Sin luz
Gabriela Vilardo
Se iba la tarde y se cortó la luz. Pensé que en dos o tres
minutos volvería. Después, me convencí de que en un rato más. Después de un
rato más, que en una hora. Dos. Tres. Y en esa oscuridad aparecieron imágenes
de todo tipo. Un niño de unos cinco años lloraba. Lo supe por el tono de voz. Y
no era capricho, sí, miedo.
Salí al patio, llevé una linterna que titilaba. Se veía que
sus pilas se estaban terminando. El niño ya no se escuchaba, Supuse que era
pura imaginación, y disfruté del cielo cargado de nubarrones. ¡Qué más quedaba
que disfrutar! Entonces, el cielo gris, las siluetas de los árboles, oscuras siluetas,
interrumpiendo ese tono plomizo, y una sola estrella que parecía chocarse
contra las montañas. La estrella, radiante entre lo que se dibujaba en el cielo.
Cuando volví a la cocina ya se había consumido la mitad de la
vela. La llama oscilaba hacia arriba y hacia abajo, cambiaba de color,
desprendía un hilo negro. La luz cálida caía sobre los lejanos recuerdos de la infancia
que quise evitar.
Prendí otra. Jugué con la cera que se derretía en el plato
hasta consolidarse para formar una suerte de rosa. Ignoré mi estado de
extrañeza en semejante oscuridad. Debía hacer caso omiso a las historias que dicen
que quedan en los lugares para asustar o acosar a quienes los vuelven a
habitar. Si esa afortunada circunstancia llegaba a producirse, la de hacer caso
omiso a todo eso, me podía llamar dichosa.
Vela en plato. Plato sobre la mesa. Hojas. Lapicera. Todo
listo para describir sensaciones. El invierno, en medio de las montañas parecía
más crudo en esas condiciones. Sin embargo, antes de empezar a escribir, llevé
la vela conmigo y salí otra vez al patio, salteé algunos charcos y llegué al galponcito
del fondo. Sobre la mesa de madera había varios papeles y quedé como estaqueada
cuando al recorrer el lugar con la luz de mi vela vi un hombre sentado a esa
mesa. Levantó la mano para sujetarse los lentes. Caso omiso. Caso omiso a todo
eso, me repetí. Como si no me temblara el cuerpo volví a la cocina no sin antes
corroborar que sólo habían quedado los papeles. El hombre ya no estaba.
Suspiré. Supe que estaba obsesionada. Debía aprovechar al máximo mi memoria, mi
imaginación y la oscuridad para escribir.
Llegué hasta el año 1810 con mi pensamiento. ¡Es que no podía
hacer otra cosa más que ponerme en el lugar de aquéllos que vivieron en tiempos
en los que la iluminación no pasaba desapercibida porque costaba tenerla! Anduve,
al momento de sentarme a la luz de la vela, por los campamentos de guerra y
escuché la pluma sobre un papel que se convertiría en carta. Vine un poco más
acá en la Historia y me detuve en la Buenos Aires de 1871.Se habían estrenado
lámparas a gas, pero todavía faltaba para que llegara la luz eléctrica. Abrí la
ventana. El niño de unos cinco años seguía llorando, ahora al borde de la
montaña. Pude ver su sombra y la de un hombre. El chico observó al intruso con
una evidente desconfianza ya que este intentaba acercarse. El chico trató,
entonces, de caminar para atrás, en sentido contrario al hombre, algo más
complicado que mantenerse de pie al borde de un precipicio para él, que estaba
acostumbrado a esas maniobras o travesuras que oprimían el corazón de su madre.
Tambaleaba por no voltear, porque no quería perder de vista al hombre del
sombrero que venía para llevárselo. Preferí volver con mi fantasía a la Buenos
Aires de 1871. Era más atinado que descifrar la existencia de estos personajes
que se dibujaban en mi noche. Y me senté a escribir. Supe que no
me tenía que ir a ningún lugar escapando de la peste. Lamenté por aquella calle
Balcarce, entre otras, en las que el agua corría por el zanjón hacia el río y
arrastraba los residuos de la ciudad desparramando la pestilencia en la
atmósfera viciada, tal como había relatado en un cuento alguna vez. El
carnaval, figura y fondo. El tango que llegaba a acurrucar la muerte de algunos
desprotegidos por la autoridad. El tango presente ahora en aquel señor que intentaba
acercarse al niño que comenzaba a llorar otra vez al borde de la cornisa. El tango
de 1871 me devolvió inevitablemente a la escena que quise omitir de mi
oscuridad. El hombre utilizaba la misma indumentaria que usó cuando trató de
recuperar a mi abuelo según los relatos de mi madre. Un tanguero atrevido que venía
por la identidad del niño hasta que mi bisabuelo mostró la partida de nacimiento
para confirmar que él era el padre. Y agregó: no hay duda de que está enfermo. Y
así se refería al tanguero que, cuando este se retiró, el bisabuelo confesó que
todos los documentos eran falsos, que no había encontrado otros. En minutos les
recordó el juramento que habían hecho, el de no contar.
Y una explosión de triunfo ahogó el dolor de mi bisabuela que
estaba tironeada por dos partes. Dos padres. Dos posibles padres del niño.
Vergüenza familiar para esos tiempos. Y pensé en sus noches sin luz o con tenue
luz. Y me estremecí. Arrastré mi imaginación un poco más acá y se me apareció
la infancia de mi madre en este campo de montaña. Faroles, alguna que otra vela
y la luna. Nada había cambiado demasiado desde otros tiempos. Los días se
hacían cortos. Los atardeceres, más. Entrada la noche, cuando el abuelo se
demoraba: el ruido de los cascos de los caballos anunciaba su llegada y eso nos
aliviaba y lo aliviaba. Desafiaba al atardecer para no recordar a aquel hombre
que una noche lo condujo al abismo desde el borde del precipicio.
Y pensé en esas épocas y sus vidas hasta que tuvieron luz
eléctrica, hasta que tuvieron auto... el “mientras tanto” demoraba el día
porque después había poco por hacer y mucho de qué cuidarse.
Estas sensaciones me generaba la falta de luz. Me sobró el
tiempo para tenerlas y actualizar un episodio nefasto que volvía en forma recurrente
a la vida del abuelo. Supe que él prefirió olvidarlo para no sentir otra vez la
posibilidad de ser alejado de su madre. Pensé en los ciegos, en los que quieren
ver y no pueden; en ellos, que imaginan los colores de sol a sol. En ellos, que
imaginan los rostros, y los palpan pero no los pueden apreciar con la mirada.
Pensé en los que sin estar en la Buenos
Aires de 1810, ni en la de 1871, ni en el campo de 1940... “Bueno, mejor ni
pensar” dije. Mientras miraba por la ventana lo que no podía ver, mientras la
única estrella vislumbrada se esforzaba por iluminar mi barrio entre las
sierras, la armónica del abuelo empezó a sonar y llenó mi casa de duendes. Como
en otra oportunidad deduje: no es nada más que un juego. Seguro se reunirían
esa noche en algún lugar de la casa quienes alguna vez la habitaron.
Y volvió la luz. La armónica, al lado de mi lapicera, sobre la mesa.
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