domingo, 22 de agosto de 2021

ENCADENADA

Gabriela Vilardo


Desde que lo vi bajar del taxi con su sobretodo de siempre siento los pies atornillados a esta calle. ¿Es mi profesor de filosofía? “Usted está encadenada, señorita”, me repetía cada vez que se retiraba de la clase. ¿Encadenada a qué? Me atormentaba con Platón. “Libérese de las cadenas y vuelva la cabeza hacia la luz”. Ahora sí que estas palabras me parecen los ecos de una caverna. Sí, son ecos. Estela me dijo que Roberto Mujica estaba muerto. Me siento una ridícula, parada al lado de este árbol. No me gusta ver gente que creía muerta ni quiero andar por el mundo tan sobresaltada por estos asuntos. Seguro que hoy estoy en un error y Roberto Mujica, el profesor de filosofía está muerto. No puedo improvisar una suerte de ensayo sobre la muerte… acá y justo ahora, que pensaba ir de shopping… Sin embargo, desde que lo vi bajar de ese taxi quedé paralizada en esta esquina. No es lugar para andar corroborando nada. ¡Han pasado tantos años! ¿Me reconocería? Discutía con este profesor; en realidad, con aquél. Nos odiábamos. Y hoy estoy para otras cosas, no para ver a gente muerta caminando delante de mí.

—Podés hacer compras mientras termino los trámites. —Palabras de mi esposo para evitar mis caras de “cuánto te falta”. Y estoy en una plaza de una ciudad que conozco bien, porque aquí cursé mis estudios, conmovida por el fantasma de Mujica que acaba de bajar de un taxi, así, de una manera tan insolente como si los vivos tuviésemos que comprender su aparición. Va a paso lento, podría ser peor, porque es un hombre mayor. Siento las piernas trabadas. No quiero alcanzarlo. No debería preocuparme de este modo. No teníamos mucha empatía. En esos tiempos, no tenerla era un problema. Él y su ayudante de cátedra se las ingeniaban para dejarme en ridículo cuando yo trataba de imponer mis ideas. Y, literalmente, me combatían desde la oralidad desenfrenada sin pausa. Pero yo los enfrentaba igual. ¿Tendrá sentido que me angustie tanto por haber visto a un hombre alto, que bajó de un taxi y que es exactamente igual a Mujica, cuando en realidad yo dispongo, en este momento, de libertad absoluta para gastar plata en lo que quiera? ¡Si me ve, seguro, me reconoce! Yo no fui cualquier alumna. No toleraría escuchar de su boca, con esa voz pastosa de siempre: “¿Es realmente, usted, señorita?” No. ¿Qué me pasa? ¡Tanto lío por esto! No puedo evitarlo. Me quedo porque acaba de instalarse en un banco de la plaza que tengo que atravesar para llegar a la peatonal. “Podés hacer compras mientras termino de hacer los trámites”. “Usted está encadenada, señorita”. Entre los dos (mi marido y Mujica) me atormentan. ¿Por qué me tengo que quedar? ¿Y si no es él? Debería avanzar lentamente. Hago tiempo. ¿De qué me sirve? Él permanece sin ánimos de ponerse de pie, levanta la vista y mira un punto fijo. ¿Qué pensará? Y me siento en un banco, con rocío de una mañana muy húmeda (rocío que seco con un pañuelo de papel), nada más que para sacarme la duda acerca de la identidad de ese hombre, que tiene los rasgos –aunque con la vejez en su cara– de Roberto Mujica. Los dos, detenidos en esta plaza, como si nos sobrara el tiempo. Me apoltrono en este lugar porque ese hombre, con su jactanciosa aparición, me obliga. ¡Y yo que lo creía muerto! Eso es lo que me dijo Estela. ¡Para qué matarlo así, gratuitamente! Tengo licencia para hacer compras. Encadenada no estoy. A nada. No, encadenada no. Una suposición no puede detenerme. Veo que se levanta, prende su sobretodo y arranca. Inconfundible. Usa sobretodo color obispo. Como siempre. Así llegaba a la facultad. Presumía de locura y extravagancia y hacía contraste con los demás catedráticos. Nunca usaba un abrigo discreto. Jamás. Se paseaba con su atuendo delante de todos los alumnos y caminaba siempre por el mismo lugar. Hablaba sin interrupciones. Lo padecíamos sin opción a no entender... escribíamos al margen del texto para enriquecer la lectura que completaría la clase de Mujica… márgenes atiborrados de palabras que pronunciaba Mujica.

Mujica abrochaba y desabrochaba su sobretodo. Hacía alarde de prestancia con sus gestos. Ahora, el sobretodo le flamea. El profesor ha perdido la postura erguida.

