La visita
Maritza Elizabeth Macías Mosquera Guillermo Lamolle
María Elena Rodríguez & Sergio Gaut vel Hartman
Gracias al trabajo literario, Geraldine lograba afrontar con cierta entereza las horas de soledad y pesadumbre que siguieron a la muerte de Osvaldo. Inventando escenarios tenebrosos y haciendo naufragar a los personajes en océanos plagados de peligros, encerrándoles en cárceles inmundas o sometiéndolos a terribles padecimientos, logró arrancar de sí misma el dolor de no tener a su amado. Ni siquiera ella lograba explicarse por qué encontraba consuelo en la narración de la miseria y el calvario de personas que, en rigor a la verdad no existían, pero que se hacían materiales en su mente y compensaban el propio sufrimiento. Había imaginado que aceptando esa misteriosa perversidad de la psicología humana, podría moderar el dolor que le había producido la pérdida. Pero al fin del día, ni siquiera haciendo un enorme esfuerzo, lograba despegarse del influjo que la ficción desempeñaba en su vida cotidiana; nada la dejaba indiferente y, finalmente, terminaba deprimiéndola más aún, agonizado junto a aquellos que había arrojado al abismo para mantenerse a flote y sintiéndose culpable al hacerlo.
Sin embargo, un anochecer de julio que auguraba ser un calco de los precedentes, presentó una variante inesperada. Geraldine se preparaba para cenar frugalmente cuando el golpe de unos nudillos sobre la puerta le produjo una honda conmoción. Vaciló unos segundos antes de abrir y cuando lo hizo se encontró cara a cara con Aldana, la desafortunada protagonista de la novela que estaba escribiendo.
—No me esperabas, ¿verdad?
—¿Q… quién eres? —titubeó Geraldine, negándose a considerar la posibilidad de que, efectivamente, se tratara de su personaje ficticio.
—Soy Aldana, sin duda.
—Pero no puede ser —protestó—; solo existes en mi imaginación.
—Como tú en la mía. Y, sin embargo, parece que aquí estamos, frente a frente. ¿Tienes café?
Tan terrenal pregunta aflojó algo la tensión. Geraldine se dirigió a la cocina, pensando si estaría dormida (aunque esto no se parecía en nada a un sueño) o sufriendo algún tipo de alucinación que, mientras durara, no tenía otra forma de enfrentar que aceptándola para ver en qué terminaba. Exactamente igual a como uno hace en esos sueños en que se da cuenta de que está soñando.
Volvió a la sala llevando una bandeja con dos cafés y un azucarero, casi segura de que no habría nadie allí. Pero Aldana seguía en el mismo lugar.
—El mío sin azúcar. Me estoy cuidando.
La mente de Geraldine iba a una velocidad mucho mayor que la que ella misma podía descifrar. Se sintió casi mareada, respiró hondo, se sentó y se puso a observar a su visitante. Lucía exactamente igual a como la había imaginado, salvo por el hecho de que era mucho más concreta (cuando uno inventa personajes su aspecto físico, así como su voz, suelen ser algo sumamente borroso).
—¿Cómo es posible que estés aquí? —se atrevió, finalmente, a preguntar.
—Sé tanto como tú, o menos. Recuerdo acontecimientos, muy oscuros todos —al decir esto ojeó apenas a Geraldine—, pero no más allá.
Disimuladamente, ambas se miraban, se medían. Geraldine sabía,
positivamente, que ella la había creado, que era su personaje, por lo que podía
calcular o al menos, sospechar lo que pensaba; la otra, respondía y preguntaba
sin rodeos, con su personalidad y trato directo y locuaz, como había sido concebida,
llena de penurias y situaciones equívocas que no le permitían ser feliz; era
como si eternamente purgara penitencia por existir. De rostro fino, hermosa
figura, atrayente, simpática, alegre, parlanchina, joven y profesional, en
suma, llena de cualidades para llevar una vida plena, en cambio era
completamente infeliz: madre alcohólica, padre ausente, novio desaparecido; la
soledad había sido su compañera desde la infancia y si lograba tener alguna
amiga o amigo, la madre se encargaba de espantarlos.
—¿Qué buscas? —preguntó Geraldine.
—Respuestas —dijo Aldana.
—¿De qué tipo? ¿Acerca de qué?
—Explícame por qué razón debí sufrir toda mi vida, desde mi infancia.
Mi adolescencia fue un martirio, mi adultez me está enloqueciendo, ¿qué
pretendes? ¿No me darás ni una sola oportunidad? Después del pequeño oasis con
Robert, lo haces desaparecer y vuelvo a quedar en el vacío.
Geraldine estaba perpleja, nunca se había detenido a pensar en lo que
Aldana estaba padeciendo, sintió que ella le estaba enrostrando su propia vida.
¿Acaso estaba haciendo catarsis con ella? Su necesidad de sacar de su fuero
interno el dolor la había llevado a crear a Aldana sin medir las consecuencias.
Esto no puede ser verdad, no es real, es creación mía, pensó la
escritora.
Quería borrar a esa mujer que la miraba interrogante. Quería escapar
aunque eso significara que el dolor por la pérdida de Osvaldo volviera a
desgarrarla. Es más tolerable que esta sensación de estar volviéndome loca, se
dijo a sí misma.
—¿Te quejas de estar
volviéndote loca? ¿Y yo entonces?
—preguntó Aldana mirándola con frialdad.
Aquello era más de lo que
Geraldine podía tolerar. Estaba segura de no haber hablado en voz alta, pero
entonces ¿lee mis pensamientos?, se preguntó. Decidió seguirle el juego hasta
que se borrara o volviera a su vida en la novela. Quizás podría agregar un
apéndice titulado “La visita” y contar esa extraña circunstancia. Sí, era una
buena idea; las ventas subirían y ella sería feliz por el éxito.
—¿Tú qué? ¿Crees que
tienes derecho a aparecer aquí, a salir de la trama y hacerme dudar de mí
misma?
—¡Claro que tengo
derecho! ¡Siempre has manejado mi vida! ¡Has hecho lo que quieres conmigo!
—Sí, por supuesto. Soy la
escritora. Manejamos la vida de los personajes.
—¡Pues me cansé de eso!¡Ahora estoy aquí y te
reclamo! ¡Tienes que cambiar mi destino!
—¡Cómo? Dame alguna idea
ya que pareces tener más vida de la que te di —inquirió Geraldine ya con temor.
—Podrías hacerme
enloquecer, al menos no sufriría.
—¿Enloquecer?¡Sí, eso es!
¡Eso haré! ¡Enloquecerás tú y no yo!
Tambaleándose, la
escritora se dirigió al escritorio. Sacó un arma de un cajón y se la ofreció a
la mujer.
Luego se sentó y
escribió: “Aldana ahogó su dolor con un disparo en la sien”.
Cuando el editor recibió
la novela no logró descifrar esa última frase manchada de sangre.
Muy bueno! De fácil lectura y muy buen final.
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