Una hipótesis inquietante
Analía Ouviña Hugo Cháves
Alex Padrón García & Sergio Gaut
vel Hartman
Todos los días, durante
el almuerzo, Esteban Quepot, propietario de la funeraria “Crespones blancos”,
discutía con sus empleados acerca de un tema que lo obsesionaba: la
probabilidad de que miembros de una especie extraterrestre se hubieran
infiltrado en la sociedad humana y se hicieran pasar por personas comunes y
corrientes, preparando una invasión a gran escala. Gerardo Cochelo, el más
culto e inteligente de los manipuladores de cadáveres de la empresa, refutaba
con ironía cada uno de los argumentos de su empleador. No temía ser despedido,
a pesar de que por lo general sacaba de sus casillas a Quepot, ya que su
eficiencia arreglando la apariencia de los difuntos, aún los que habían sido
atropellados por una locomotora P38, lo ponía a salvo de cualquier
despropósito.
—Mi experiencia
—argumentaba Gerardo— dice que si algunos de esos alienígenas estuvieran entre
nosotros, ya nos habríamos dado cuenta, habida cuenta que es imposible sostener
una simulación semejante durante un tiempo indefinido.
—Su experiencia,
querido Gerardo —refutaba sistemáticamente Esteban—, no tiene en cuenta que
nuestra conciencia de una realidad extraña solo es percibida por los cinco
sentidos rudimentarios que poseemos los seres humanos.
Heriberto Puya y
Rosendo Aquino, los otros dos empleados, movían sus cabezas de un lado a otro,
como si estuvieran presenciando un partido de tenis, pero rara vez intervenían.
No obstante, en la oportunidad que narra esta historia, Rosendo se animó a
patear el tablero y plantear una alternativa diferente.
—¿Y si yo fuera extraterrestre
y dominara sus mentes? ¿Recuerdan los tres casos de catalepsia que tuvimos este
año? ¿No les parecen demasiados en una misma funeraria y todos en mi guardia,
la del empleado nuevo? ¿Qué tal si eran “paisanos” míos y al tener fallas
funcionales los mandaron al sitio equivocado: un hospital terráqueo? ¿Quién les
dice que mi misión en este insignificante planeta no sea reparar a todos los galpideos
dañados por esos rudimentarios actos de brujería que ustedes llaman “medicina”?
¿Qué tal si con mis poderes telepáticos pudiera hacer que me vieran como uno más
que come, caga, transpira y duerme como ustedes?
En esa tertulia de
cuatro, tres quedaron petrificados, sin parpadear, sin respirar, sus
expresiones eran las de alguien que acababa de ver a la Madre Teresa de Calcuta
bajando de un plato volador rosa con lunares violetas del brazo de Ringo
Bonavena custodiada por seis marines de la Armada Brancaleone que iban tirando
pétalos de cardo a su paso. El cuarto, Rosendo, largó una carcajada que casi
despierta a los tres difuntos que estaban siendo homenajeados en las salas A, B
y D.
Las víctimas de
la chanza mostraron sus mejores risitas nerviosas y por el resto del día fueron
y vinieron realizando sus tareas sin darle la espalda al bromista. Pero Esteban
fue más allá. Apareció con un casco alegando que estaba por comprase una moto y
quería practicar como era eso de andar con la visión reducida. Pero ese casco
se parecía más a una jaula de Faraday.
Rosendo
disfrutaba de la situación. Le causaba gracia ver la incomodidad que manifestaban
sus compañeros y actuaba extraño cuando sabía que lo observaban. Cuando tenía
oportunidad se iba al parquecito del fondo y se congelaba mirando al oeste por
varios minutos, otras veces adoptaba posición yoga frente al difunto para luego
pasar sus manos de un lado a otro del cuerpo sin tocarlo y besar el dedo gordo
del pie.
Estas escenas sí
que dieron resultado. Heriberto y Gerardo ya no dormían en las noches de
guardia y además mantenían cerrada con llave la puerta del cuarto de los recién
llegados.
A Esteban
también le cambió el presente, pero él fue más a la acción. Llamó a una reunión
urgente de los “Visionarios”, una secta de locos como él que creían en un plan
de invasión alienígena. Discutieron toda la noche sobre el rumbo a seguir y
decidieron incorporar al “Gran Visor” al plantel de la funeraria a modo de
infiltrado. El Gran Visor había estado en el Área 51 y sabía cosas que el resto
de los humanos ignoraba.
En su primer día
de trabajo se acercó al Rosendo y le pidió que fuera él quien le enseñara el
oficio; a cambio, lo invitó a comer en la pizzería de la esquina. Charlaron de
futbol, costumbres, familia y amigos.
Todo parecía
normal, salvo el modo de comer de Rosendo: no usaba cubiertos y no levantaba el
vaso, bebía a los sorbos como un lobo y en vez de eructar emitía un aullido. Luego del almuerzo, fueron a tomar un digestivo al bar
contiguo.
—Y, ¿paga bien
el trabajo en la funeraria?
—Bueno, no da
para hacerse millonario, pero siempre hay algún muertito que velar —respondió
Rosendo, levantando la cara de su copa vacía.
—En eso llevas
razón, supongo. Al menos, es mucho mejor que estar al frente de un atajo de
locos tacaños. Y, hablando del tema, ¿por qué no te cortas un poco y aparentas?
Los chicos están poniéndose de los nervios.
—Meh, ya te
encargarás tú de tranquilizarlos. Es que estoy en la etapa que tú sabes.
—Ya, pero igual
deberías respetar un poco los convencionalismos. El trabajo que haces es muy
importante para sacrificarlo por tus manías. Voy a dejar pasar tus
transgresiones sin reportar al Comendador, pero tú tranquiliza a los humanos
con que trabajas.
Rosendo Aquino hizo
un mohín de disgusto, arreglándose un pliego mal puesto de la piel del brazo.
—Vale. Que
estirado eres, macho. Para una vez que nos encontramos en cuatro años, es para
echarme la bronca.
El Gran Visor
pagó la cuenta y terminó su trago.
—Bueno, tampoco
es para tanto. Nada que un buen polvo no pueda solucionar. Todos nos ponemos
juguetones en la época de celo.
—¿Tu casa o la
mía?
—Hay un motel discreto
a un par de calles. ¿Vamos ahora?
Esteban, Gerardo
y Heriberto se quedaron más tranquilos cuando al día siguiente todo regresó a
la normalidad y Rosendo les pidió perdón por haber lanzado una hipótesis tan
inquietante.
(El párrafo que habla de la madre Teresa está sacado de un cuento del gran Juan Carlos Gallego.)
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