Oscar Luis De Los Ríos
El otoño pasó y el invierno ya se ha aposentado. Las hojas
de la falsa vid, que adorna los muros gastados del patio trasero de mi casa,
tiñen de ocre y morado las paredes y el suelo, y arrojándose desde lo alto del
muro planean formando figuras que hacen palidecer de envidia a los
parapentistas. Me gusta esta época del año, a pesar de que barrer el patio
lleva casi una hora al día; pero eso ya no importa. ¡Hoy es el último día de
juntar hojas! Siento una euforia inexplicable por el trabajo casi concluido.
Apresto los enseres de los que voy a valerme para mi última barrida: la pala de chapa, que hice en el taller de la escuela
técnica y aún conservo en buen estado, una bolsa de arpillera que está por la
mitad con hojas y, si las aplasto bien, va contener toda la barrida, y una escoba
de paja, la mejor para barrer hojas secas, con el plus de que me permite recordar
a mi padre en mi más tierna infancia.
—Tito, tráeme
una paja de la escoba, de la parte de arriba para escarbarme los dientes. ―Y yo
le llevaba el tosco palillo, aunque siempre sacaba la de más abajo, no por
maldad, solo por desobedecer.
El trabajo parece sencillo: se toma la escoba por el
mango, se empujan las hojas hasta realizar un montoncito y luego se cargan en
la pala para volcarlas en la bolsa. Hacerlo a conciencia lleva un poco más de
trabajo y que no quede ninguna hoja requiere de mucha paciencia, técnica y algo
de experiencia. Procedo a quitar primero aquellas que se enredan en las hojas
de las plantas, con el fin de no volver a barrer si el viento las arroja al
suelo. Las palmeras con su rosetón verde dan mucho trabajo y lastiman las
manos; lo mismo hago con las spatifilium,
la pata de elefante, los potos, el árbol de jade, pero mis preferidas son las
cascadas, hay que tratarlas con cariño, sus tiernas hojas se quiebran si no tengo
cuidado y su racimo de flores, rojas o blancas, se esparcen por la tierra como
cuentas de un rosario al que le cortaron el cordón que las une; lo mismo que
pasa con los recuerdos cuando uno se vuelve viejo. Concluida esta primera fase,
en la cual no deben olvidarse los alfeizares de las ventanas, corro las macetas
y limpio: detrás y a los costados de las mismas, acomodo todo en su lugar y
junto las hojas en la bolsa. Un trabajo impecable. Me siento en el banco de
madera de teca y hierro forjado que está en un extremo del jardín; una suave
brisa aplaca el resabio del calor producido por el trabajo realizado, relajando
el cuerpo. Cierro los ojos y al volverlos a abrir, descanso la vista en el
piso, las plantas y alfeizares perfectamente limpios y en orden; luego hago un
mapeo visual de todo el patio y, de pronto, algo imprevisto irrumpe en el orden
logrado. Horrorizado comprendo que olvidé la escalera. Si la barro ahora, las
hojas caerán en el suelo, las plantas, detrás de las macetas, en los canteros,
en el alfeizar de las ventanas. ¡Esto es inadmisible! Pero, ¿cómo hacer? Me
levanto y pienso, tratando de hallar un método y, en todas las ideas que tengo,
el patio termina amortajado en hojas secas. Me siento vencido, si no se me
ocurre algo caeré en un estado depresivo y pasaré todo el invierno recluido en
mi habitación. Lo peor es que ni siquiera así quitaré las hojas de la escalera.
Me devano los sesos y llego a la siguiente sentencia: si las ideas no me dan
una salida adecuada deberé recurrir a la experiencia y tratar de recordar algún
momento en que me haya encontrado en una situación similar. Retrocedo
mentalmente en el tiempo y en el taller de la secundaria, me veo barriendo la
escalera de acceso a la “Sección Electricidad” de abajo hacia arriba. Escalón
por escalón, juntando la basura en cada uno. ¡Eso es, así lo haré! Tomo la
escoba, la pala y la bolsa, que ahora está llena casi hasta el borde; aun así
tiene que alcanzar, una nueva me complicaría demasiado ya que no se mantendría
erguida en el escalón, haciendo más difícil la tarea.
―Bolsa vacía no
se para, bolsa llena no se dobla ―decía mi abuelo y se iba dormir la siesta.
Procedo con infinito cuidado, levantando las hojas con
la pala, de a una o dos; de esa forma me aseguro de que no se arrojen al vacío
las muy traicioneras, bastaría solo una para arruinar mi labor. Es un trabajo
muy lento y me impacienta, pero aunque me lleve todo el día o toda la vida, no
me arriesgaré. El primer escalón ya está limpio y, con el éxito parcial
logrado, se me ocurre que puedo aprovechar y deshacerme de algunos recuerdos
molestos, embolsándolos junto con las hojas. Hace mucho que quiero sacarlos de
mi vida y esta es una buena ocasión. A medida que me deshago de las situaciones
angustiantes que he pasado, otras vivencias, ya olvidados, van ocupando su
lugar y, haciendo una selección, arrojo algunas a la bolsa; pienso quedarme únicamente
con aquellas que me fueron más gratas. Espero que la bolsa alcance tanto para
hojas como para recuerdos. La tarea de barrer de abajo hacia arriba, a pesar de
que los malos momentos se van yendo a la bolsa con las hojas, se me hace
odiosa, insoportable; con cada escalón que asciendo la imagen de la escuela
técnica se hace más nítida. Me veo primero como un estudiante de taller en el
último día de clases. Sigo barriendo, estoy parado en el séptimo escalón y son
trece. Asciendo otro y siento como, poco a poco, mi realidad se va
transformando; el rostro de un maestro, aun desdibujado, comienza a tomar
forma. En el décimo escalón me encuentro rompiendo las hojas de la carpeta de
la sección electricidad en mil pedazos; en el undécimo arrojo eufórico estos
pedazos en la escalera de acceso al taller; en el decimotercer escalón me
encuentro con el maestro. Reprendiéndome por mi accionar, me manda a barrer los
pedazos de hojas de abajo hacia arriba, ¡escalón por escalón! y, con total
naturalidad me alcanza una escoba de paja, una pala de chapa gastada y una
bolsa de arpillera casi repleta de hojas. Me rebelo, me niego a hacer lo que me
manda y arrojo los elementos de limpieza por la escalera. Él sigue allí sin
inmutarse, con una sonrisa en los labios, amable, lo escucho —ahora lo
comprendo— dictar sentencia, utilizando la misma frase con que condenaba a
todos aquellos que no aceptaban el castigo:
―Ya barrerás, tal vez no hoy ni mañana, pero… llegará
el día en que barrerás las hojas de la escalera de abajo hacia arriba; y yo
estaré allí para ejecutar el castigo que además tendrás por tu insolencia.
Parado en el último escalón lo veo lanzar una hoja,
que pasa planeando por sobre mi cabeza y, sin poder evitarlo, me arrojo hacia
atrás, tratando de agarrarla antes de que llegue al piso del patio.
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