El anciano violinista
Sergio Gaut vel Hartman Laura Irene Ludueña
Antonia Pasqualino & Oscar De Los Ríos
Me mudé a este edificio el 24 de marzo de 2025. Mi estado de ánimo no era de lo mejor, ya que las catástrofes a escala planetaria aumentaban en progresión geométrica. No hay vuelta atrás, me dije. Nada ni nadie podrá revertir este proceso. Mientras caminaba por la habitación, analizando si me emborracharía bebiendo completa la botella de ouzo Metaxa que me había regalado Dimitros Titakis o si usaría todos los comprimidos de Seconal que quedaban en el pastillero para pasar del otro lado, oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, una melodía arrancada a un violín que poseía todos los atributos de lo mágico. Me dejé caer en mi viejo sillón y permití que la música me arrullara hasta quedar dormido. El ouzo y el Seconal fueron los que pasaron del otro lado.
A la mañana siguiente interrogué a la vieja encargada del edificio, la señora Clementina, acerca de la identidad del intérprete de la música que me había cautivado
—Es un viejo violinista de origen judío —me respondió—. Sobreviviente de Auschwitz. El violín es su única familia.
Moví la cabeza, asintiendo. Y mi pregunta surgió espontánea, casi involuntaria.
—¿Podría conocerlo? Me interesa mucho.
La señora Clementina se encogió de hombros; por lo visto no le importaba demasiado el asunto, sin embargo, su respuesta fue desconcertante.
—No creo que le interese conocerlo a usted. Imagina que todas las personas son nazis que buscan la oportunidad de enviarlo a la cámara de gas.
Debía saber que el poder de su música me había librado de la muerte. Así que a la mañana siguiente volví a la carga.
—Disculpe, señora Clementina, ¿podría decirle al violinista que una persona quiere conocerlo?
—Ya le dije que es inútil; no va recibirlo. Hace años que nadie lo visita. Su única compañía es el violín.
—Dígale que soy el nieto de un sobreviviente del mismo campo donde él estuvo. Mi abuelo me habló de alguien que tocaba el violín en los días de cautiverio.
La mujer parecía no creerme, pero al ver la angustia y la desesperación en mis ojos no tuvo otro remedio que aceptar.
—Está bien, lo intentaré. Pero no le prometo nada.
A la mañana siguiente Clementina golpeó mi puerta y se limitó a decirme que el anciano me esperaba en su buhardilla esa tarde a las cinco. Confieso que la confirmación de la cita me inquietó un poco. Tendría que seguir sosteniendo la mentira, aunque si había aceptado significaba que algo de verdad había en mis inventos para conseguir el encuentro.
Me bañe y me cambié de ropa. Tenía que mostrar un aspecto presentable, además fui a la panadería y compré unas facturas para compartir con el violinista. Toqué la puerta a las cinco en punto; él la abrió sin mediar palabra. Tenía frente a mí a un hombre alto, encorvado por la edad, de cabello y barba blanca que me miraba intrigado.
—¿Quién
eres? —inquirió como único saludo.
—Soy
Mauricio, vivo en el departamento de abajo, escuché su música y me conmovió
tanto que quise conocerlo. —El anciano me miró intensamente por un par de
minutos y luego me permitió el paso. Su departamento no era más que la
buhardilla del edificio que había sido adaptada como vivienda a fines del siglo
pasado, según me contó Clementina. Era un espacio pequeño pero muy bien
iluminado, con una terraza llena de plantas y una vista magnífica de la ciudad.
Miré todo con disimulo esperando que él comenzara una conversación. Ya había
decidido no intensificar la mentira. Aunque como no conocía mi origen porque
había crecido en una casa de acogida, quizá sí había tenido un antepasado en
algún campo de concentración.
—¿Cómo
dices que se llamaba tu abuelo? —preguntó con voz ronca señalando la única
silla desocupada que había, mientras él se sentaba en un sillón destartalado.
—No voy
a mentirle, desconozco el nombre de mi abuelo, en realidad, desconozco todo
sobre mi familia. Crecí en un orfanato, aunque intuyo que mi origen es judío.
Me llamo Mauricio Cohen.
—¿Qué
quieres de mí? —inquirió asustado el anciano poniéndose de pie como si fuera a
despedirme.
—¡Espere!
Le diré la verdad. Estaba angustiado, a decir verdad, desesperado, dudando si
valía la pena continuar mi vida, pero lo escuché y su música me llegó al alma,
fue como si de pronto, todo tuviera sentido.
Los
ojos del anciano, antes temerosos y desconfiados, se mostraron dulces y
amistosos. El súbito cambio en su conducta actuó en mi ánimo de una manera extraña,
que no sabría explicar; sentí que ya nos conocíamos. Sin volver a dirigirme la palabra
se encaminó a la cocina, para regresar al rato con el servicio de té que apoyó
en una mesa ratona. Volvió a ausentarse por otro momento y regresó con un ajado
álbum de fotos. Sirvió el té y me alcanzó la infusión.
—Es más
de lo que recibían en Auschwitz, antes de ir a la cámara de gas —me dijo en tono serio. Luego, como una
prolongación de sus palabras, me acercó el álbum—. Es uno de los libros de
registro, cuando dejé el campo de concentración lo llevé conmigo. Mírelo, tal
vez se reconozca en la foto de su abuelo.
Tomé el
álbum y el temblor de sus manos pasó a las mías. Las imágenes se sucedieron
hasta que una lágrima escapó de mis ojos cayendo sobre una fotografía en sepia.
—Veo
que lo encontró. Permítame que toque como homenaje. —Al decir esto el violín ya
estaba en sus manos—. Cada vez que un grupo iba a la cámara de gas ejecuté el
réquiem de Mozart; esto les servía para enfrentar el horror que les esperaba.
—¿Usted nos llamó? —le preguntó el policía a la encargada
del edificio.
—Sí. El
inquilino del sexto E, está muerto en su departamento.
—¿Vio o
escuchó algo extraño?
—No
extraño, sino particular. La melodía del violín del anciano suena más hermosa y
triste en estas noches.