José Luis Velarde
El polvo se extendía por toda la
casa como manto tenebroso sobre los objetos claros y velos descoloridos en las
áreas oscuras. Era grueso en algunas partes y finísimo en otras. El inquilino había
intentado sacudirlo muchas veces hasta descubrir que era un trabajo
interminable. Bien sabía que se integraba con su cuerpo para cumplir los
designios de la naturaleza. El recubrimiento era suave. Una segunda piel cómoda
y abrigadora que además absorbía los colores del hogar y creaba nubes internas.
—Polvo somos y
al polvo retornaremos. Somos “polvo enamorado” y “amor constante más allá de la
muerte” como afirmara Francisco de Quevedo —solía responder Lauro Estrada
Sacramento ante las críticas infalibles de quienes lo visitábamos a pesar de su
rechazo manifestado mil veces. Tanto esconderse volvió menos frecuentes
nuestras aproximaciones.
Recuerdo el
último encuentro ocurrido una tarde septembrina y lluviosa.
Llamé a la
puerta sin respuesta. Antes de marcharme decidí girar el picaporte que no
estaba bloqueado. Supuse un accidente o un robo. Me preocupaba la salud de mi
amigo. Incluso llegué a pensarlo muerto.
Mis pasos
dejaron marcas sobre el piso del vestíbulo.
—Lauro —llamé en
varias ocasiones sin respuesta hasta que lo vi tendido sobre un sillón
reclinable en el mismo instante en que afuera comenzaba un griterío. Las
exclamaciones opacaron la respuesta acompañada de una neblina polvorienta
surgida al unísono de sus labios.
—Mi estado
natural es vivir así —manifestó en voz baja, como si no quisiera que le oyeran
los niños que gritaban ante la puerta principal sin preocuparse por la llovizna
que descendía menuda y silenciosa. La tranquilidad era un fenómeno inusitado en
aquel barrio donde el ruido surgía de cada casa y cada voz ahí establecida. Más
de diez pequeños saltaban arrítmicos como las frases repetidas con voces
chillonas.
—Hombre de
harina sal, hombre de harina ven.
Me levanté y la
parvada infantil desapareció apenas verme salir por la puerta. Al regresar noté
que las telarañas eran más abundantes que a mi llegada. Con una escoba grisácea
abrí espacio y barrí mi silla. Mi anfitrión ni siquiera volteó a verme,
mientras yo descubría por todas partes los restos de las envolturas plateadas
que en otros días contuvieron los medicamentos ingeridos. Lo vi más frágil que
de costumbre.
Me atemorizaba
su tristeza permanente y su rechazo a continuar los procesos encaminados a
mantener su salud.
—¿No has vuelto
con el médico?
—No.
Quise iniciar otras
conversaciones sin conseguir más que monosílabos como respuesta. De nada
valieron los recuerdos del trabajo compartido hasta jubilarnos el mismo año.
Durante un rato nos vimos en silencio, ya pensaba marcharme cuando Lauro habló.
—Aún la extraño
y bien sé que espero decir antes de morir: “cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día”. Ya sabía Quevedo que el amor es eterno
para algunos y que las muertes matan a quienes sobreviven a la ausencia. Bien
sabes que la pienso de manera constante y también sé que esta capa crecida
alrededor mío es la tierra que me busca.
Advertí entonces
que su cabello blanco tenía la misma textura de las telarañas. Por un instante
me hizo feliz mi odiada calvicie. Pensé en Angélica y los matices desprendidos
por su lejanía. Tras veinte años de muerta era evidente que aún faltaba en el
hogar que iba de la ceniza a los hilos confundidos con el pelo. En un arrebato
fui hasta el taller donde se amontonaban las herramientas acumuladas durante
los años dedicados por Lauro al bricolaje. La aspiradora encendió como si fuera
nueva. Recorrí las piezas de la vivienda hasta llenar de basura cuantas bolsas
tuve a mi alcance.
—Mira —musitó
Lauro— aún existo debajo de mi envoltura.
Sonreí antes de verlo
arrastrado por la máquina que se agitaba entre mis manos. Me estremecí junto
con ella sin detener la desaparición de mi amigo. De poco me sirvió oprimir los
botones. Arranqué el cable de la pared, pero el motor sólo se detuvo cuando
quiso.
Pensé que podía
liberar a Lauro. Salí al patio para invertir el proceso. Surgió una nube de
polvo disipada por el viento. Al abrir la aspiradora encontré telarañas y
restos de plásticos brillantes. Residuos contrastantes con los tonos grisáceos esparcidos
sobre la maleza crecida en el patio.
Incapaz de
pensar con claridad decidí marcharme.
Lauro recitaba a
Quevedo como acostumbraba hacerlo desde los días compartidos en la oficina.
—“Alma a quien
todo un dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas
que han gloriosamente ardido”.
El cielo se
cubría de nubes blancas. Algodones espesos en el horizonte. Al volver la vista
a la casa descubrí un capullo sobre las líneas rectas de la construcción. Oval
como tejido por una mariposa invisible, quizá una araña gigantesca empecinada
en ocultar todo lo relacionado con Lauro. Por un instante pensé en su
renacimiento. Mi optimismo desapareció abrupto. Supe que nada podría surgir del
polvo cautivo en sí mismo desde el instante en que la voz de Lauro resonaba
constante en mis oídos: “serán ceniza mas tendrá sentido; polvo serán, mas
polvo enamorado”.
El poema
desapareció entre palabras altisonantes y músicas expulsadas por las ventanas.
El vecindario retomaba los estruendos contenidos durante mi visita. Apresuré
mis pasos. Los relámpagos se intensificaron y la lluvia descendió feroz toda la
noche.
Me encantó
ResponderEliminarExcelente,gracias !
ResponderEliminarCreo que dejé un me gusta en la misma publicación, lo repito por acá ;)
ResponderEliminarEl tono poético enaltece el texto y me gusta. Agradable lectura.
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