El número trece
María Elena Rodríguez
Los
días son muy cortos, pensaba la doctora Preston cada día al despertar, casi no
siento el calor del sol, y las noches… ¡Oh las noches duran demasiado, nunca creí
que fuera tan duro el invierno en medio de las montañas!
Poco quedaba de la joven enérgica que, estrenando su
sueño de ser especialista en enfermedades mentales, había llegado a dirigir
aquel aislado hospital tres años atrás. El edificio, construido a propósito en
un lugar solitario, para que la calma y la belleza del paisaje contribuyeran al
tratamiento, tenía doce pacientes internados.
Doce enfermos,
cada uno con una patología distinta, dependían de ella. La ayudaban dos
enfermeras, personal de limpieza y un guardia de seguridad. Sin embargo, todas las
decisiones estaban bajo su absoluta responsabilidad y eso resultaba agobiante porque
no le permitía avanzar en la investigación sobre las ventajas y desventajas de
las internaciones lejos de las ciudades.
El proyecto de investigación era lo que la había
llevado hasta allí, aunque apenas lo recordaba en aquel paraje helado, con la
mirada perdida añorando las tardes de su infancia en el rancho cuando la luz
cálida caía sobre los lejanos tejados de su California natal.
Muchas veces había solicitado al Ministerio de Salud
que enviaran otro médico para acompañarla en la tarea. Si alguien venía, si esa
afortunada circunstancia llegaba a producirse, la tarea se facilitaría.
Por eso se alegró cuando le comunicaron que el
doctor Matt arribaría al día siguiente. Se levantó más temprano y lo esperó con
un cálido aroma a café recién hecho.
Pero cuando aquel hombre desgarbado, mal vestido,
con barba de varios días, cabello largo y despeinado entró a la recepción, la
doctora no pudo suponer que era su colega y observó al intruso con una evidente
desconfianza.
El hombre lo advirtió, levantó la mano para
sujetarse los lentes, gesto que ella interpretó como un signo de nerviosismo.
—David Matt —se presentó él extendiéndole la mano.
La doctora sonrió entonces y le dio la bienvenida.
Sobre la mesa de madera había varios formularios; le alcanzó el que lucía el
nombre del doctor David Matt para que lo firmara.
En ese momento oyeron entrecortados sollozos; parecía
que un niño de unos cinco años lloraba en la habitación contigua.
El recién llegado se puso pálido.
—¿Hay niños
acá? —preguntó alterado.
—No, no, es uno de los pacientes que se comporta
como un niño desde que tuvo un accidente que afectó parte de su cerebro. Llora,
grita, pelea, se escapa a veces. Y cuando logramos encontrarlo, tiritando en el
bosque nevado, protesta diciendo que solo es un juego.
—No hay duda de que está enfermo. —El doctor
acompañó sus palabras de una sonora carcajada que ella no comprendió—. ¿Sabe,
doctora, por qué pedí este puesto? —agregó, y sin esperar que ella contestara continuó—:
mi mujer confesó que todos los documentos eran falsos.
—¿Qué
documentos?
Él golpeó la mesa enfurecido.
—¿Qué documentos? ¿Qué documentos pregunta usted? El
certificado de ADN de Alex! ¡Y la partida de nacimiento! —Desconcertada, la doctora
Preston trató de entender la reacción violenta del hombre—. ¡Alex no es mi
hijo! —volvió a gritar él.
La doctora pensó que era mejor no preguntarle nada
más, lo invitó a sentarse y le ofreció el café.
Ya más calmado, David le contó sobre el día que
cambió su vida para siempre. Lía, su exesposa, le había dicho que quería
hablarle de algo importante a solas. Habían acordado que se reunirían aquella
noche en algún lugar cercano al hospital donde él trabajaba. Fueron a un
pequeño bar donde médicos y enfermeros solían tomar una copa después de
finalizado su turno. Esa noche estaban trasmitiendo un partido de fútbol. La
confesión del engaño coincidió con el gol de la selección y la explosión de
triunfo ahogó el dolor de David. Ese hombre que sollozaba frente a su colega
agregó que no podía contar nada más de ese momento porque prefirió olvidarlo
para no sentir otra vez aquel desgarro en sus entrañas. Después vinieron las
disculpas repetidas de la mujer, los intentos de recomponer la relación, largos
meses de terapia, charlas con el sacerdote que los había casado y que muchas
veces les recordó el juramento que habían hecho. Todo en vano, David solo
quería huir.
La doctora comprendió que trabajar con él iba a ser
algo más complicado que mantenerse en pie dirigiendo sola el hospital.
—Lo lamento mucho —le dijo—. De verdad lo comprendo;
trataré de ayudarlo. Ahora venga, le mostraré su habitación. Descanse; mañana hablaremos
más tranquilos.
Al día siguiente supo por una enfermera que él, muy
temprano, empujó su coche y lo condujo al abismo desde el borde de la carretera
donde estaba estacionado.
Aquello era preocupante; fue a buscarlo a su
habitación, nadie respondió. Lo encontró en el dormitorio de los enfermos,
usaba la misma indumentaria que usó al llegar. Estaba ayudando a vestirse al hombre
que creía ser un niño de cinco años mientras le decía con voz suave:
—Aquí estoy, Alex. Siempre seré tu padre.
La doctora se dirigió con paso lento a su oficina,
se sentó ante su escritorio y volvió a redactar el pedido de contar con más
personal médico. Modificó el informe habitual agregando que el número de
pacientes a su cargo había aumentado a trece.
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