 Empieza a caminar, y siento que se me escapa. No podría confundirlo pero… ¡hay tanta gente! Hora de almuerzo, salida de bancarios, corrida de estudiantes hacia la facultad de Derecho. Tengo que apurarme. Cruza la calle, entre dos autos. Un inconsciente Es él. Solo Mujica, con su altura extrema, puede distinguirse desde lejos. ¿Para qué me apuro? Llevo gente por delante. Me disculpo. Me apuro. Engancho el taco de uno de mis zapatos en una baldosa rota. Me apuro ¿Para qué? ¿Para decirle que no me gustaba su explicación de la alegoría de la caverna de Platón? Podría decirle que sería, entonces él, en este instante, una copia imperfecta de ese mundo de las ideas del que hablaba. Tan imperfecta que está vivo cuando todos lo creen muerto.

 Dos, como Roberto Mujica, serían una sobredosis de conocidos no deseados; al menos para mí, ahora, que me actualiza con su imprevista presencia, momentos desagradables de mi carrera. Pero debo reconocer que desbordaba de conocimientos y disfrutaba de ellos. La música de la banda que está tocando en la esquina lo atrapó. ¡Siempre con esos aires de intelectual y bohemio a la vez! ¡Esa dualidad que él no reconocía! Está tan concentrado que podría pararme a su lado y no se daría cuenta. Creo que no es su persona la que me perturba hasta inmovilizarme, sino esa idea de un muerto que baja de un taxi y camina por la calle. Tendría que tocarle el hombro. Lo hago. No. Si siempre me sobró coraje ¿Por qué no? Sí… coraje… ¡Lo voy a enfrentar! Por algo la vida me lo puso en el camino. Se me escapa el tiempo. Él ahora avanza, pero no va por la peatonal. Maldito Mujica. Empezamos a cruzar calles con nombres de provincias: La Rioja, San Luis… Odio el tufo de la calle San Luis. Y sí, jodido hasta muerto. ¡Tiene que caminar por acá! y yo, detrás. Esquivo cáscaras de no sé cuántas “cosas”, y cartones húmedos. ¿Adónde va? Se mezcla entre los vendedores ambulantes como si nada… Roza con su sobretodo color obispo los puestos de medias de algodón y los ignora. No lo puedo confundir. Sin embargo, se me está escapando. ¿Entró a algún negocio? Son todos mayoristas ¿Qué busca? Desapareció. Soy una imbécil. Hasta acá, lo tenía en la mira. Seguro que entró al negocio de la esquina; y no es precisamente un salón de ventas de alta costura. El mundo contra mí. ¡Una feria americana! Venta de ropa usada. Me da impresión. Hoy, menos que nunca. Ropa usada. ¿De muertos, de vivos? Entro. Hay olor a naftalina. Se me revuelve el estómago. ¡Por qué no usarán pimienta en grano! Al fondo, una mujer que parece de otro siglo. Pollera recta rozando sus tobillos y blusa prendida hasta el último botón. Acomoda. ¿Cómo puede? Esa ropa… Para completar el lúgubre cuadro, un gato contra un mostrador. ¿Gato o gata? No se mueve. ¡No se le ocurrirá venir a refregar su lomo en mis rodillas! La mujer se acerca… y quiero decirle que estoy ahí por el señor que acaba de entrar… No puedo… tengo que disimular… No, no voy a disimular. Me perdí mi tour de compras por él.

—El señor que acaba de entrar…

—Usted es la primera clienta de hoy…

Me está mintiendo. El señor al que yo me referí entró. Ahora sí tengo que disimular. Miro alrededor y toco un tapado. ¡Con todo lo que me cuesta hacerlo! Siempre odié la ropa usada. Apenas lo rozo, como para mostrarme interesada. Yo estoy acostumbrada a eso, a mostrarme interesada, salvo que como un capricho del universo, del destino, o no sé de qué diablos levante la vista y me encuentre con un maniquí vestido con un sobretodo color obispo. Y largo. Muy largo. La empleada advierte mi cara de sorpresa y con las piernas apretadas corre hacia el maniquí… Creo que le alegré el día. Está segura de que lo voy a llevar. Nada más lejos de eso. Basta con escuchar que hace diez años que lo tiene ahí para salir corriendo de ese lugar. Me habla de la calidad extraordinaria, del talle, del modelo “para hombre”, dice… trata de convencerme de que el tapado es para mí, como una suerte de vaticinio, de que está allí hace mucho tiempo…. La mujer habla y yo miro el tapado color obispo, el que recién llevaba puesto mi profesor… ¡Él entró! ¡Yo lo vi!… ¿O no lo vi? ¿Cuándo entró? Maldito Mujica y esta pérdida de tiempo y de lucidez para comprender…

Salgo de ahí, convencida de que Mujica me gana otra partida. Y esta vez me deja desamparada con preguntas filosóficas que no responderá. No, está vivo y yo lo vi.

En seis cuadras o siete, a lo sumo, estaré entrando a la facultad de abogacía. La tarde está perdida; y yo, furiosa por eso.

Diez minutos. No calculé tan mal. Voy camino a la administración de la facultad. Me detengo antes. Costumbres de porquería. Los homenajes debieran hacerse en vida y no en chapas de bronce. Acabo de toparme con un nombre en la puerta de entrada a un salón: Roberto Mujica.

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