de tirar la comida a la basura, tomé un cuchillo del estante, lo oculté en mi
bolsillo asegurándome de tenerlo a mano.
En
la sala encontré a Patricia chateando y pregunté:
—¿Quieres
algo de la cocina? La carne de rata está deliciosa.
—No
tengo hambre —dijo secamente, sin apartar la vista.
Al
verla distraída, con la luz del teléfono iluminándole el rostro, recordé porqué
en algún momento sentí amor por ella. Me arrepentí de pensar siquiera en
hacerle daño, decidí dejarla sola y hablar después acerca de las bolitas rojas.
Estaba seguro de que hallaríamos una solución. Después de todo éramos seres
pensantes capaces de arreglar los problemas sin hacer uso de la violencia. Sin
embargo, el frío acero de un objeto punzante atravesando mis costillas, me sacó
del engaño.
—Urso
dice que por ti me dará los tres canarios y dos gatitos —La voz de Patricia se
escuchaba distante—. Dice que puede sacar provecho de cada parte de tu cuerpo,
excepto por el hígado que te acabo de perforar.
Haciendo
uso de mis últimas energías me lancé sobre ella y clavé el cuchillo en su pecho;
caímos juntos. Ella solo dio un largo suspiro antes que sus ojos se apagaran. Lamenté
que Urso fuera a recibir un dos por uno sin dar nada a cambio.
Un cuento para perder el apetito...y admirar la ironía tan bien trazada.
ResponderEliminarQué fuerte, menos mal que lo leí mucho después de haber comido. Muy bueno.
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