miércoles, 24 de agosto de 2022

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO - NUEVA SERIE - 027

 

Corianna

Gastón Caglia Hernán Bortondello

& Sergio Gaut vel Hartman



 

Habían pasado muchos años desde que Murgo, en un sorprendente relámpago de agudeza y embeleso, creara a la bella Corianna. No obstante, recuerdo con extraordinaria complacencia las horas de conversación compartidas en el jardín de la mansión del hechicero. Aquella evocación estaba empapada por la llovizna de abril, de la que nunca nos tratamos de guarecer, y condimentada con el agrio sabor de los pepinillos en vinagre, a los que los tres éramos afectos. Corianna, cuya humanidad solo podía verificarse en gestos como los mencionados o en su afición a beber la tinta de calamar hervido, solía derrotarnos en casi todas las conversaciones. Murgo, más allá de su talento cabalístico era un absoluto imbécil, y juro que mi amistad solo estaba atada a la enorme cantidad de dinero que poseía y, por qué no admitirlo, al hecho de que me enamoré de Corianna en el mismo instante en que la vi por primera vez. Es justo decirlo: Murgo había obtenido el caldo básico en el que forjó la sustancia de la que forjaría a su creatura licuando una cantidad de frutos en estado de putrefacción encontrados en el fondo del frigorífico. Ignoro qué mezcló y cuál fue el ingrediente final y secreto, el que le permitió transformar a una gallina en Corianna, pero jamás dudé de que el resultado fue producto de la más pura casualidad.

Y allí estábamos de nuevo, en el mismo jardín, los mismos tres, aunque un poco más viejos, claro.

La misma llovizna de abril se depositaba sobre nuestras espaldas. Dejé entrever que mejor sería seguir con la conversación dentro de la mansión, pero Murgo se negó con una evasiva propia de su imbecilidad y sus aires de superioridad.

—El motivo no es ningún secreto, quiero un hijo, nos amamos —le dije a quemarropa.

—Eso no es ningún inconveniente –dijo Murgo mientras sorbía de su vaso el Martini aguado por la persistente llovizna y masticaba su pepinillo.

Confieso que mi primera impresión era que íbamos a ser echados a patadas por el alquimista. Huir con su producto tampoco fue un hecho digno de mi persona. Tenía el discurso preparado en la mente para debatir con ese idiota, sin embargo, creo, el castigo que nos propinó fue atendernos bajo la llovizna.

—He hecho algunos avances en torno al tema que los convoca —prosiguió el mago mientras observaba algún punto fijo del jardín.

Corianna se mantenía impertérrita con su postura tan erguida, casi imposible para un ser humano corriente.

Lo acompañamos hasta el frigorífico sin dirigirnos palabra alguna mientras daba pasos agigantados y marciales con las manos cruzadas en su espalda. Una vez dentro, nuestros ojos tardaron unos segundos en aclimatarse a la penumbra en que mantenía el frío espacio. Lo que por fuera era una simple construcción de ladrillos, por dentro era un laboratorio lleno de tubos, frascos, probetas y elementos químicos.

En una esquina, la más alejada de la única puerta, estaba el corral en donde cinco o seis gallinas empollaban plácidamente pese al frío reinante.

—Eché el primer conjuro a estas regordetas aves —murmuró Murgo— volviéndolas aptas para vuestro deseo. Ernesto, cortarás la cabeza de una, tomarás su huevo y escogerás otra para empollarlo. Corianna, estrangularás el pollo al nacer, arrancarás su minúsculo corazón y lo tragarás. Así aplicarán el segundo conjuro. Para el último, esperaremos siete noches. Bajo la higuera de las brujas escupiré tres veces tu rostro, traidor, y luego de besar tres veces a mi criatura, ella concebirá un varón.

Aceptamos el hechizo de aquel maldito, ignorando la pronta tragedia. Gradualmente, las etapas fueron cumpliéndose hasta que, fatalmente, mi amor debió matar la avecilla recién nacida, devorando su músculo vital.

Juntos esperamos, tensos, el paso de las noches estipuladas hasta que, llegada la séptima, el mago millonario nos franqueó las puertas de su palacete, invitándonos a pasar. Una túnica blanca lo cubría hasta los pies y su capucha le ocultaba la cabeza. Seguimos su paso ridículamente redoblado hasta el gran patio en sombras, apenas iluminado por una luna creciente. Murgo, nos dispuso, ceremonioso, uno frente al otro bajo la higuera, colocándose entre ambos. Tras mascullar un breve hechizo en arameo, escupió mi rostro con ferocidad, giró sobre sus talones desembarazándose de la túnica y estrechó a Corianna contra sí. Totalmente desnudo, comenzó a besarla con obscena lujuria. Loco de asco, extraje mi navaja y pasándole un brazo bajo el mentón, lo apuñalé con saña en el corazón.

—¡Me besó tres veces! —aullaba victoriosa Corianna, ajena a todo—. ¡Tres veces!

 

Ocho años después, al abandonar la prisión, Corianna y mi hijo me esperan luciendo sus maravillosos plumajes.

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