martes, 28 de septiembre de 2021

LA HERENCIA

Claudia Isabel Lonfat 


Ya perdí la cuenta de los años que pasaron desde la última vez que pisé estas tierras.

El abuelo Evaristo fue el “hacedor”, como a él mismo le gustaba llamarse. Cual Dios pagano, inflaba el pecho orgulloso, siempre con el vaso lleno de whisky importado de
Escocia, que traían al campo especialmente para él.  En mi inocencia, yo lo veía inmenso, hermoso como un corsario, con su barba colorada y sus manos callosas.

La estancia “La soledad” decía mucho de él, era un reflejo de su propia existencia, de sus gustos caprichosos, excéntricos, y sobre todo de su moral.

Mis recuerdos, que fueron vagos durante mi solitaria niñez, o en mi errática juventud, ahora, siendo un hombre mayor, habían renacido con fuerza. Incluso podía recordar detalles y concluir cosas que antes no hubiese podido siquiera imaginar.

—Lisandro, esto va a ser tuyo algún día —decía el viejo, cuando tenía la misma edad que tengo yo ahora, pero se veía mucho más joven y fuerte. Lo decía mientras recorría con la vista la gran extensión de tierra, a cuyo límite yo no podía llegar ni agudizando los ojos, porque terminaba después de mi propio horizonte.

En ese tiempo yo rondaba los veinticinco años, y papá era uno de los tantos que habían desaparecido. Nadie vio nada. Según Evaristo, papá, que era un abogado prestigioso, se había mezclado con gente jodida. Cuando le pedía más detalles, él se negaba a seguir con la conversación, que casi siempre terminaba reducida a un monólogo más de los tantos a los que me tenía acostumbrado.

Nunca dejé de insistir, hasta que un día después de un asado largo y con abundante vino tinto, de la nada, me dijo:

—Eva se metió en cosas turbias con los Montoneros —murmuró. Luego de decir eso, simplemente se apagó como una vela soplada por el viento.

Al día siguiente no recordaba nada.

Me llevó tiempo entender por qué a mi padre, bautizado con el mismo nombre del abuelo según la tradición de los primogénitos, lo llamaban Eva, en lugar de Evi o Juniors. Fue la abuela Ana quien le abrevió el nombre, y el abuelo jamás se dio cuenta del amor secreto que la abuela sentía por Evita; nombre prohibido en esa casa.
Recuerdo haberla visto leyendo La razón de mi vida, libro que escondía del abuelo, y con el que me había enseñado a deletrear. Yo había aprendido a leer con sus palabras, y también a amarla.

—Vos no entendés lo que significa mezclarse con esa gente —. decía el viejo ofuscado —Mantenete al margen, ¡querés!

Como dice una canción de Charly García “Yo fui educado con odio, y odiaba la humanidad…” por lo menos una parte de esa humanidad; los supuestos culpables de la desaparición de mi viejo, y de la posterior muerte de mi madre que no pudo soportar su ausencia. Pero odiaba la parte incorrecta de la historia.

Evaristo murió a los ciento siete años, fue el más longevo del pueblo, y estaba en pleno uso de sus facultades mentales. Hasta el intendente lo homenajeó cuando cumplió los cien, y le pusieron su nombre a una plaza; seguramente con dinero donado por él.
Manejó La soledad hasta el último suspiro, montado en su caballo preferido.  Vivió y murió como un caudillo retirado; un caudillo imperfecto, espurio, y con deseos de quedar en la historia. Lo encontraron los peones cerca del arroyo Lisandro, bautizado así por mí, su único descendiente.

Siempre me pareció un horror que un arroyo llevara mi nombre. De chico me hacía feliz, me sentía amado por él. Ya durante la adolescencia creía que solo quiso burlarse, pero cuando investigué en los mapas figuraba como Arroyo Lisandro.

Dejé de venir cuando los rumores se hicieron insoportables. La peonada lo odiaba, se notaba en sus miradas, a pesar de que nunca decían nada.

En esa sumisión se ocultaba eso agazapado, como un demonio. Sabían que solo en la estancia podían trabajar; la otra opción era irse muy lejos de ese pueblo, pero sentían miedo.

Evaristo les daba trabajo y vivienda. No los explotaba, pero ellos sabían que esa estancia estaba maldita, que habían pasado cosas feas que no podían nombrar ni explicar. En el pueblo decían que en un tiempo venían camiones de Buenos Aires con una carga misteriosa, que enterraban cosas campo adentro.

En sus escuetos relatos no había precisiones ni detalles. Las mujeres se persignaban y hablaban de muertitos. Dejaban cruces con inscripciones: “En paz descansen” o simplemente “Paz”, como si fueran combatientes de alguna guerra, y que la peonada estaba obligada a retirar para evitar la furia del viejo. Todavía algunas mujeres ancianas se escabullían de noche para rezar sus rosarios. Eso. Tenían miedo de que aquellas almas no tuvieran la ansiada paz que se quiere para los muertos y que los vivos tampoco tenían. Eso; todo lo que no se nombraba o no se podía nombrar.

Ni siquiera después de su muerte se animaron a hablar, como si Evaristo desde el infierno pudiera cumplir con sus amenazas o sentencias.

Yo me fui joven, con veintitantos años, y recién recibido de abogado como mi padre. Pero no pude ejercer. No tenía fe en la justicia, ni en los hombres, y mucho menos en Dios. Eso mismo que embrutecía más a la peonada, que mató a mi padre, y llevó a la tristeza y posterior muerte a mi madre, alimentaba al monstruo que habitaba en el viejo. La Soledad era el símbolo de un tiempo doloroso que nadie quiso vivir ni recordar. Su nombre resumía a la perfección lo que la estancia significaba para todos los que la habitaron. La peonada se fue. Los animales desaparecieron. El campo quedó en la más absoluta soledad. Salvo por lo que está oculto en la tierra, allá, después del horizonte.
El viejo solía decir que el nombre de la estancia era un homenaje a su abuela, pero cuando investigué, supe que ella no se llamaba Soledad, su nombre era Sofía, y que soledad había sido su niñera mulata. No quise averiguar más. A veces es más sano. 

Ahora estoy esperando las máquinas. No va a quedar un ladrillo. Ni un centímetro de tierra sin remover.

7 comentarios:

  1. Lo que se imagina es mas de lo que está escrito. Muy bueno, Claudia!

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  3. Corrijo:
    Claudia creo que es uno de tus mejores cuentos. Muy bueno. Aunque a mí gusto (y es un criterio muy personal) el contenido político, más allá de conocer tus ideales, le resta brillo. Por ejemplo en " Conversaciones en la catedral" de Vargas Llosa o la novela que te pase: " El viejo que leía novelas de amor" de Luis Sepúlveda hay también una denuncia política pero es muy sutil no choca y es la que más llega... Reitero es lo que pienso, uno puede denunciar sin hacer una bajada de línea tan explícita por más que sea parte de nuestra desgraciada historia.

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    1. Entiendo que hay muchas personas que piensan como vos, que no está bien, pero bueno, son distintos puntos de vista, y en mi caso "Marca registrada".
      Yo creo que "mis bajadas de línea" ya son parte de la historia y no especulación política, panfletaria, con lo cual, en ese caso, tendría que asumir mi militancia, pero no es el caso porque la historia es ficción con un contenido sociopolítico de fondo real.
      Quizás si fuera parte de una novela histórica no sería cuestionada.
      Yo no soy sutil ni lo seré, y esto último es más complicado todavía ;)
      Posiblemente mi escritura nunca brille, y es lo que hay.
      Gracias por leer y opinar

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